El gran festín de las sardinas
Un menú monográfico en el Club de Playa de Finca Cortesín, en la provincia de Málaga
Me bastaron algunas fotografías colgadas en Instagram por mi amigo Carlos Mateos para liberar un torrente de endorfinas. ¿Un menú monotemático alrededor de las sardinas? No podía creérmelo. ¿Cómo era posible que alguien tuviera la audacia de realizar un homenaje gastronómico a uno de mis pescados favoritos? Telefoneé a Lutz Bösing, cocinero jefe de Finca Cortesín, en Bahía de Casares (Málaga), quien me respondió enseguida: “Estamos en periodo de pruebas, nuestra intención es consolidar el menú en nuestro Club de Playa pensando en la próxima temporada, ahora lo servimos por encargo con una antelación de 48 horas. Necesitamos tiempo para prepararlo. El precio es de 40 euros por persona”.
Una vez en la mesa me sorprendió que en el listado no figurasen los espetos de sardinas. Me entusiasma esta técnica malagueña, pero debemos reconocerlo: hay vida más allá de los espetos. Quien rastree los libros de cocina tradicionales españoles comprobará que por recetas, historia, literatura y transacciones económicas, junto con el bacalao y el atún las sardinas componen la gran trilogía de nuestras especies marinas enciclopédicas.
Entre las especialidades que nos anunciaba Lutz figuraban algunas visceralmente andaluzas: en adobo, al ajillo, a la moruna, en fritura, y a la teja. En paralelo, otras de cuño sutilmente creativo. Aquello prometía.
¿Por qué motivos una iniciativa semejante había partido de un chef alemán y no de un cocinero autóctono? Lutz Bösing no es un advenedizo, sino un gran profesional que lleva 25 años en España, primero ejerciendo en La Bobadilla y desde hace una década en Finca Cortesín como responsable de El Jardín de Lutz y otros servicios de restauración del complejo. Su español con acento andaluz se explica porque su esposa es oriunda de Iznájar (Córdoba). No solo domina las recetas regionales españolas, sino que controla la alta cocina clásica con la que hace alarde de sus depurados conocimientos técnicos.
Desde el comienzo del menú las sorpresas comenzaron a sucederse. Hasta que llegaron a nuestra mesa las sardinas a la teja, en el resto de los platos los lomos de estos pescados se presentaron rigurosamente desespinados. Ni un rastro de escamas, ni de las finísimas agujas que poseen alrededor de la tripa. Nada.
Recordé entonces un comentario del cocinero y mejor periodista Anthony Bourdain en su libro Crudo (Planeta Gastro): "El cliente debe entender que, en cualquier restaurante, no solo está pagando por lo que le ponen en el plato, sino por todo lo que no le ponen: las espinas, la piel, la grasa, esos restos que el chef sí ha pagado al peso. (…) ¿Una escama transparente adherida a un pescado? Inconcebible".
Comenzamos con unos lomos limpios enrollados dispuestos sobre hojas de lechuga. Por todo aliño, jugo de ají amarillo y zumo de naranja. Al mismo tiempo, sardinas en tartar con tropezones de remolacha asada, segundo bocado, magnífico, ácido y aromático, ambos para degustar con las manos. Enseguida, unos lomos en escabeche sin ninguna relación con los tradicionales. El vinagre había sido sustituido por zumo de cítricos y las verduras se asemejaban a encurtidos.
Así hasta que llegó la cuarta y más sugerente de las propuestas, lomos de sardinas marinadas, en compañía de higos, tomates y aceitunas. Lo que parecía una caprichosa frivolidad del chef se convertía en acierto pleno una vez en la boca. Sensaciones yodadas, dulces y saladas. Sin duda, uno de los bombazos de aquel insólito desfile. Tras el rutinario cambio de platos llegarían los lomos de sardinas fritas en adobo en los que el sabor del pescado se sobreponía al potente gusto del marinado previo. Impecable.
Rebasado el ecuador del menú irrumpió el plato estrella, los lomos de las sardinas al ajillo. Limpios, cocinados en su punto, bañados por el refrito de aceite con guindilla y ajos, y –lo más llamativo– coronados por las raspas de las sardinas fritas. Algo similar a lo que bastantes años atrás proponía el gran Josep Mercader en el Hotel Ampurdán de Figueras con las raspas de las anchoas. Una suerte de torreznos del propio pez superpuestos a los lomos frescos con ajos fritos que se deshacían en la boca.
La cazuela de sardinas a la moruna que siguió, receta tradicional sobre un sofrito de tomates y cebolla, fiel trasunto de la famosa hurta a la roteña no desmerecía un ápice. Al fin y al cabo, se trataba de un combinación ganadora, pescado azul en salsa de tomate. En el tramo final aguardaban las sardinas a la teja, receta tradicional que desde hacía mucho tiempo no probaba. Sobre una teja de construcción, forrada en su parte cóncava por una hoja de higuera se habían colocado los pescados aderezados con pellizcos de sal gorda. Por supuesto, con sus tripas y espinas intactas. Una vez hechas al horno el tiempo justo las sardinas a la teja parecen asadas a la parrilla.
Con aquel plato recordé de nuevo las palabras de Bourdain. ¿Cuántas horas había empleado el equipo de Lutz en desespinar y limpiar las sardinas? ¿Cuál era el coste real de aquellos platos?
Desmerecieron las manolitas, pequeñas, inconsistentes, rebozadas y fritas, faltas de chispa, que Lutz nos añadió de propina para que observáramos las diferencias. No fue la mejor receta, en absoluto.
Llegamos al final después de disfrutar de un auténtico pelotazo de omega-3 alternando las manos con los cubiertos. ¿Cuanto tiempo nos iba a acompañar el olor a sardinas? Si a alguien le importa que se abstenga de estos suculentos pescaditos.
Una vez más vinieron a mi memoria los irónicos comentarios de Julio Camba en su libro La Casa de Lúculo: “Una sardina, una sola, es todo el mar, a pesar de lo cual yo le recomendaré al lector que no se coma nunca menos de una docena… Las sardinas asadas saben muy bien, pero saben demasiado tiempo. Después de comerlas uno tiene la sensación de haberse envilecido para toda la vida y todos los perfumes de Arabia serán insuficientes para purificar nuestras manos…”.
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