Días de pandemia en La Zarzuela
Esta es la crónica de cómo se ha vivido la crisis de la covid-19 en la Jefatura del Estado, del reto de ser Rey en tiempos excepcionales. Y también de dos meses y medio de confinamiento en el hogar de un matrimonio con dos hijas.
Este abril ha sido uno de los más lluviosos que se recuerda en Madrid. La naturaleza está en todo su esplendor. El camino que conduce desde el primer control de seguridad de La Zarzuela hasta el palacio aparece bordeado por una espléndida vegetación y por ciervos que lo atraviesan con parsimonia. Aquí en apariencia nunca cambia nada. Pero en la entrada de la Jefatura del Estado ya se detecta que no es lo mismo. Los circunspectos guardias civiles van cubiertos con mascarillas y guantes negros de látex. El DNI se entrega al agente con el brazo al máximo de su extensión para mantener la distancia social. El coche gris híbrido que te transporta desde ese punto de vigilancia hasta el corazón del complejo real, oculto en el inmenso monte de El Pardo, propiedad de Patrimonio Nacional, incorpora mamparas de separación de metacrilato. El silencioso conductor uniformado que no abre la boca ante un mínimo intento de charla lleva la mascarilla ajustada hasta cortarle la respiración.
Circulamos lento y en soledad en un ambiente que produce somnolencia. Cuatro kilómetros más adelante, casi al final del recorrido, se adivinan entre las copas de los árboles las tejas de la casa de los Reyes colgada en un promontorio a un kilómetro del palacio. Es el inmueble más invisible dentro de la invisibilidad que impera en este lugar. El lugar más hermético de La Zarzuela. Nunca se emplea para actos oficiales. Apenas para alguna tímida grabación sobre su vida diaria. Se pretende que sea un hogar en el que vive una familia de cuatro. Más aún en tiempos de pandemia. Aseguran en este lugar que sus moradores “son muy de respetar los dictados de las autoridades, y en este caso eso quiere decir que abuelos, primos y demás familia, cada uno en su casa”.
Una familia que lleva confinada desde el 13 de marzo con mínimas y muy meditadas salidas oficiales (solo diez, de las que cinco las ha realizado el Rey en solitario hasta el 20 de mayo y una la Reina sola, a la Cruz Roja). Que se levanta a las 7.30 y come pasadas las dos de la tarde. Y donde cada uno de sus miembros afronta en este tiempo extraño la misión que tiene encomendada, ya sea por la Constitución, por la vida o por su edad: entrevistarse con el presidente del Gobierno (hoy es martes, día de despacho, y lo harán telemáticamente, como durante toda la crisis); apoyar, por parte de la Reina y por videoconferencia, a una fundación de daño cerebral o, en el caso de sus hijas adolescentes, sacar adelante la ESO con el colegio cerrado desde el día 11 de marzo, pero conectándose con él desde primeras horas de la mañana. Sin ninguna ayuda escolar extra, pero con unos padres que intentan echarles una mano en las tareas en inglés, un comentario de texto o una presentación de historia. Y una madre que se afana en que no estén todo el día enganchadas a la tableta y lean libros e, incluso, se sumerjan en la cocina. Algo que la hija pequeña, Sofía, borda. Es una familia que habla mucho, se acuesta temprano y, si no hay ningún contratiempo, termina la jornada con una película. Cada noche elige el título uno de sus miembros. Es una batalla entre aficionados al cine: una hija apuesta por las sagas de Marvel y Star Wars; otra, por dramas y ciencia-ficción; el padre, por la acción y los thrillers. Y la madre desempeña el papel de intelectual intentando sugerir títulos más culturetas. No siempre se impone.
Alguien que los conoce relata su estado de ánimo durante este tiempo de pandemia y aislamiento: “Como todas las familias de este país, en estos dos meses muy largos han estado (y están) más juntos que nunca. El padre, la madre y las hijas. Solos. Con la misma sensación que se está viviendo en todas las casas de este país: de mayor unión, de ser un equipo, de tirar para adelante. Y el mismo desasosiego que el resto, ante las circunstancias que se iban viviendo durante estas 10 semanas”.
Han pasado momentos especialmente tristes, como cuando salió a la luz la situación dramática de los ancianos en algunas residencias: “Les dejó con un desaliento y una tristeza hondos; les duró mucho tiempo esa sensación amarga y ese nudo en la garganta”. Eran aquellos días, a comienzos de abril, en que se contabilizaban más de 900 fallecidos cada jornada. Y muchos directores de hospital de toda España les explicaban día y noche por videoconferencia, sobre el terreno, en tiempo real, que las estaban pasando canutas, que tenían un millar de ingresos diarios; que estaban sobrepasados. Y sin embargo, cuentan en La Zarzuela, esos sanitarios les atendían con entereza y el mejor de sus ánimos. Y les pedían que en el futuro lucharan por la “atención primaria”. En este tiempo, los Reyes han hablado con más de 50 hospitales de todas las comunidades autónomas. Charlas largas que les han proporcionado un mapa muy preciso de la evolución de la pandemia por tiempos y territorios. Y sin filtros. Los Reyes, sus interlocutores y un bloc de notas. Ninguna de esas llamadas se ha grabado.
Antes de llegar a nuestro destino se cruza un puentecillo de piedra sobre el casi desbordado por las lluvias arroyo Trofa. Aquí hay otro punto de control. Esta vez, a cargo de la Guardia Real. Hay muchos menos guardias que en otras ocasiones. Gran parte de sus 1.500 efectivos ya no rinden honores a cada paso ceremonial que da el Rey; están en la calle, desinfectando residencias y luchando contra el coronavirus en el marco de la Operación Balmis. Felipe VI lo decidió el 23 de marzo durante una entrevista con la ministra de Defensa, Margarita Robles. Y unos días después hizo lo propio con los miembros del Servicio de Seguridad de la Jefatura del Estado, compuesto según diversas fuentes (porque la Casa del Rey no aporta datos) por más de 300 escoltas, policías y guardias civiles.
Cuando el Rey envió a su guardia y escoltas a trabajar contra el virus trataba de enviar un mensaje de solidaridad en el marco de la política de gestos con la que se comunica la Monarquía española, una institución que rara vez emite comunicados y casi nunca afirma ni desmiente. El Jemad, general del Aire Miguel Ángel Villarroya, declaró con tono marcial el 23 de marzo que con ese acto “el Rey demostraba ser el primer soldado de España”. Se equivocaba. Lo que Felipe VI intentaba demostrar con esa decisión, como con todas las de estos meses de crisis (gente que ha visto, palabras que ha proferido, líderes mundiales políticos y económicos con los que se ha entrevistado, hospitales a los que ha llamado, consultas que ha hecho a científicos, peticiones que ha trasladado a empresarios), es que está al lado de la gente. Su gran preocupación es el “día después”; los problemas que esta pandemia va a provocar entre los ciudadanos más desfavorecidos cuando todo acabe. Una fuente de su entorno explica: “Ha analizado una y mil veces de qué modo se podía poner en valor lo que tantas entidades están haciendo ante el empobrecimiento de miles de personas que ya eran muy vulnerables y van a ver aún más debilitada su capacidad para salir adelante. Y ver lo que puede hacer como Jefe de Estado ante la tragedia de esos autónomos que no cobraron su salario completo en marzo, ni han cobrado en abril y están a la espera de mayo. Y todos los que aguardan sus ERTE”. Como comenta alguien que conoce bien al Rey: “Desde que abre los ojos hasta que los cierra, no deja de pensar y maquinar cómo, con las herramientas que tiene, puede conseguir que las cosas vayan mejor para los españoles. Y no lo hace por un interés personal ni político. Sino por sentido del deber. Es su trabajo. Es su vida”.
El 13 de marzo, el Rey ya se había puesto en “modo virus”, comenzado a realizar llamadas y a sumergirse en la crisis
El destino final del recorrido por esta inmensa finca donde está enclavada La Zarzuela concluye en el edificio de Magnolias, una construcción de ladrillo de 2.600 metros cuadrados que fue proyectada en 1987. Aquí se encuentra la estructura de apoyo directo al jefe del Estado, conectada con el palacio por un túnel y una escalera. El despacho del Rey está a tres minutos. Magnolias es como el edificio de Semillas de La Moncloa, que alberga el Gabinete del Presidente, su jugo de neuronas. En La Zarzuela son un centenar de personas, muchos funcionarios de carrera, y con abundancia de militares y guardias civiles, que gestionan su agenda, escriben sus discursos, preparan sus visitas, contestan su correo, atienden a los medios, le informan, asesoran y ayudan a tomar las decisiones más graves. Y, sobre todo, engrasan la relación entre La Zarzuela y La Moncloa. Dos legitimidades constitucionales obligadas a entenderse. Son los funcionarios más herméticos de la Administración española. Miden sus palabras al milímetro. Al frente de este equipo está el adusto abogado del Estado Jaime Alfonsín, de 64 años, al lado de don Felipe desde que este era un veinteañero. La media de edad de ese equipo es de 61 años. La mayoría ha hecho toda su carrera aquí.
El edificio de Magnolias está más silencioso que nunca. A la entrada, dos bedeles en chaquetilla blanca y zapatos de militar como espejos abren solícitos las puertas. Más allá, una fría semipenumbra de salones vacíos, una decoración pretenciosamente de clase alta madrileña y un silencio sepulcral. No se escuchan voces ni pasos. Menos de un tercio del equipo del Rey se encuentra en sus puestos. El resto teletrabaja desde el día 13 de marzo. La Zarzuela está en cuadro. Sin embargo, el jefe de la Casa, el secretario general y los seis directores más involucrados (entre ellos, Protocolo, Coordinación y Comunicación) se encuentran aquí. Llegan a las ocho de la mañana. A las nueve tienen la primera reunión. Y con el resumen digital de prensa que prepara la Casa ya leído. Esta reunión diaria es una novedad, antes solo se hacía los viernes. Su sala de juntas es peculiar: un enorme salón con lámparas de araña y suelo de mármol con espacio suficiente para mantenerse a la distancia social reglamentaria. Se sientan en círculo en incómodas sillas estilo Imperio. Se analiza la agenda del día anterior, se repasa la del actual y se prepara la de los siguientes. Comen de máquina. No todos ven al Rey a diario. Es Alfonsín el único que despacha con él cada mañana. Es la correa de transmisión con el director del Gabinete del Presidente y el secretario general de la Presidencia. Es en La Moncloa donde se da el visto bueno o “se mete cuchara” a todas las palabras del Rey y de la Reina, por inofensivos que parezcan, porque “no se puede olvidar que se trata de la Jefatura del Estado”. En el caso del mensaje de Felipe VI durante la crisis del referéndum en Cataluña, el 3 de octubre de 2017, fue suyo. Nadie le corrigió una coma en La Moncloa de la era Rajoy.
El 13 de marzo, a las 15.15, el presidente Pedro Sánchez se dirigía a una audiencia de 18 millones de espectadores con estas palabras: “En el día de hoy, acabo de comunicar al jefe del Estado la celebración, mañana, de un Consejo de Ministros extraordinario para decretar el estado de alarma en todo nuestro país”. Había 120 muertos. Esa tarde se encendieron las alarmas en La Zarzuela. La situación era compleja. No se había dado una crisis nacional de esa magnitud desde la Guerra Civil. Se carecía de hoja de ruta. ¿Cómo debe afrontar un jefe de Estado que reina pero no gobierna una crisis sanitaria, económica y social de tal magnitud? ¿Cuál debe ser su agenda? ¿Debe salir? ¿Debe dirigirse a los españoles? ¿Debe presidir los Consejos de Ministros? ¿Se debe involucrar en alguna actividad? ¿Tiene que entrometerse? ¿Con quién tiene que hablar y con quién no? ¿Tiene que aparecer con su familia? ¿Tiene que aparecer su consorte haciendo galletas junto a sus hijas? ¿Cómo se interpretaría política y socialmente cada acción que emprendiera? ¿Cómo conseguir que nadie se quejara? ¿Cómo conseguir un equilibrio territorial, sectorial, político, cultural y de oportunidad en el conjunto de sus actos, iniciativas y audiencias?
El 13 de marzo, la Casa del Rey (y el propio Rey) carecían de manual de instrucciones. Y tampoco era el mejor momento para la Monarquía española. Desde hacía años pendía sobre Felipe VI y la institución que encabeza la espada de Damocles de las finanzas de su padre, del rey emérito, Juan Carlos de Borbón, de 82 años. Desde hace tiempo, las relaciones entre el padre y el hijo no son las mejores posibles. La última vez que se vieron en público fue durante el funeral de la infanta Pilar, el 28 de enero, en El Escorial. Iban de luto. Su saludo fue protocolario. Y el viejo Rey miró de reojo, con la cabeza caída, ensimismado, cómo su hijo, el jefe del Estado, se alejaba de él con frialdad.
La semana previa a la declaración del estado de alarma, justo cuando se iniciaba el goteo de contagiados y de muertes y la situación comenzaba a estar fuera de control para el Gobierno, los Reyes no pararon. En especial, la Reina. Repasar las imágenes de esos días sabiendo lo que hoy sabemos de la covid-19 causa estupefacción. No se eliminó ni un acto de su agenda. Ni siquiera un viaje a París el día 11 de marzo que el presidente francés, Emmanuel Macron (amigo personal de la pareja), no quiso suspender: a las puertas del Elíseo, se saludaron sin apretones de manos ni besos. Todas las apariciones de los Reyes esa semana fueron multitudinarias. Un acto con los embajadores de la Marca España en el viejo palacio de El Pardo; una final de fútbol femenino plagada de gritos y sudor en un repleto polideportivo salmantino (el mismo día de la cuestionada manifestación feminista del 8-M); un encuentro rebosante de asistentes con la Federación Española de Enfermedades Raras… Y todos intentando fotografiar, tocar y abrazarlos. El paisaje habitual.
Pero fue el 6 de marzo el que más dio de sí. Y encendió la mecha de los siguientes acontecimientos en La Zarzuela. Doña Letizia se reunía esa mañana en las aulas de la Uned, en el corazón del barrio de Lavapiés, en Madrid, con las profesionales de la Asociación para la Prevención, Reinserción y Atención a la Mujer Prostituida (Apramp), una ONG a la que ya había convocado a La Zarzuela en junio de 2018 y con la que mantiene un estrecho contacto. Aquella mañana plagada de fotógrafos tenía un morbo añadido: su "ministra de jornada" era Irene Montero, titular desde enero de la cartera de Igualdad y líder de Podemos, una formación muy crítica con la Monarquía. ¿Habría sangre? ¿Habría foto? La reunión de trabajo se celebró a puerta cerrada con Montero codo con codo con la Reina. Fue larga. Todo fluyó. Al salir, según alguien en las tripas del acto, “se despidieron con el beso habitual que da la Reina en casos similares a las ministras, secretarias de Estado o directoras generales que asisten. Se había comenzado a sugerir en medios oficiales que quizá sería bueno evitar besos y apretones de manos (ese día ya había cinco fallecidos), pero ninguna de las dos se atrevió a dejar de hacerlo, porque se iba a interpretar como un gesto desagradable de una a la otra y viceversa. Algo que no ocurrió y nunca se ha dado entre los Reyes y los ministros de lo que sea y del partido que sean. Todo transcurre siempre dentro de la corrección constitucional. Es su trabajo. Y luego detrás de las cámaras puede haber más o menos cordialidad, pero siempre absoluta corrección, empezando por Podemos”, aseguran.
Seis días más tarde, el jueves 12 de marzo, estallaba la bomba. La Moncloa anunciaba a primera hora de la mañana que la ministra Irene Montero había dado positivo en el test del coronavirus. Y empezaban los días más difíciles del reinado de Felipe IV. En solo seis años, le ha tocado bregar con cuatro elecciones generales (dos de ellas repetidas), ocho rondas de consultas con los líderes políticos, la moción de censura contra Mariano Rajoy, un Gobierno débil de coalición con uno de sus socios refractario a la Monarquía y el interminable proceso secesionista en Cataluña. Sin olvidar el juicio y la prisión de su cuñado Iñaki Urdangarin y las continuas informaciones sobre las actividades de su padre, con cuentas privadas en paraísos fiscales e ingresos de dudosa procedencia. A esas dos cuestiones más personales, Felipe de Borbón estaría obligado a enfrentarse como jefe de Estado y no como miembro de una familia.
En enero de 2015, seis meses después de su proclamación, ya había redactado una rígida normativa sobre los regalos que podían recibir los miembros de la familia real que dictaba en su artículo 6: “No aceptarán préstamos sin interés o con interés inferior al normal del mercado, ni regalos de dinero. En este último caso se procederá a su devolución o a ser donado a una entidad sin ánimo de lucro que persiga fines de interés general”. A partir de ese momento llegaría el distanciamiento con su hermana Cristina (a la que revocó el título de duquesa de Palma en junio de 2015) y de su propio padre.
No ha sido un reinado fácil para Felipe de Borbón. Y nadie prevé que la cosa vaya a mejorar. Los periodistas que investigan las finanzas del rey emérito en España, Suiza y el Reino Unido confirman que van a seguir saliendo cosas a la luz. También lo tienen muy claro en ese hogar de La Zarzuela. Y que cualquier acción de Felipe VI como jefe de Estado va a quedar ensombrecida por esa situación judicial.
En la misma mañana en que Montero daba positivo, el médico militar de La Zarzuela practicó a los Reyes el test del nuevo coronavirus. No tuvieron los resultados hasta primera hora del 13 de marzo. Ninguno de los dos daba positivo. Sin embargo, se decidió que la Reina mantuviera dos semanas de cuarentena en su domicilio, no aislada, pero sin salir de casa ni relacionarse con nadie de fuera durante dos semanas, hasta el día 26, por si se trataba de un falso negativo. Lo cumplió a rajatabla. Ni siquiera bajó durante ese tiempo a su despacho oficial de La Zarzuela, donde entra todas las mañanas a las nueve. Es en una salita anexa, luminosa, blanca y minimalista, donde realiza las videoconferencias. A mediados de mayo ya había realizado más de 60 dentro de lo que ella llama su especialización: cultura, sociedad, dependencia, violencia machista, cáncer, enfermedades raras, alimentación e infancia. Duran en torno a una hora. “En ellas no se exige más protocolo que la educación”.
Pero entre el día 12 y el 16 de marzo no hubo ni un solo acto en la agenda de los Reyes. El Rey tampoco salió de los límites del monte de El Pardo hasta su visita por sorpresa y sin periodistas al hospital de campaña de Ifema, el día 26 de ese mes. Sin embargo, el día 13 ya se había puesto en “modo virus”, comenzado a realizar llamadas y sumergiéndose totalmente en la crisis, un estado de ánimo del que no se ha escapado. “Se mantiene en continuo contacto con todo tipo de personas vinculadas a la gestión de la pandemia, estén donde estén. Hoy, en su casa, se habla a todas horas del virus. Son las únicas conversaciones que escuchan sus hijas”.
El día 14 de marzo se cerró España. Y también apareció publicada en la prensa británica, en The Telegraph, la exclusiva de que Felipe VI era beneficiario de una de las fundaciones creadas en paraísos fiscales por su padre con un patrimonio de 65 millones de euros procedentes, al parecer, de Arabia Saudí. Su equipo de La Zarzuela sabía que esa información estaba al caer. Así se lo habían confirmado los periodistas de The Telegraph y EL PAÍS (que llevaba meses detrás del tema) por email; querían conocer la respuesta del Rey. Pero La Zarzuela no contestó. ¿Por qué? “Porque era un asunto judicializado en el que no podíamos entrar. Y porque no había constancia documental; ni un papel del banco, ingreso ni cuenta que lo confirmara. Se prefirió esperar”. En La Zarzuela siempre se toman su tiempo. Dicen que su ritmo se parece más al del Vaticano que al de la Casa Blanca. Aunque sea en asuntos en teoría banales. Por ejemplo, la decisión de que la princesa de Asturias y su hermana, la infanta Sofía, leyeran brevemente unos pasajes del Quijote ante las cámaras el 23 de abril para conmemorar el Día de Libro tardó cinco semanas en tomarse.
No se había dado una crisis nacional de esa magnitud desde la Guerra Civil. Se carecía de hoja de ruta en La Zarzuela
Aquel sábado 14 de marzo de exclusivas periodísticas, el equipo de La Zarzuela tuvo que cambiar de planes sobre la marcha y redactar esa misma tarde un extenso y duro comunicado de cuatro páginas que se lanzaría a la ciudadanía en la tarde del domingo 15 (el segundo día de confinamiento y cuando ya se contabilizaban 288 fallecidos), en el que Felipe VI se desvinculaba de las actividades de su padre (que afirmaba desconocer), renunciaba a su herencia económica (también en nombre de su hija), colocaba al rey emérito fuera del paraguas administrativo y legal de la Casa Real y le retiraba la asignación oficial de 194.232 euros anuales. El comunicado concluía con esta afirmación de don Juan Carlos: “Que de las dos fundaciones anteriormente citadas en ningún momento facilitó información a S. M. el Rey”. La elaborada redacción formal y jurídica del texto indicaba que se había preparado con suficiente tiempo. Desde hacía justo un año La Zarzuela era consciente de la que se avecinaba por boca de los abogados británicos de Corinna Larsen, la antigua amiga de don Juan Carlos.
¿Por qué se emitió ese comunicado coincidiendo con el inicio del confinamiento y en domingo? “En cuanto tuvimos constancia documental de las acusaciones del diario británico, no podíamos dejar ni un segundo que se extendiera la mínima duda de que Felipe VI era beneficiario de esas cuentas; había que actuar sin dilación; no podía haber ninguna sombra sobre su conducta; esa noticia no podía estar ni un segundo en la Red sin que hubiera una respuesta del Rey”, explican sus colaboradores. “¿Por qué lo sacamos ese día y no un año antes? Porque hasta ese fin de semana no tuvimos la certeza documental de esas acusaciones, un año antes carecíamos de esa constatación documental”.
Ese sábado el Rey tomó la decisión de desvincularse públicamente de cualquier asunto que le relacionara con su padre y que pudiera ser puesto en cuestión, como ya había hecho en privado un año antes, el 12 de marzo de 2019, ante un notario madrileño, exponiendo su intención de renunciar a la herencia de Juan Carlos de Borbón en el momento que falleciera (ahora legalmente no puede). Esas actuaciones financieras dudosas no entran en la cabeza de Felipe VI. Van en contra de su visión del mundo y de la “Monarquía renovada para un tiempo nuevo” que ha pretendido construir desde su proclamación, en junio de 2014.
El miércoles 18 de marzo hubo 598 muertos. A las cinco de la tarde se inició en la sala de audiencias de La Zarzuela una reunión del Rey con el presidente; los ministros de Sanidad, Defensa, Interior y Transportes y sus segundos, el Comité de Gestión Técnica del Coronavirus. Fue intensa. Se extendió hasta pasadas las 19.30. El Rey la dio por concluida con el tiempo justo para bajar corriendo hacia el salón de Magnolias y, sin cambiarse ni de corbata, grabar un mensaje a la nación, sin tiempo para repetir, que se emitiría a las nueve de la noche. No le acompañaban en esta ocasión la Reina ni sus hijas. Estaban confinadas.
No fue el mejor discurso del Rey. Ni siquiera en lo gestual. Fue presenciado por 14,6 millones de personas. Él y su equipo valoraron referirse en el texto a los asuntos de su padre, don Juan Carlos. Decidieron no hacerlo. No hubo la mínima mención, ante la perplejidad de muchos ciudadanos. “No se intentaba ocultar nada”, responde un miembro de la Casa del Rey, “pero no tenía ningún sentido hablar del Rey emérito en el marco de una terrible emergencia sanitaria, y más cuando lo había hecho con inmediatez, extensión y firmeza en el comunicado de tres días antes. No había más que decir. Y más aún cuando es un tema judicializado. El día 18 de marzo, el jefe del Estado se dirigía al país para darle su aliento contra la pandemia y decir a los españoles que estaba a su lado. No para hablar de los problemas de su padre”.
La activación total de La Zarzuela en tiempo de crisis no llegó hasta el 26 de marzo. Ese día el Rey salió a Ifema, la Reina comenzó sus videoconferencias y se puso en marcha una compleja agenda de contactos e iniciativas. Decenas de llamadas y videoconferencias con todos los sectores. Absolutamente todos. Y encuentros con 16 ministros (aunque se tardó más de un mes en recibir en La Zarzuela al primero de Podemos, Manuel Castells). Siempre con la idea de contar con información propia y directa de lo que estaba pasando en España y afinar el tiro. La utilidad de esas acciones del Rey es difícil de concretar. Nunca se sabe si sirven para algo. Porque se trata, como explica una persona de su entorno, “de un trabajo que supone ser correa de transmisión, generar confianza, mediar, cooperar y tejer complicidades para resolver los problemas de 48 millones de personas. Y hacerlo con una rectitud y ejemplaridad que para este Rey no es negociable”. Según otra persona de su entorno, “esa labor tiene mucho de soft power” (poder blando). Una diplomacia paralela que consiste en tener acceso rápido y directo a los más poderosos del planeta, Amancio Ortega, Jack Ma (el millonario chino propietario de Alibaba Group), el presidente de Huawei o de Microsoft. Y también a todos los monarcas del mundo (han hablado con la mayoría, desde la reina de Inglaterra hasta el emperador de Japón o el soberano de Marruecos). O de charlar con Donald y Melania Trump en una larga e intensa conversación el día 1 de abril en la que el presidente de Estados Unidos no paró de interrogar a los Reyes sobre el confinamiento y el cierre de la actividad económica; entre el mantenimiento de los negocios y la necesidad de evitar la expansión del virus. Era su preocupación. Y, de paso, desbloqueó la venta a España de un centenar de respiradores, en un momento en el que ya había 4.500 muertos por la covid-19 en Estados Unidos y podían ser necesarios allí.
No todo se basa en las relaciones planetarias con ministros y estadistas. Una de las grandes preocupaciones de los Reyes es, en estos momentos con la curva de contagios y fallecidos en caída libre, “la sostenibilidad de los colectivos que trabajan con los más desfavorecidos y les ayudan a que su vida tenga algo de calidad, por ejemplo, en materia de violencia de género. Si las subvenciones y ayudas y los conciertos con las comunidades autónomas de las organizaciones del tercer sector se interrumpen, ¿qué va a ser de ellos?”, se preguntan en el entorno de la Reina. Ese es su trabajo. Ser útiles. Aunque no siempre lo tengan fácil.
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