Atajos del cerebro y mentiras cochinas
Me da vértigo pensar en nuestra creciente fragilidad ante las fake news, en nuestro desamparo ante los malvados mentirosos | Columna de Rosa Montero
Leo en un interesante artículo de Laura Camacho en EL PAÍS que la revista científica PNAS, una de las más importantes del mundo, ha publicado un estudio que demuestra la dificultad para distinguir los rostros humanos reales de otros creados artificialmente por ordenador. Más aún: los sintetizados resultan más fiables, de modo que la gente tendería a confiar más en la bondad de ese pegote de habilidosos píxeles que en los individuos de carne y hueso.
Es cosa harto sabida que nuestra percepción de la realidad es totalmente manipulable. Los prestidigitadores se han aprovechado de eso desde el principio de los tiempos, y existen múltiples experimentos sobre lo engañoso de nuestros sentidos, algunos tan tronchantes como ese vídeo que puede verse en internet de un juego de pelota entre varias personas en el que te piden que cuentes el número de botes; hasta que al final, acabada la prueba, te preguntan: “¿Y has visto al gorila?”. “¿Qué gorila?”, dije yo, en la inopia, la primera vez. Volví a pasar las imágenes y entonces pude contemplar, para mi pasmo, a una persona disfrazada de simio que, en un momento dado, se paseaba entre los jugadores de pelota y hasta saludaba a cámara agitando la mano. Mi mente no la había registrado. Alucinante, y nunca mejor dicho.
El cerebro es un extraordinario artefacto biológico que rige nuestras vidas mucho más allá de lo que sabemos sobre nosotros mismos; en realidad ese yo consciente al que damos tantísima importancia no es más que una pizca dentro del tumulto neurológico, un polizón en un trasatlántico, según frase deslumbrante de David Eagleman. Y el caso es que ese cerebro titánico que se ocupa de todo para que nosotros podamos jugar a ser personas utiliza una serie de trucos para moverse por la increíble complejidad del mundo. Uno es el de concentrarse sólo en la tarea priorizada, apagando todo lo demás (borrando a los gorilas). Hay otros atajos para economizar tiempo y esfuerzo, como, por ejemplo, el hecho, probado por diversas investigaciones, de que tendemos a dar más credibilidad a las afirmaciones que hemos escuchado más de tres veces, aunque sean unas falsedades evidentes. “Basta con repetir lo suficiente una mentira para que se convierta en verdad”, dice esa conocida y espeluznante frase que algunos atribuyen al propagandista nazi Goebbels. Bueno, pues por desgracia tiene mucho de cierto. Lo mismo que el hecho de que nuestro cerebro está programado para recordar más las novedades negativas que las positivas, así que basta con inventarse una trola tóxica basada en el miedo para que, según un estudio de la ONG Avaaz, se propague seis veces más rápidamente que la noticia que la desmiente. Por no hablar de un recurso que utilizan muchas inteligencias que, por economía, se fijan en el todo e ignoran el detalle. En una universidad californiana preguntaron a los alumnos: “¿Cuántos animales llevó Moisés en el arca?”, y sólo un 12% dio la respuesta correcta, que es ninguno, porque el menda del arca fue Noé (lo cuenta David Robson en The Intelligence Trap).
Todo esto y mucho más, como el hecho de que la multitarea (por ejemplo, ver la tele mientras chateamos por el móvil) está haciendo que disminuya la densidad de nuestra materia gris en el córtex del cíngulo anterior, un rincón del cerebro esencial en el procesamiento de la información y en la detección de errores y conflictos, dibuja un panorama pavoroso respecto a nuestra facilidad para ser engañados, manipulados y esclavizados por medio de las mentiras más burdas. Hace unas semanas, a un amigo le montaron una tormenta en redes diciendo que tenía una cuenta millonaria e ilegal en un banco mexicano, todo falso y absurdo, pero ¿cómo se defiende uno de esos ataques anónimos? ¿Y cómo nos vamos a defender cuando empiecen a circular películas o fotos hechas por ordenador con nuestras caras, perfectamente creíbles, y puedan simular con ellas cualquier delito? Me da vértigo pensar en nuestra creciente fragilidad ante las fake news, en nuestro desamparo ante los malvados mentirosos. Hay que educar desde la escuela en el discernimiento de lo real, y hay que aprender a no difundir a tontas y a locas, porque cada vez que repites una mentira estás contribuyendo neurológicamente a hacerla creíble.
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