Tesoros ocultos
Lo más apasionante es lo que nunca sabremos, la historia, las manos por las que fueron pasando hasta llegar a nosotros
Su familia era de Vilagarcía de Arousa. Ese es el único dato exacto que recuerdo de aquella chica menuda, de pelo castaño y piel muy blanca, con la que coincidí en los primeros años de la carrera. Si me la cruzara por la calle, seguramente no la reconocería. He olvidado su nombre, pero aún puedo verla como era entonces, una imagen mucho más nítida que la de mí misma, antes de cumplir 20 años, que guardo en la memoria. Éramos amigas, estábamos en los primeros cursos de Geografía e Historia y, aunque elegiríamos especialidades distintas, en los cursos comunes estudiábamos Historia del Arte. Por eso, y porque parecía una novela, me impresionó tanto lo que contó una mañana en el bar de la Facultad.
Aquel verano, el último de los setenta o el primero de la década siguiente, mi amiga había ido con su familia, como siempre, a Vilagarcía de Arousa, pero no tuvo mucho tiempo para descansar. Unos meses antes, una pariente suya, tía abuela o bisabuela quizás, no estoy segura, había muerto y se lo había dejado todo a sus sobrinos, que decidieron aprovechar las vacaciones para vaciar la casa y repartirse su contenido antes de venderla. Mi amiga acompañó a sus padres y asistió a las discusiones habituales en estos casos, pues a mí siempre me ha gustado esto, pues resulta que eso mismo siempre lo he querido yo, pues te cambio la cómoda por el mueble del recibidor, pues si nadie quiere el paragüero, me lo llevo, etcétera. En esa casa de Vilagarcía había un desván abarrotado de trastos por los que nadie expresó el menor interés, aunque acordaron mirar con atención todo lo que había antes de llamar a un chamarilero. Así, apoyado en un muro, oculto por una pirámide de cajas y maletas viejas, cubierto por una sábana deshilachada, apareció ese cuadro.
Era grande, tenía un marco antiguo, de madera, que parecía haber sido dorado una vez, y no se distinguía la escena que representaba, apenas unas sombras, unos bultos, sobre una superficie tan sucia que era prácticamente negra. Pero a mi amiga, después de un curso entero viendo a diario fotos de cuadros, de marcos, le llamó la atención. Vamos a llevarnóslo, mamá, propuso en un susurro. ¿Esto?, su madre la miró como si acabara de descubrir que se había vuelto loca, ¿para qué? Porque sí, hazme caso, y levantó la voz, ¿alguien quiere quedarse con este cuadro? Nadie lo quiso, y aunque el padre de mi amiga se negó, porque sólo podría viajar en la baca del coche y le daba mucha pereza montarla, al final se llevaron el cuadro a casa para seguir discutiendo en Madrid durante muchos meses. Porque habría que limpiarlo, restaurarlo, y eso seguro que costaba un pastizal, y luego igual aparecía un adefesio que no valía ni el dinero del marco, y si no era así, llevarlo a autentificar supondría otro desembolso seguramente inútil, pero el cuadro ya estaba en casa, apoyado en el pasillo, y no podía seguir allí, estorbando eternamente. Además, la familia de su propietaria original había sido muy rica hasta que dejó de serlo. ¿Y si aquel era el último objeto valioso de los años de opulencia?
Tras largos meses de discusiones, dudas y más discusiones, la madre decidió actuar. Un conocido de una conocida, que había trabajado en uno de los museos de la ciudad, vino a verlo y dictaminó que el marco parecía del siglo XVII. Ahí arrancó un camino que terminó en la pared principal del salón de la casa de mi amiga. Imagino que, si lo conservaron, ahora lo tendrá ella, aunque no estoy muy segura. Una buena obra del taller de José de Ribera debe de valer demasiado dinero como para que una familia de clase media resista mucho tiempo la tentación de venderlo.
Ni mi amiga, ni sus padres, ni ninguno de sus parientes pudieron reconstruir el viaje de ese cuadro, el camino por el que había ido a parar a aquel desván. Lo recuerdo ahora, después de que el Ecce Homo de Caravaggio que los expertos de Ansorena atribuyeron, precisa y erróneamente, a la escuela de Ribera enloqueciera al mundo del arte.
En ambos casos, más allá de la calidad de las obras, lo más apasionante es lo que nunca sabremos, la historia que está detrás de los lienzos, las manos, limpias o sucias, por las que fueron pasando hasta llegar a nosotros desde nadie sabe dónde.
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