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el atlas de pandora
Columna
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Breve historia del no

Irene Vallejo

Tendemos a mirar a los clásicos como centinelas de ortodoxias, pero muchos fueron transgresores y perseguidos

Atacar estatuas y bajar a ciertos personajes del pedestal puede parecer posmoderno, pero es en realidad una tradición antiquísima. Los romanos, gente práctica y consciente del precio del mármol, inventaron hace milenios el reciclaje de monumentos, sustituyendo una cabeza por otra según intereses propagandísticos. El ególatra emperador Nerón hizo erigir una colosal escultura suya que dio nombre al Coliseo; cuando murió, Vespasiano la reconvirtió en el dios Sol; más tarde, Cómodo mandó decapitar al astro rey y colocar sobre el cuello rebanado su propio retrato, que correría a su vez una suerte similar. La costumbre tenía su versión doméstica: los bustos de las damas se esculpían en varias piezas, con peinados de quita y pon que se adaptaban a la moda imperante.

Milenios después, incluso en estos tiempos líquidos, seguimos enfrentándonos por el destino de las piedras, y nuestros tótems son aún objeto de debate. Una estatua de Cervantes fue embadurnada en San Francisco con pintura roja y la palabra “bastardo”. El adjetivo podría ser apropiado para su literatura mestiza y promiscua, pero los motivos del ataque son un disparatado entuerto. Cuando el escritor quiso emigrar a América con 42 años, el Consejo de Indias le prohibió embarcar. Su vida era por entonces un compendio de fracasos: a los 24 perdió la mano en Lepanto; durante un lustro fue prisionero en Argel; sus intentos de fuga acabaron mal; y de vuelta a España conoció sórdidos oficios, procesos judiciales, la excomunión y la cárcel.

Tendemos a mirar a los clásicos como centinelas de tradiciones y ortodoxias, olvidando que muchos fueron en su tiempo transgresores, escandalosos y perseguidos. Cervantes, varias veces cautivo, sentía un insobornable amor por la libertad, y transmitió esa pasión a sus personajes, también femeninos. En la primera parte del Quijote, el caballero andante topa con el cortejo fúnebre de Grisóstomo, un joven que se había suicidado, incapaz de soportar el rechazo de la bella Marcela. Entre lamentos, la culpan de la muerte del amigo: “Quiso bien, fue aborrecido; rogó a una fiera, importunó al mármol, corrió tras el viento, sirvió a la ingratitud”. Sobre una peña, la propia Marcela defiende su versión de la historia: nadie está obligado a amar, tampoco una mujer. “Tengo libre condición y no gusto de sujetarme”. Acabado su discurso, vuelve sola a los caminos montañeses, y, cuando algunos intentan perseguirla, don Quijote empuña su espada y desafía a quien se atreva a molestarla.

Con ese gesto revolucionario, Cervantes se enfrentó a una larguísima tradición que inculcaba a las jóvenes la obligación de aceptar a sus pretendientes. “El purgatorio de la hermosura cruel” o “la bella dama sin piedad” son motivos recurrentes en la literatura medieval y renacentista. Como explica Peio H. Riaño en su libro Las invisibles, Boccaccio convirtió estas ideas en una fábula de atormentados fantasmas, que a su vez inspiró a Botticelli una serie de cuadros moralizantes hoy expuestos en el Prado. En un bosque, los comensales de un banquete contemplan con espanto a un jinete espectral que persigue a una mujer desnuda y aterrorizada: se abalanza sobre ella, le arranca el corazón y lo arroja a los perros. El caballero, según la leyenda, se suicidó porque su amada no le correspondía y, desde entonces, la joven está condenada a sufrir cada viernes la sangrienta ceremonia. El anfitrión ha organizado el banquete para que presencie el castigo una dama que lo rechazó. Escarmentada, ella aprende el sí y accede al deseo ajeno. “Las mujeres deben desterrar toda crueldad de sus corazones”, sentencia el relato. Final feliz.

Nacida en las páginas del Quijote, Marcela es una criatura literaria que no se resigna: razona y protesta. Con el valiente discurso de una mujer decidida a ser libre, su autor rompió tabúes y atacó el viejo edificio de las culpas —una rebeldía mucho más moderna que el antiquísimo ritual de derribar estatuas—. Los personajes bastardos de Cervantes nos enseñan a tomar partido por los locos cargados de razón, por el no de las niñas, por pobres diablos con momentos divinos.

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