Admiración y agradecimiento
Los intérpretes mantienen viva la música. Sin sus voces y sus sonidos sólo tendríamos partituras mudas que ni siquiera sé imaginar
Siento admiración y agradecimiento infinitos por muchos escritores del pasado y unos pocos del presente, su número va menguando; si por culpa suya o mía, me es imposible distinguirlo. Pero, dado que soy capaz de escribir novelas y cuentos, y de traducir poesía, resto algo de mérito a esas actividades a mi muy inferior alcance, y mi agradecimiento y mi admiración se redoblan por aquello que no sé hacer ni sabría: la pintura y sobre todo la música, quizá porque la segunda brinda un placer más duradero. Venero tanto a los compositores como a los intérpretes, acaso más a éstos porque la mayoría de aquéllos que me maravillan están muertos desde hace demasiado tiempo. Hasta de la desaparición de Stravinsky se cumplen ahora 50 años… Además, los intérpretes son quienes ejecutan la música y la mantienen viva. Sin sus voces y sus sonidos sólo tendríamos partituras mudas que yo ni siquiera sé leer ni imaginar. El hecho de estar acostumbrado a la música desde la temprana infancia no disminuye mi asombro cuando les oigo o veo en acción. Desde pequeño asistí a conciertos de mi tío director de orquesta, Odón Alonso; parte de mi niñez y toda mi adolescencia las pasé bajo los continuos ensayos de flauta de mi hermano Álvaro, con el que compartía habitación en teoría, porque de hecho acababa expulsándome de ella con sus prácticas interminables. Ahora le tengo la misma admiración y el mismo agradecimiento que a casi todos sus colegas: es capaz de tocar fantásticamente a Mozart, Vivaldi, Telemann, Debussy, y así me deja pasmado. Más aún me pasma mi sobrino Alejandro, hijo suyo al que vi nacer: domina estupendamente el violonchelo, y por lo tanto es capaz de enfrentarse a las Suites de Bach y a otras piezas complicadísimas. No menos boquiabierto me quedo cuando oigo a mi amigo Nicholas Clapton, contratenor, cantando un aria de Haendel o Purcell o un Lied de Schubert.
Hace poco me encontré por sorpresa, en el canal Mezzo, con unos solistas, una orquesta y unos coros que interpretaban Welcome to All the Pleasures. Funeral Sentences for the Death of Queen Mary, precisamente de Purcell, que murió joven, a los 35 de Mozart o con 36 a lo sumo. Esa música fúnebre (alegre y plena de celebración a ratos) la compuso en 1694, un año antes de su propia muerte, y encierra pasajes sublimes. Que esos solistas, la orquesta y el coro me permitieran escuchar lo que nació hace 327 años como si sonara por vez primera, me produjo un entusiasmo parecido al que sentiría cualquier oído que no conociera música alguna. Estamos tan habituados a ella que a menudo no reparamos en el milagro que supone la conjunción de todos los instrumentos, cada uno con su dificultad endiablada, o la armonía de las voces del coro, cuyos miembros tal vez se tengan en poco, pensando que no han destacado lo suficiente y que no serán más que eso, componentes de un coro, tan imprescindibles, sin embargo, como los solistas. Algunos de éstos, por cierto, poseían rostros extraordinarios: uno parecía el cuadro de un sicario o un déspota italiano del Renacimiento.
A otros, sin embargo, las filmaciones no los ayudan, así que, pese a lo valioso de esos canales de clásica, creo que prefiero oír la música sin imágenes. Había un pianista, hace unos días, ataviado con una casaca de cosaco ruso de seda gris brillantosa: un patético imitador de Miguel Strogoff (para quienes recuerden al héroe de Verne), y encima no era ruso sino italiano, y ponía sin cesar cara de lelo. Me costó sobreponerme a la visión, pero al final no pude por menos de admirarlo y de agradecerle sus competentes Nocturnos de Chopin y su sonata de Schubert. Los cretinos directores de escena de las óperas actuales lo ponen aún más difícil: es casi imposible superar el rechazo que provoca ver Las bodas de Fígaro, de Mozart, con los personajes gastándose chupas de cuero, botitas vaqueras de fantasía y chaquetas a lo Buffalo Bill. Cada vez que aparecen los de Wagner, Monteverdi, Verdi o Bizet (tanto da) disfrazados por enésima vez de subnazis de guardarropía (¿no se percatan de que nada original hay en eso, un recurso trillado desde 1950 o antes?), maldigo al director de escena casi tanto como a los de teatro, que con frecuencia incurren en las mismas antigüedades y chorradas. (Ojo aquí: la última vez que escribí que el teatro contemporáneo para mí no era, recibí una lluvia de improperios de actrices y actores, y un dramaturgo se dirigió a su público antes de un estreno: “No hagan caso a Javier M”. A continuación, reparado su orgullo con su alocución, dio paso a su bobada.) En fin, lo siento. Hoy veo a otro pianista con su Beethoven, pero a su alrededor —váyase a saber por qué— un bailarín con camiseta de tirantes no para de dar brincos y molestarlo. Si me sacan a Orfeo con gabardina, o, peor, a Falstaff y al Príncipe Hal o al coro de las valkirias cagando al unísono en escena, la admiración se me hace cuesta arriba. Y aun así acabo sintiéndola, porque los pobres cantantes no tienen culpa de las sevicias a que los obligan los tiranuelos y cantan magníficamente, imponiéndose con mérito a las caprichosas groserías. Por fortuna, la música puede con todo. Vaya aquí mi homenaje imperecedero y constante a cuantos la hacen posible.
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