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El secreto de la belleza
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Por qué las Torres KIO son un ejemplo de mala arquitectura: así se distingue un buen edificio de uno malo

Estos rascacielos, obra tardía de Philip Johnson, demuestran que las modas arquitectónicas no deberían ser efímeras, aunque con frecuencia lo sean

Construcción de las Torres KIO en la Plaza de Castilla (Madrid 1992).
Pedro Torrijos

Hablar de arquitectura en términos exclusivamente estéticos, como algo “feo” o “bonito”, es un poco tramposo. Es como juzgar un plato solo por su presentación, sin probarlo. De hecho, es como juzgar la presentación de un plato creyendo que es algo azaroso, el producto de una veleidad artística del cocinero en cuestión, cuando cualquier chef que se precie sabe perfectamente que, en un buen plato, nada es accesorio. Tampoco el emplatado. Y aquí está la palabra clave: “Bueno”.

Los edificios, como cualquier artefacto creativo, deberían calificarse en términos de “bueno”, “malo” y el gradiente que hay en medio. Pero, ¿cómo distinguirlos?

Lo primero es entender que saber diferenciar la buena y la mala arquitectura requiere de un criterio. Un criterio a menudo formado durante bastantes años y, aun así, los criterios pueden diferir, si bien no demasiado. Dicho esto, vamos a ejemplificarlo empleando dos edificios de altura y programa similar, ambos proyectados por arquitectos e ingenieros de prestigio y ambos levantados en la misma ciudad, en la misma calle y no demasiado lejos el uno del otro: la torre del BBVA (cuya denominación actual es Castellana 81) y las Torres KIO (cuyo nombre oficial es Puerta de Europa). Pese a lo análogo del planteamiento, ambas cuentan historias muy distintas sobre lo que significa la buena y la mala arquitectura. Y lo hacen con la elocuencia de quien ha visto pasar décadas de cambios urbanos, crisis económicas y modas arquitectónicas que no deberían ser efímeras, pero con demasiada frecuencia lo son.

El arquitecto Philip Johnson junto a la maqueta de las torres KIO (1996).

Empecemos por las Torres KIO. Diseñadas por Philip Johnson en los años noventa, su gesto es impactante: dos prismas de vidrio que se inclinan creando la ilusión de un arco moderno, esa “Puerta” a la que alude. Suena bien sobre el papel. Pero aquí está el detalle: lo que en la teoría era un símbolo audaz, en la práctica se convirtió en un rompecabezas de problemas. Para empezar, esa inclinación no respondía a ninguna necesidad urbana; fue un capricho formal, como ponerse tacones para correr una maratón. Y las consecuencias fueron tan brutales como correr una maratón en tacones: cimentaciones descomunales que no trabajan a compresión sino a tracción, porque deben sujetar el vuelco de la torre; ascensores que solo cubren la mitad del edificio, algo perfectamente absurdo en una torre de solo 26 plantas; y espacios de oficina que son todos distintos entre sí porque, precisamente, los núcleos de los ascensores aparecen en distintos lugares de cada planta, lo cual, sumado a que la sección de esos espacios es trapezoidal, provoca no pocos quebraderos de cabeza cuando te toca el escritorio que está cerca de una de las dos fachadas inclinadas.

Lo que iba a ser un icono posmoderno acabó siendo un manual de “qué no hacer” en arquitectura. Y eso que Johnson no era ningún principiante: fue uno de los padrinos del Movimiento Moderno, pero aquí pareció olvidar lo de que la forma sigue a la función. Al menos contó con el ingeniero Leslie Robertson (nada menos que el de las Torres Gemelas) para desfacer su entuerto estructural.

Vista de Madrid desde el edificio Torres Blancas, rascacielos obra del arquitecto Javier Sáenz de Oiza en Madrid. A la izquierda de la imagen, al fondo, se ven las torres KIO (2024).

Unos dos kilómetros Castellana abajo se encuentra la Torre BBVA, de Francisco Javier Sáenz de Oiza. A primera vista parece más convencional: un prisma recto con esquinas redondeadas. Pero aquí la magia está en los detalles. Oiza partió de una idea sencilla –un rascacielos es, básicamente, muchas plantas apiladas–, pero la ejecutó con una inteligencia que hoy sigue sorprendiendo. Por ejemplo: ¿cómo construir 28 plantas sobre los túneles subterráneos del tren? En vez de pelear contra el terreno, abrazó el reto. Junto al ingeniero Javier Manterola, uno de los mejores del mundo y colaborador habitual de Oiza en esa época, diseñó dos núcleos que esquivasen esos túneles. Pero, además, dividieron la torre en seis módulos independientes de cinco plantas cada uno, como cajas apiladas que se sostienen solas porque solo el forjado interior de cada módulo se apoya en los núcleos principales, mientras que cada una de las otras cuatro plantas se sujeta con pilares metálicos muy esbeltos. Esto permite que las plantas sean prácticamente diáfanas. Algo que se cumple de forma literal en uno de cada cinco niveles, pues allí no hay ningún pilar que moleste a la distribución, solo los núcleos de ascensores y escaleras. Pero además, esta división de la torre en seis cajas independientes crea un ritmo único en la fachada: con niveles más altos –los que sujetan cada caja– y bandas opacas en las plantas de instalaciones. Una solución elegante que le confiere personalidad.

La Torre BBVA, en el paseo de la Castellana de Madrid, es obra del arquitecto Javier Sáenz de Oiza y fue declarada bien de interés cultural (BIC).

Esto lleva a la diferencia entre dos parejas de adjetivos que parecen sinónimos pero que, en realidad, son antónimos: sencillo y simple, complejo y complicado.

Las KIO son el paradigma de lo simple y complicado. Simple, porque su idea se agota en el gesto de inclinarse. No hay escala, no hay nada más allá de la inclinación; y complicado, porque ese gesto generó un montón de problemas que luego tuvo que resolver, y no siempre lo hizo bien. La torre del BBVA, en cambio, es sencilla y compleja. Sencilla porque apela a la concepción clásica del rascacielos y la enseña sin pudor. Y compleja porque responde a un análisis profundo de las necesidades funcionales del edificio, del contexto urbano y social y de los problemas preexistentes; y se adapta para resolverlos con una miríada de matices. Para entender la enorme cantidad de soluciones delicadas que tiene el edificio hay que fijarse en los vidrios curvos de las aristas. No son un capricho, sirven para enseñar en fachada la continuidad interior del espacio. De igual manera, las viseras que circundan el exterior de cada planta no solo funcionan como parasoles, sino que permiten que el trabajo de limpiacristales no necesite de aparatosas góndolas colgadas de la cubierta: basta con salir a la pasarela con un trapo y Cristasol. Algo necesario cuando nos encontramos con la que quizá es la solución más refinada del edificio: la fachada oeste. En el verano madrileño, la orientación oeste es muy dura. El sol incide demasiado y hace demasiado calor. ¿Cómo soluciona Oiza ese problema en una torre, edificio que se define por que sus cuatro lados son esencialmente iguales? Pues poniéndole a esa fachada unas gafas de sol. Un doble vidrio exterior tintado que sirve para atenuar el durísimo sol de poniente y al que el arquitecto llamaba literalmente Ray-Ban.

Un obrero trabaja en el cableado que soporta las plataformas preparadas para limpiar los cristales en las torres KIO (1995).

Pero hay algo más. Los edificios también son espejos de su época. Las KIO se construyeron en plena fiebre especulativa de los años noventa, cuando se priorizaba el impacto visual sobre el sentido común. Su arquitectura es la de las fotos aéreas y los titulares brillantes, no la de las personas que pasan ocho horas diarias en sus oficinas. La torre del BBVA, en cambio, responde a ese momento de la Transición española en la que la nación quería mostrarse al exterior como un país moderno, miembro de pleno derecho del panorama internacional. En este sentido, Oiza entendió enseguida que la sede central de un banco, y más si iba a ser una torre, tenía que poder mirar a los ojos a las sedes de los mayores bancos del mundo. Y así, regaló a sus clientes un rascacielos que, al margen de la altura, no desentonaría en absoluto en Manhattan. La torre del BBVA es un edificio tan bueno como el Seagram o el rascacielos de Citigroup.

Vista de la zona de Azca, en Madrid, con la Torre Picasso, la torre del BBVA y las Cuatro torres (2003).

¿Significa esto que es un edificio perfecto? Por supuesto que no. La perfección no existe, ni en arquitectura ni en ninguna disciplina. Por ejemplo, el uso del acero corten en la fachada dio muchos problemas de limpieza y la propia forma curva de las aristas hace que los vidrios que las cubren sean carísimos. Pero las ventajas superan a los problemas. Tanto a los problemas que venían con el lugar como los que generaron las propias decisiones arquitectónicas.

Por eso, comparar la torre del BBVA con las Torres KIO es como comparar un buen reloj automático con una máquina de Rube Goldberg: ambos tienen mecanismos intrincados, pero uno sirve para dar la hora con precisión, y el otro para dejarte con la boca abierta y las manos vacías. Y de eso va también la belleza, de discriminar lo genuino de lo superficial, de entender todo lo que hace de un edificio, de una creación, algo bello. Como decía Juan Miguel Hernández de León – profesor de estética ni más ni menos– cuando un alumno le espetaba lo de que de gustos no hay nada escrito: “De gustos se han escrito miles de libros, lo que pasa es que usted no ha leído ninguno”.

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Sobre la firma

Pedro Torrijos
Pedro Torrijos es escritor, arquitecto y crítico cultural. Es director del podcast del Museo ICO y colaborador habitual en medios. Sus últimos libros son 'Territorios improbables', 'Atlas de lugares extraordinarios' y 'La tormenta de cristal'.
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