La odisea de un piloto brasileño perdido 38 días en la Amazonia
Un aviador brasileño cuenta cómo sobrevivió en la selva tras un accidente en una zona de minas ilegales incrustadas en reservas naturales
“Mayday, mayday, mayday… Papa, Tango, India, Romeo, Juliett está cayendo entre Alenquer y la pista California”.
Así fue el SOS que logró lanzar por radio. El piloto Antonio Sena, de 36 años, desapareció el 28 de enero en lo más remoto de la Amazonia brasileña cuando transportaba suministros a una mina ilegal. El único motor de su avioneta se paró de pronto. Concentrado en aterrizar, repasó mentalmente las horas de simulador de vuelo. “Gracias a Dios, encontré un pequeño valle”, explicaba por teléfono desde Brasilia el lunes.
Planeando, halló un hueco en aquel mar verde de tupidas copas. Y, mientras golpeaba ramas, fue perdiendo velocidad. Elevó la nariz de la Cessna 210 y ¡zas!… estaba en tierra, empapado de gasolina, pero vivo. Consciente. Entero.
Durante los 38 días siguientes protagonizó una odisea digna de una novela de aventuras que permite asomarse a la nueva fiebre del oro que vive Brasil, a las minas ilegales que tanto lucro dan mientras contaminan el mayor bosque tropical del mundo. Son poblados de chozas en medio de la selva con decenas o cientos de garimpeiros (buscadores de oro). Lugares donde nadie usa dinero, todo se paga en oro. Un negocio ilegal mueve entre 20 y 30 toneladas anuales. Y la tolerancia es tal que hace un par de años, Roraima, un Estado sin una sola mina, exportó 194 kilos de oro.
Que sobreviviera casi indemne —perdió 26 kilos— sorprende incluso a los que conocen esta zona entre los Estados de Pará y Amapá. Un curso de supervivencia en la selva que hizo tiempo atrás resultó vital.
Dormía lejos de los arroyos para evitar emboscadas de animales. Cuenta aún maravillado que no se topó con ninguno de los grandes depredadores. Ni un jaguar, ni cocodrilos ni anacondas. “Para evitar ataques, caminaba haciendo ruido con las hojas. Si vas en silencio, puedes importunarlos sin querer”, detalla. Acaba de reencontrarse con su madre, que por el coronavirus no pudo ir el 6 de marzo a recibirlo a Santarém, la ciudad amazónica donde creció.
Los equipos de rescate militares habían desistido cuando Sena fue localizado por una familia de recolectores de castañas. El clan que dirige doña Maria Jorge, con medio siglo en el oficio, es una de las miles de familias que explotan Amazonia de manera sostenible. Y legal. El piloto se llevó la alegría de su vida; sus salvadores, un susto descomunal.
Tras el accidente, permaneció cerca de los restos de la avioneta como mandan los manuales de rescate. Cuando pasados nueve días dejó de oír sobrevuelos, supo que dependía de sí mismo. Emprendió una caminata hacia el Este guiado por el sol porque el mapa aeronáutico que llevaba en el móvil mostraba un par de pistas de aterrizaje en la zona.
Estaba demasiado débil para cazar. Para comer, observaba a los monos “Si ellos comían algún fruto silvestre, yo también”. Poco más encontró mientras estuvo perdido. “Comí huevos de ñandú tres veces, la única proteína que tomé. De cáscara azul, tenían clara y yema. Y encontré cacao cuatro veces”, rememora. Nunca logró saciarse.
El piloto se perdió en una zona especialmente valiosa de Amazonia, por la Reserva Biológica Maicuru. Su biodiversidad es una joya tan preciada que tiene la máxima protección de la ley brasileña, explica la ingeniera forestal Jakeline Pereira, de 40 años, por teléfono desde Belém (Pará). “La presencia humana está totalmente prohibida porque allí hay especies endémicas que no existen en ningún otro lugar del planeta”, cuenta esta especialista de la ONG Imazon.
Sena, que tiene 2.400 horas de vuelo, se dirigía a una mina ilegal llamada 13 de Maio que queda dentro de la reserva natural. El vuelo accidentado era el segundo de Sena hacia allí; el primero fue la víspera. “Nunca en mi vida había estado en una mina, pero ni la vi porque no llegué a salir de la pista de aterrizaje”, explica el piloto.
En cambio, la ingeniera Pereira sí conoce el lugar. “Hice amistad con una garimpeira de allí y gracias a eso en 2009 nos abrieron las puertas”, dice sobre un viaje en el que elaboró un estudio socioeconómico sobre el asentamiento minero. Porque, cuando los legisladores le otorgaron protección legal a esa reserva natural, los buscadores de oro ya estaban. Y allí siguen. Es un sustento ilegal pero tolerado. “Me acuerdo muy bien, había como 400 garimpeiros, tiendas, algunas mujeres, cocineras, alguna prostituta”. Como no hay carretera que llegue hasta allí, todo debe ir por río o por el aire. En la reserva vecina había otros 600 mineros.
Sena despegó en su minúscula avioneta de Alenquer, una ciudad a orillas del Amazonas. Aterrizaría en una de esas pistas ilegales que no aparecen en los mapas convencionales, pero tienen nombre, California, por otra fiebre del oro. La mayor de Brasil fue en el XVIII en Minas Gerais.
Dice el aviador que aceptó el trabajo —transportar combustible y víveres hasta la mina— porque el coronavirus destruyó el negocio que con tanto mimo creó al regresar a Brasil tras una etapa pilotando en África, en Chad. “Abrí un restaurante y cervecería artesanal, pero en dos meses… ¡Pum!, la pandemia”. Y añade: “Esas circunstancias me llevaron a hacer los vuelos”, añade.
La demanda de oro se ha disparado por el aumento de los precios internacionales y eso implica más hombres apostándolo todo a encontrar unas pepitas que les permitan vivir con holgura, más suministros y más pilotos. La minería ilegal paga mejor que la aviación comercial y los incidentes aéreos en Amazonia se han multiplicado. El superviviente asegura que nunca más regresará al garimpo.
Explica la ingeniera que, como la deforestación que causa la minería ilegal no es tan extensa, los satélites no la detectan fácilmente. Pero es muy dañina. “Contaminan los ríos, tiran allí el mercurio que usan para separar el oro, el agua cambia de color y contribuye directamente a la destrucción” de la flora y la fauna. Allí cada minero alquila una parcela que explota, algunos durante años. “Vimos personas que llevaban 20 años sin ir a la ciudad”.
La odisea del piloto entró en la fase final cuando de repente oyó una motosierra tras días y días de soledad, caminata, hambre y fuertes dolores. Eran recolectores de castañas. “Encontré una lona blanca con su material, comida… y vi al primero de ellos”, cuenta emocionado Sena. ”Al principio me tenían miedo, les pedí castañas. Apareció otro, más hablador y fuimos a su campamento”. Insiste en su gratitud infinita a doña Maria Jorge, a sus hijos y nueras. Es una paradoja que fuera salvado por una familia que explota legalmente la selva en la Reserva Estatal de Paru, donde la recolección está permitida.
Tras alimentarlo, pidieron socorro por radio. El piloto perdido en Amazonia estaba vivo. Listo para regresar a casa. Tras 38 días, lo recogió en helicóptero un equipo de bomberos y militares. Con aquel despegue terminaba su odisea.
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