Amenazados: las últimas tribus aisladas de Brasil
Más de un centenar de comunidades indígenas que rehúyen el contacto con blancos resisten en la Amazonía brasileña a la creciente amenaza de pescadores furtivos, misioneros, narcotraficantes, madereros, el coronavirus y Bolsonaro. ¿Cómo se protege este tesoro antropológico?
Descubrir Brasil requiere tener a mano un mapa detallado, pero en buena parte de su inmenso territorio esos kilómetros son irrelevantes: lo que cuenta es el tiempo que se necesita para recorrerlos y alcanzar el destino. En esta ocasión, el objetivo es un enclave para conocer el universo de los indígenas no contactados: Atalaia do Norte, una ciudad situada en un rincón del oeste de la Amazonia brasileña. Aquí se encuentran tanto quienes los protegen como quienes los amenazan. Y es el punto de partida para los que consiguen una autorización para entrar a la reserva indígena del valle del Yavarí, que acoge a más nativos aislados que ningún otro lugar del planeta. Llegar hasta allí requiere volar a Manaos para enlazar con el único vuelo diario a Tabatinga, a 1.000 kilómetros en dirección Oeste. Y desde allí, un taxi fluvial por aguas del río Amazonas y, después, otro taxi terrestre hasta nuestro destino. Pero solo al llegar al hotel, y ver colgado en la recepción el mapa de la zona, tomamos conciencia de que esas dos últimas horas en taxi representan una distancia irrisoria si se compara con la inmensidad del valle al que da entrada y los misterios de los seres que lo habitan.
El camino
Zarparon en barco, continuaron en canoa y después avanzaron a pie, abriéndose paso a machetazos por una vegetación que desde el aire es como una moqueta verde oscuro. Debajo de ella, los altísimos árboles sumían en la penumbra a las 30 personas de esa expedición, que tenía una misión excepcional: por primera vez en tres décadas, un equipo del organismo creado para proteger a los indígenas de Brasil se adentraba en la Amazonia más intacta en busca de una tribu jamás contactada por blancos. Iban en busca de unos korubo, una escisión de un grupo que había abandonado el aislamiento cuatro años antes. ¿Por qué localizarlos? Porque sus luchas con los kanamari eran cada vez más violentas: asesinatos, raptos, ataques por venganza.
Era una situación especial incluso para Bruno Pereira, el veterano indigenista de 57 años que en 2019 coordinó esa expedición de la Fundación Nacional del Indio (Funai), porque suponía una excepción a la política de respeto absoluto a los indígenas que quieren vivir sin relación con extraños. “No fue una decisión fácil. Era un tabú”, dice Pereira: “Fuimos a buscarlos para apaciguar el conflicto. Y por respeto a los (korubo) que querían encontrarse con sus parientes”.
Primero hallaron a dos jóvenes. “Se asustaron mucho, estaban cazando con cerbatanas inmensas. Al cabo de unas horas fueron a buscar al resto. Eran 32″, recuerda el indigenista. Los korubo que acompañaban a los funcionarios protagonizaron un emocionante reencuentro con sus familiares. “Les propusimos vacunarse”, cuenta. Allí, en medio de la jungla, les explicaron que aquel líquido iba a protegerles frente a diversos males. Aceptaron. También les enseñaron en un ordenador fotos aéreas de la aldea en las que uno a uno se fueron reconociendo. Pronto, los más osados querían dar una vuelta en el helicóptero, cuenta Pereira en Atalaia do Norte, una ciudad que da entrada al Valle de Yavarí. En ningún otro lugar del planeta viven tantos indígenas no contactados (por los blancos) como en este valle ubicado en el oeste de Brasil, en la frontera con Perú y Colombia.
Arriba, la tierra indígena del valle de Yavarí, vista desde una avioneta. En ningún otro punto del planeta se concentran tantas tribus no contactadas. Existen 10 confirmadas y seis más en estudio.
AbajoA la derecha, la ciudad brasileña de Atalaia do Norte, a orillas del río Yavarí, afluente del Amazonas.
En lo más profundo de la selva, los encuentros con extraños entrañan una tensión extrema hasta saber si son amigos o enemigos. Medio siglo después de tener a un blanco por primera vez cara a cara, Ivanrapa Matis, de 58 años, todavía recuerda el miedo que sintió en aquel instante. Tenía nueve años. Ellos eran varios y venían en son de paz, pero eso no estuvo claro en el primer momento. Gracias a su padre sabía que existían e incluso los había vislumbrado alguna vez, talando árboles o a bordo de barcos diez veces mayores que las canoas.
Este indígena recuerda una infancia idílica, sin enfermedades graves y con salidas a cazar con lanzas pequeñitas que su padre le fabricaba. “Aprendíamos imitando a los mayores, era como un juego, íbamos a cazar macacos”, dice. En aquella época, lo que realmente le aterrorizaba no eran los blancos, sino las venganzas de otras tribus, explica ahora en Atalaia do Norte.
Matis —un hombre que hace gestos como si disparara una flecha o persiguiera un animal— es un testigo extraordinario de una de las experiencias más únicas y que más ha fascinado a antropólogos y aventureros a lo largo de la historia.
Cinco siglos después de que los portugueses conquistaran Brasil y exterminaran o diezmaran infinidad de tribus, más de mil indígenas resisten todo contacto. La cifra es pura estimación. Son grupos pequeños, unas decenas de personas que se mueven con enorme sigilo, vigilantes, invisibles casi siempre. La selva —un hábitat hostil como pocos para cualquier foráneo— es todo el universo que necesitan. Les basta para alimentarse, curarse, construir familias o divertirse.
El valle de Yavarí acoge un verdadero patrimonio antropológico, un mosaico de culturas de las que poco se sabe. Las múltiples amenazas que lo acechan incluyen las de siempre —enfermedades o misioneros— y otras más nuevas: el narcotráfico y Jair Bolsonaro. Sabemos con certeza que existen al menos diez tribus no contactadas en el valle de Yavarí, una reserva indígena más grande que todo el territorio de Panamá. De otras seis tribus existen relatos, rumores, avistamientos… sin confirmar. En todo Brasil hay 28 pueblos no contactados confirmados y se estudian indicios sobre otros 86. Más que en ningún otro país.
Con la misión de protegerlos, una constelación de indigenistas en estrecha colaboración con indígenas integrados en la sociedad y ONGs se dejan la piel en lo más recóndito de la jungla o en los tribunales. Lo primero, demostrar que existen. Pero, importantísimo, sin contactarlos. Esa es la política oficial de Brasil desde 1987: velar por ellos sin inmiscuirse, salvo en casos extremos. Un abordaje que el presidente Bolsonaro mina al debilitar la Funai. Los críticos acusan al ultraderechista de poner este organismo oficial al servicio de los intereses de quienes quieren esquilmar la mayor selva tropical del mundo.
El contacto
Ivanrapa Matis continúa su relato, que traduce un joven matis (los indígenas usan el nombre de su tribu como apellido). Cuando vivían sin contacto con extraños, cazaban en grupo, comían juntos de un mismo puchero de cerámica y tomaban una bebida fermentada, la caiçuma. “Nuestras madres nos decían: ‘Cuidado con las serpientes, con los jaguares’. Todavía lo dicen”, cuenta. Compartían una gran maloca (choza comunal) donde cada familia tenía algo de intimidad. “La hamaca del marido estaba encima, y la de la mujer, debajo. Al lado tenían un fuego y allí dormían con los niños”, relata. Después, se cuelga el collar de dientes de mono, los pendientes y el adorno nasal de concha para posar a orillas del Yavarí, afluente del Amazonas. Mientras, su esposa, Koka Matis, teje a mano una hamaca.
El padre de Ivanrapa Matis fue el primero en hablar con los extraños. Pasado el susto, regresó a la aldea con el parte, un hacha, un machete y un perro. Un tesoro que, aún hoy, puede revolucionar la vida de cualquiera en la selva. Otros siete indígenas se acercaron a los visitantes, y luego cuatro más… La desconfianza empezó a diluirse. “Fue así, poco a poco”. Hicieron nuevas peticiones: pucheros de aluminio, cerillas, linterna… Empezaba una relación que se fue estrechando. Y ya de adulto, Matis cerraba el círculo al participar en expediciones de la Funai. Conocer el instante del encuentro es una aportación impagable para estas misiones tan sensibles. Personas como Matis son cruciales para tranquilizar a los aterrorizados nativos o evitar un intercambio de tiros y flechas. Recuerda con orgullo que acompañó al indigenista más prestigioso de Brasil, Sydney Possuelo.
“Nuestras madres nos decían: ‘Cuidado con las serpientes, con los jaguares’. Todavía lo dicen”
Ivanrapa Matis (58), que creció hasta los nueve años con una tribu no contactada y de adulto participó en expediciones para proteger a otras tribus aisladas. Hoy vive en una casa sobre pilotes cerca del río Yavarí.
Los malentendidos que acaban en tragedia son raros en estos tiempos, pero ocurren. Que el veterano funcionario Rieli Franciscato, de 56 años, cayera muerto en 2020 de un flechazo dejó al mundillo en shock. “Creo que lo confundieron porque iba con policías armados”, explica la indigenista Neidinha Suruí, de 62 años, al teléfono desde Porto Velho (Estado de Rondonia). “Cuando vas por la selva, tú no los ves, pero ellos a ti sí. Lo que no saben es si eres de la Funai, de una ONG o cuáles son tus intenciones”. Franciscato, que dirigía uno de los frentes de protección etnoambiental de la Funai, intentaba confirmar la presencia de indígenas no contactados en un área de Rondonia para impedir choques con los campesinos locales que invadían sus tierras, acoso que los asfixia. Unos meses antes de la muerte de Franciscato, los indígenas visitaron una finca. Dejaron piezas de caza y se llevaron un machete. Para los especialistas, un trueque amigable. Se cree que eran los aislados del río Cautário. Cuando no se sabe casi nada de ellos, la referencia es el río más cercano.
Entre los más asediados, los Piripkura, llamados así porque se mueven como mariposas. Quedan solo dos en la selva, tío y sobrino. Supervivientes de una matanza, nunca han querido salir de su parcela de jungla, que cada vez se achica más ante la expansión ilegal de fincas agrícolas. Pero en 2016 se desviaron de sus rutas para acercarse a un puesto de vigilancia gubernamental. Iban en busca de fuego. Su antorcha, incandescente durante años pese a las lluvias torrenciales, se había apagado. Conmueve la ternura de su encuentro con el funcionario de la Funai que vela por ellos, Jair Candor, de 61 años, encargado de confirmar cada año que siguen vivos. Juntos protagonizan el documental Piripkura (Amazon Prime), donde se les ve partir días después con su antorcha otra vez humeante.
Los aislados son supervivientes de epidemias o matanzas, seres siempre alerta, traumatizados. Cuando sus vidas se tornan una huida constante, suelen dejar de procrear, de cultivar. Si la propia tribu abandona el aislamiento es porque no ve alternativa, porque es la única opción de supervivencia, explican los expertos.
El antropólogo Conrado Octavio, de 38 años, conoce bien el valle de Yavarí gracias a su antiguo trabajo para el Centro Trabalhista Indigenista, una ONG que apoya a la Funai en las expediciones. Como a la mayoría de los expertos, le irrita la imagen romántica de seres exóticos que viven como en el neolítico. Como si la selva fuera un edén de felices gentes prehistóricas. “Son grupos que optan por otros modos de vida, pero son tan contemporáneos como nosotros. Nosotros también estamos todo el tiempo tomando decisiones, haciendo acuerdos colectivos y afrontando emergencias, conflictos o crisis. Solo que ellos tienen otros caminos y soluciones”, explica en un café de Río de Janeiro.
Los aislados son la minoría de la minoría. Los pronósticos de los años setenta de que los indígenas en general se extinguirían no se han cumplido. Suponen el 0,5% de los brasileños, un millón de personas de 256 tribus, lo que conlleva una riqueza lingüística, cultural y antropológica nada común. Siete de cada diez viven en aldeas. Cualquier internauta puede curiosear en la completa base de datos de la ONG Instituto Socioambiental.
Los nativos no recuerdan un presidente brasileño tan abiertamente antiindigenista como este. Profesional de la provocación, Bolsonaro los soliviantó al colocar un misionero evangélico al frente de la política oficial hacia los no contactados y recientemente se premió a sí mismo la medalla del mérito indigenista.
Las expediciones
Beto Marubo, nacido hace 47 años en una aldea, lleva media vida embarcado en la defensa de los grupos de aislados que habitan los 85.000 kilómetros cuadrados de la tierra indígena Yavarí. Los protege desde varios frentes: como lobista en Brasilia, en lo más profundo de la jungla, en eventos internacionales o desde su cuenta de Twitter. Estos días está en Atalaia do Norte para planificar proyectos y emprender viaje a una recóndita aldea llamada Lobo.
Fuente inagotable de historias sobre peripecias en la selva, Marubo se detiene en una expedición de la Funai años atrás para investigar los rumores de que unos cazadores furtivos habían perpetrado una matanza de korubos aislados. Durante días avanzaron sin dejar de sudar, durmiendo en hamacas, soportando picaduras, hasta que descubrieron huellas infantiles en una playa fluvial. “Eran pisadas de niños de dos años. Estaban recogiendo huevos de tortuga. Cuando el pariente (como los indígenas se refieren a otros indígenas) está asustado, no lleva niños ni mujeres. Así que la matanza no fue ahí”, relata mientras señala puntos en un mapa. Estamos en la sede de Univaja (União dos Povos Indigenas do Vale do Javari), una asociación que es un pequeño milagro: las siete etnias locales aparcaron odios ancestrales para defender juntos la tierra.
Al día siguiente encontraron un sendero recién transitado, lo tomaron y, ¡dieron con ellos! “Estaban pescando con un veneno matapeces”, un método que usan cuando viajan, explica. Uno de los indígenas –guía y traductor– entendía. Poco tardaron los expedicionarios en saber que los nativos los habían descubierto. “Cuando levantamos el dron, allí estaban los parientes, un montón, afilando las flechas. Cogimos el barco y nos fuimos. Allí acabó la expedición”, cuenta Marubo. Misión cumplida. Matanza descartada. Los korubo seguían allí.
“Las relaciones interétnicas no son tan amigables. La gente cree que todos los indios son iguales. Y no”
El indigenista Beto Marubo (47), representante de la asociación Univaja, que reúne a los indígenas del valle de Yavarí.
Marubo recuerda la curiosidad de un anciano sobre aquellos aparatos enormes y ruidosos que sobrevolaban la aldea, antes esporádicos y ahora frecuentes. Le dijo que “son como canoas que vuelan, llenas de blancos”
Con el paso de las décadas, los puestos de vigía de la Funai fueron cambiando de misión y de nombre. Los frentes de atracción pasaron a ser frentes de contacto, y ahora se denominan frentes de protección etnoambiental. Solo el Estado (es decir, la Funai) puede emprender expediciones en las tierras indígenas. Organizarlas siempre implicó estrictas cuarentenas y un gran esfuerzo logístico.
Aunque ahora los sobrevuelos y las imágenes por satélite facilitan el monitoreo, todavía es vital internarse en la selva en busca de pistas. El oficio requiere resistencia física y mental, dosis infinitas de paciencia y habilidades de detective. Solo quien tiene el ojo muy entrenado logra ver vestigios en medio de tanto estímulo visual y sonoro: ramitas quebradas en un arbusto que los indígenas aislados dejan para orientarse o un panal del que ya se llevaron la miel en lugares inaccesibles. Con eso, como si fueran forenses, los indigenistas van verificando que existen, cuántos son —gracias al tamaño de las cabañas o las huertas— o hace cuántos días pasaron por ese punto.
Denominarlos tampoco es fácil. La terminología más extendida es “no contactados”, pero eso quiere decir sin contacto con nosotros, con los blancos. Y, como recalca el indigenista Marubo, el aislamiento jamás es total. Saben que no están solos en el mundo. Antes o después se dan encuentros, más o menos puntuales, más o menos hostiles. “Las relaciones interétnicas no son tan amigables. Pero la gente cree que todos los indios son iguales. Y no”.
La actual política de no intervenir nació al constatar que tras el primer encuentro las muertes se multiplicaban, explica Pereira, coordinador de aquella misión excepcional de 2019. Este antiguo director del departamento de aislados de la Funai dice que, “hasta 1987, la política oficial era atraerles. La Amazonia estaba siendo desbravada, se estaban construyendo las carreteras, las hidroeléctricas… pero al cabo de unos meses morían de enfermedades, no tenían una buena alimentación. Era la destrucción de su estructura social. Ahí cambia la filosofía del Estado a una política de no contacto. Y se convirtió en una referencia mundial”. Pueblos que habían resistido durante siglos sucumbían a la gripe, el sarampión, la malaria o la tuberculosis. La última plaga, la del covid-19, mató a 900 indígenas en las aldeas.
Con Bolsonaro, la Funai vive un éxodo de técnicos. Pereira es de los caídos en desgracia. Ya estaba de permiso no retribuido cuando la Funai lo denunció por conflicto de intereses. Le acusa de coordinar inspecciones de los indígenas.
Las amenazas
El desembarco de los colonizadores en América diezmó a los nativos y trastornó para siempre las vidas de los supervivientes. En el siglo XX fueron expulsados sin miramientos de sus tierras para abrir paso al progreso que llegaba en forma de líneas de telégrafo, carreteras o hidroeléctricas.
Quién sabe cuántos grupos desaparecieron de la faz de la tierra sin que quedara constancia de su nombre, su cultura o su cosmovisión. ¿Y por qué hay que protegerlos? Responde el indigenista Pereira: “Primero, porque tienen derecho a vivir y no saben nada de lo que es el derecho, nuestra humanidad, nuestra civilización. Creo que la humanidad avanza cuando entiende que esas minorías también tienen derecho a existir”.
Amplio es el abanico de amenazas: las bandas de pescadores y cazadores furtivos, misioneros evangélicos, buscadores de oro, el narcotráfico, la expansión agrícola, el coronavirus y, desde que Bolsonaro llegó al poder, la propia Funai, según las ONG.
Siempre hubo furtivos que se internaban en la reserva indígena. La novedad es que ahora son auténticas bandas organizadas, denuncia la asociación Univaja. El pirarucú, un preciado pez amazónico que llega a pesar 300 kilos, se ha convertido en un manjar muy solicitado, sobre todo en la vecina Colombia.
“Ya sé que está mal ir a la tierra indígena, pero aquí no hay otras oportunidades”, se queja Alacy, de 23 años, que oculta su identidad bajo ese seudónimo para protegerse. Su argumento es que sacar provecho de ese maná es la única opción de ganarse la vida en una ciudad como Atalaia do Norte, donde solo el Ayuntamiento y el Departamento de Salud ofrecen buenos empleos. “Y el resto, ¿de qué vive?”, lanza este joven padre de dos hijos que dejó atrás un pasado de mucho alcohol y pistola al cinto. Como su carné de taxista fluvial y su formación de albañil nunca le han servido para alimentar a su familia, se embarca durante semanas con varios colegas, una escopeta y un cargamento de sal con el que conservan el botín. Los furtivos son tantos que a veces entran en un igarapé (un brazo del río) y se topan con otras dos o tres lanchas.
Este no es un asunto del que en Atalaia do Norte se hable abiertamente con forasteros y menos al día siguiente de una operación policial que, gracias a la información recabada por los indígenas, acabó con dos detenidos y la incautación de decenas de pirarucú, tortugas y otros animales silvestres. Es una ciudad pequeña donde todos se conocen. Las torrenciales lluvias encharcan cada mañana unas calles sin asfaltar donde cada pocos metros se alza una iglesia (la evangélica cuadrangular, los adventistas del séptimo día, la asamblea de dios, la fundamentalista….).
Emulando a los jesuitas que arribaron con los colonizadores hace 500 años, los misioneros contemporáneos llegan hasta aquí buscando almas impuras. Atalaia do Norte es una meca para los evangélicos que creen que Jesús solo volverá a la tierra cuando la verdad haya sido revelada a todos sus habitantes, incluidos los indígenas aislados. La Misión Nuevas Tribus es la más famosa y controvertida. Durante décadas ha enviado parejas de misioneros estadounidenses, burlando la ley, a lugares nunca pisados antes por los blancos.
Arriba, escultura de San Sebastián, patrón de Atalaia do Norte.
AbajoA la izquierda, iglesias de distintas denominaciones evangélicas en la ciudad de Atalaia do Norte.
El coronavirus y el riesgo de contagio fueron la coyuntura idónea para que un abogado indígena lograra que un juez expulsara a una pareja de misioneros que llevaba décadas instalada en la reserva del Yavarí. En los últimos tiempos los cazadores de almas han adoptado una estrategia más sofisticada: dar becas a jóvenes indígenas para que estudien Teología en grandes ciudades. Luego regresan a sus aldeas a predicar.
Josiah McIntyre, de 38 años, es un cristiano de Alabama (EEUU) que hace más de una década se instaló en la Amazonia. Ahora le acompañan su esposa y cuatro hijos. “Ya sé lo que dicen de mí”, comenta al negar que su intención sea evangelizar a los no contactados, aunque algunas fuentes locales apuntan a que le han oído proclamar que quiere morir bajo las flechas como un mártir. “Estoy en Atalaia do Norte para predicar la verdad, para enseñar a los jóvenes a hacer lo correcto porque aquí hay mucha droga, alcohol, pornografía…”. Para alejarlos de esas tentaciones, organiza carreras de hasta 8 kilómetros, todo un aliciente para la chavalería en una ciudad donde el entretenimiento escasea. Ni siquiera pueden evadirse con YouTube o Instagram: la conexión es nefasta.
La droga sí que ha llegado. Importantes rutas del narco cruzan la triple frontera. Una de las muchas preocupaciones de Kora Kanamary, de 37 años, es que los traficantes reclutan a jóvenes indígenas para que cultiven coca en territorio peruano. Algunos participan incluso en el procesamiento. La tentación es grande porque pocos modos lícitos tienen de ganarse la vida. Este miembro de la asociación Univaja lidera un equipo de 36 guardianes de la selva que monitorea el territorio para frenar a los madereros y la agricultura a gran escala.
Marubo, Kanamari y el resto de sus colegas encarnan un cambio de calado en la política de protección a los no contactados. Los propios indígenas asumen funciones cada vez más relevantes ante el vacío dejado por el repliegue de la Funai desde que uno de sus funcionarios fue asesinado poco después de que Bolsonaro iniciara su mandato. Combinan saberes de sus ancestros con ciencia y tecnología. Patrullan la reserva con formación y herramientas donadas por WWF, una ONG, para documentar mejor sus denuncias. Ahora saben leer y elaborar mapas, y en sus rondas sobre el terreno usan teléfonos móviles conectados por satélite que les permiten anotar fácilmente las coordenadas e infinidad de detalles.
Arriba, el misionero cristiano evangélico Josiah McIntyre, con un pañuelo en la cabeza. La mujer del centro es su esposa.
AbajoA la derecha, Kora Kanamari, 37, líder indígena del valle de Javarí y representante de Univaja.
Los que velan por los no contactados sienten que, bajo las órdenes de Bolsonaro, la dirección de la Funai ha abandonado su misión para servir, en cambio, a los intereses de sectores políticos y económicos que ven en las tribus un obstáculo al desarrollo. Ante la ONU, el presidente de Brasil dejó su postura nítida: “Lamentablemente, algunos dentro y fuera de Brasil, apoyados por ONG, insisten en mantener a nuestros indígenas como verdaderos hombres de las cavernas (...). El indio no quiere ser un terrateniente pobre encima de las tierras más ricas del mundo”. El ultraderechista, que desprecia la crisis climática, está empeñado en autorizar la explotación de territorios intocables por ley. Por eso, el pulso en el Congreso y en los tribunales sobre cuestiones indigenistas y medioambientales es formidable.
Uno de los frentes más calientes atañe a siete territorios donde viven tribus aisladas, pero que, como no han sido demarcadas como reservas indígenas, están protegidas por un mecanismo de emergencia que impide entrar sin autorización. Pero con el Gobierno Bolsonaro la vigencia de esas medidas se ha acortado, advierte Survival Internacional. Las últimas se han renovado por solo seis meses.
Sarah Shenker, de esta organización, explica que “los pueblos indígenas no contactados no desaparecen sin más de la tierra, como algunos creen; no es su destino, ni una certeza cronológica. Es un proceso deliberado y genocida por parte de Gobiernos y empresas que quieren eliminarlos para robar sus tierras y lucrarse, un proceso impulsado por la demanda internacional de madera, oro, petróleo y otros recursos”. Shenker menciona, por vídeollamada desde Londres, su impagable aportación como protectores de la selva. Las tierras donde habitan conservan la vegetación y la biodiversidad en una abundancia sin comparación.
Las denuncias contra la Funai de Bolsonaro se multiplican. Uno de sus equipos de monitoreo descubrió recientemente vestigios de una tribu desconocida cerca del río Purus (Amazonas), sin que el organismo adoptara ninguna medida cautelar de protección, según denunciaron alarmadas varias organizaciones indígenas. La Funai dice que investiga los indicios.
La transición
El contacto suele dar paso a una larga transición. Cada pueblo decide a qué ritmo y en qué dirección. La antropóloga Dominique Gallois, de 71 años, conoce bien el intenso diálogo con los recién contactados. Fue la primera que estudió en la selva a los zo’é, en 1989, un par de años después de que unos misioneros los fueran a buscar.
“Cuando llegué eran 170, había pocos niños”, explica en su casa, en São Roque, cerca de São Paulo. Fácilmente reconocible por el cono de madera incrustado en el labio inferior que usan, los zo’é viven en un área remota incluso en términos brasileños. Las dos semanas de caminata de los años noventa son seis días porque han abierto senderos. Esa distancia ha protegido a este grupo en el que las esposas jóvenes cazan con sus maridos. “Los zo’é están en esta situación maravillosa porque el acceso es muy difícil. Pero ya hay caminos…”, advierte.
Gallois acumula estancias largas, conversando en su lengua, durmiendo en sus chozas, comiendo su comida — “no se puede llevar nada de fuera, el azúcar sería mortal”— y tomando notas en cuadernos. Por encargo de la Funai, Gallois trabajó durante tres años mano a mano con los zo’é y el funcionario de la Funai Fabio Ribeiro, de 39 años, para elaborar un plan sobre cómo quieren gestionar sus vidas, lo que han plasmado en 140 páginas.
Paso a paso abordaron infinidad de asuntos –de la tierra al dinero– en un diálogo que requiere diplomacia y una logística endiablada. Explica Ribeiro, ahora coordinador ejecutivo del OPI (una ONG, el Observatorio de los Pueblos Aislados), que “toda la acción del Estado se adecua a su calendario estacional. Incluso una campaña de vacunación es complicada porque hay que reunir a 300 personas en un solo punto. Vienen de una veintena de aldeas distantes hasta 40 kilómetros. Hablamos mucho por radio porque si lo organizas mal interrumpes sus actividades”.
Satisfechas las necesidades más inmediatas, este pueblo de cultura oral quiso aprender a leer y a escribir. Y en ello están, alfabetizándose en su lengua, con ayuda de Gallois y sus alumnos de Antropología. Los materiales didácticos, que van y vienen en avioneta, se basan en su vida cotidiana.
El señor Matis, que creció sin contacto con los blancos, lleva meses lejos de casa. Un trabajo temporal para la Funai –crear una barrera sanitaria contra la covid– le ha traído a Atalaia do Norte, pero en cuanto pueda regresará a su aldea, ubicada, explica, “a tres días sin dormir” en pec-pec, una canoa ligera con un pequeño motor. En este vastísimo territorio, los ríos son la principal vía de transporte. Y las distancias se miden en función de los caballos del motor fuera borda. Para los más privilegiados, aerotaxis.
Matis se queja del calor de la ciudad —”aquí no hay árboles que den sombra”— y del barullo constante de motos y coches. “Prefiero vivir en la aldea. Salimos a cazar, a pescar. Aquello es otro mundo, allí no se compra. Vivir aquí es muy difícil, necesitas dinero”.