El ingeniero español encargado de los edificios de Nueva York: “Se aceptan los accidentes aéreos pero no que una torre se caiga”
Ramón Gilsanz, presidente del Comité Técnico Estructural del Departamento de Edificios de la ciudad, formó parte de la investigación federal para analizar por qué colapsaron las Torres Gemelas después de los atentados: ”El impacto lo aguantaron, lo que no aguantaron fue el fuego”
Cuando se le pregunta a Ramón Gilsanz (Madrid, 1954) cómo ha llegado a ser uno de los ingenieros de estructuras más prestigios de Nueva York, achaca su éxito a la larga lista de amigos que le ayudaron en su camino desde el madrileño barrio Chamberí hasta los más altos rascacielos de Manhattan.
“Si tienes suerte es muy difícil darte importancia”, dice en una conversación telemática desde su casa en el barrio de Greenwich Village, donde vive junto a su compañera de los últimos 15 años, la arquitecta Mariko Takahashi. A pesar de ser poco conocido en España, lleva más de tres décadas haciendo realidad las ideas de los arquitectos más influyentes del mundo. Ha trabajado con una decena de premios Pritzker, como Richard Meier, Jean Nouvel, Rem Koolhaas o Frank Gehry. Y da solución a las instalaciones más arriesgadas de las exposiciones del Museo Guggenheim de la Quinta Avenida.
Su relación con la ciudad de los rascacielos es tan intensa que su intervención fue clave en el análisis del colapso del World Trade Center tras el ataque terrorista del 11-S, del que ayer se cumplieron 19 años, y es el presidente del Comité Técnico Estructural del Departamento de Edificios de la Ciudad de Nueva York, que establece los estándares de construcción.
Presenta su inmenso currículo con un derroche de modestia, una risa sonora muy contagiosa y esa actitud vitalista que tanto cotiza en la Gran Manzana. “Lo que hace un ingeniero de estructuras es detectar un patrón para que los edificios se mantengan en pie. Cuanto más sencillo sea, mejor será la construcción”, explica. Sus cálculos aguantan fachadas sinuosas como la del edificio de apartamentos de Zaha Hadid en el High Line neoyorquino, alturas vertiginosas como la Torre Cepsa de Norman Foster en Madrid o renovaciones de edificios emblemáticos como el Empire State o el Woolworth.
En la Torre Cepsa trabajó junto a su amigo Robert Halvorson, que ha sido uno de sus jefes y, sin embargo, mentores. Lo despidió y lo alentó para que creara su propia compañía. Y después lo ha invitado a colaborar en varios proyectos.
“Esa gente ve más de lo que veo yo”, comenta sobre su relación con los arquitectos estrella. Y pone como ejemplo la sorpresa que le dio Jean Nouvel cuando trabajaron en la estructura de vidrio y acero que cubre el Jane’s Carousel, el histórico tiovivo de 1922 situado en Dumbo, al lado del Puente de Brooklyn. Al francés se le ocurrió instalar unas cortinas blancas para que los caballos se proyectaran como en una linterna china. “A final no se hizo, pero era una idea genial que nunca se me hubiera ocurrido”, apunta.
Gilsanz nació en Madrid en una familia de cinco hermanos donde se fomentaba la educación, la competición y el esfuerzo. Estudió en el Colegio Británico de Chamberí. Pero le cambiaron a una institución católica para domar un carácter rebelde que no era más que inquietud. Cursó ingeniería en la Universidad Politécnica de Madrid en plena Transición. En este periodo conoció a un grupo de amigas bibliotecarias que le enseñaron que había más cosas en la vida que los cálculos, y a su primer aliado, Enrique Alarcón, académico de número constituyente y expresidente de la Real Academia de Ingeniería.
Gracias a él viajó a Sudáfrica y después a Japón para trabajar en una compañía de contenedores de líquidos. Al recordar a Alarcón, Gilsanz echa de menos la figura del mentor que tanto le ha ayudado a él en Estados Unidos y que tan difícil es de encontrar en España. “El mentor te da la seguridad para que puedas explorar las cosas por ti mismo”. Él trata de hacer lo mismo en su empresa.
Desde Asia dio el salto a Estados Unidos. Era 1979 y su hermano le llevó hasta la puerta del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) de Boston. “Entra a preguntar”, le dijo. Así lo hizo. Después de tres años de estudios y dos y medio trabajando en la ciudad, un buen día leyó un anuncio en The New York Times que decía: “Necesitamos un ingeniero estructural con experiencia en edilicios altos y que sepa programar”.
Fue así como en 1984 se mudó a Nueva York y entró a trabajar en el gigante de la construcción WSP –responsables del 432 Park Avenue de Nueva York, del uruguayo Rafael Viñoly, o de las torres Petronas de Kuala Lumpur, entre una larga lista de rascacielos y otros proyectos de infraestructuras en todo el mundo–, para pasar después pasar a SOM, que firman el desarrollo de la parte occidental de Manhattan o el rascacielos del número 35 de Hudson Yards entre decenas de proyectos de torres y urbanísticos de Pekín a San Francisco.
La oficina de SOM estaba en el emblemático edificio del Daily News de la calle 42. Fue allí cuando un día, saliendo por la puerta giratoria, se dio cuenta de que se había convertido en un ingeniero estructural. Y que lo iba a ser toda su vida. Pero lo que más le fascinó de trabajar en Manhattan no fue la posibilidad de construir rascacielos, sino las personas que viven detrás de cada una de las ventanas iluminadas. “Todo el mundo habla de los edificios, de la ópera, de los museos, pero lo que importa aquí es la gente”, pontifica. Como no hay historia de triunfo americano sin dificultades, pronto le pilló la crisis de los ahorros y préstamos de los ochenta, motivada por la desregulación bancaria de Ronald Reagan.
La empresa cerró el departamento de Estructuras. Le ofrecieron un traslado a Chicago o a Londres imposible de concebir para su primera mujer, la diseñadora Deborah Glasserman, ferviente neoyorquina, con quien llevaba casado un año y comparte dos hijas, Emma y Daniela. Fue así como en 1988, animado por el jefe que le despedía, se reunió con sus compañeros de trabajo Phil Murray y Gary Steficek en un restaurante italiano de la calle 46, y decidieron fundar la empresa Gilsanz Murray Steficek. Desde el principio, aceptaron todo tipo de encargos. “Da igual si es un edificio alto, bajo, nuevo o viejo, lo importante es el reto”, cuenta. Han trabajado desde en la sede de Porcelanosa en Nueva York hasta la mencionada renovación del Empire State.
Un golpe de suerte les llevó a conseguir en 1991 la renovación de la sucursal del Museo Guggenheim en el Soho, junto al arquitecto japonés Arata Isozaki. Desde entonces, la compañía realiza las instalaciones más arriesgadas del museo como la del artista chino Cai Guo-Qiang en 2008, para la que colgaron nueve coches dentro de la rotonda en espiral diseñada por Frank Lloyd Wright.
Todo fue gracias a la entrada en la compañía del arquitecto Joseph T. Blanchfield, "un gran técnico" que aportó sus conocimientos en fachadas, cerramientos y protección contra el agua para abrir un departamento que fue clave para entrar en el mercado de los grandes nombres. “Muchos de los arquitectos eran buenos diseñadores, pero no técnicos”, explica, así que su incorporación para unir estos dos mundos “fue clave”.
A Gilsanz se le puede ver por la mañana revisando una obra en un edificio de apartamentos de lujo en la Quinta Avenida y por la tarde visitando el albergue Rescue Mission del bajo Manhattan para estudiar una ampliación de los dormitorios para personas sin hogar. No es ajeno al “tremendo” contraste que es Nueva York. Ni tampoco a las dificultades por las que pasa la ciudad a raíz de la pandemia, pero aplica, una vez más, su perspectiva positiva. “No tengo ninguna duda de que va a seguir creciendo. Habrá cambios. Reajustes. Consideraciones de espacio. Sobre todo en las oficinas. Pero la interacción social no se va a perder”, sentencia. Y los edificios, son como los amigos, hay que cuidarlos.
Está hablando una de las personas que conoce muy bien las consecuencias del 11 de septiembre de 2001. Aquella mañana soleada, Gilsanz fue testigo directo del impacto de los aviones en las Torres Gemelas. Vivió la tragedia con su mente de ingeniero de estructuras. “Hacía cálculos, dos edificios, 400.000 metros cuadrados cada uno, miles de personas. Me di cuenta de lo que iba a pasar. Fue impactante”, explica con la voz tomada por la emoción.
Al día siguiente, acudió a la zona cero junto a los responsables del departamento de Edificios de Nueva York para analizar la magnitud del daño. “Allí abajo nos conocíamos todos. Era como un pueblo”, recuerda. Como la ciudad no daba a basto, cedió su oficina, entonces situada cerca, entre las calles 11 y 12, como centro de operaciones de los ingenieros voluntarios que ayudaron en las labores de limpieza para evitar más muertos. “Nunca tuve que dar ninguna instrucción, la gente se organizó sola”, dice. Estuvo abierta 24 horas, los siete días de la semana. Los ingenieros acudían, se les asignaba un grupo y se les enviaba al lugar de la catástrofe.
Transcurrido un mes, se pasó el control de la obra a la compania Thorton-Tomasetti. Gilsanz se metió de lleno en la investigación federal dirigida por la Agencia Federal Administradora de Emergencias (FEMA) para analizar por qué colapsaron los edificios. Eligió liderar la investigación del edificio 7 por dos motivos. Porque no hubo muertos: se derrumbó por el impacto del fuego creado por los escombros de las torres cuando la zona ya estaba desalojada. Y porque ya había trabajado en él años atrás.
La tragedia del 11-S le sirvió para darse cuenta de algo que ha quedado de nuevo claro con la covid-19. “No todos los muertos son iguales”, no todos impactan del mismo modo en la sociedad. “Se da por sentado que los edificios no se caen”, sentencia. Se aceptan los accidentes de tráfico, los aéreos, e incluso las pandemias, pero cuando se trata de la construcción, todavía estamos en el Código Hammurabi de la antigua Mesopotamia, donde el constructor pagaba con su propia vida una muerte por derrumbe.
"El impacto lo aguantaron, lo que no aguantaron fue el fuego”, concluye sin dar espacio a teorías de la conspiración. Tres años después, fue nombrado presidente del Comité Técnico Estructural del Departamento de Edificios de la Ciudad de Nueva York, desde donde ha impulsado la aprobación de los nuevos códigos de construcción con los avances de la ingeniería para hacer de Nueva York la ciudad con los edificios más resilientes del mundo. “Espero que no tengamos que probarlo”, dice.
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