El policía que entrenaba niños sicarios en Ecuador
El cabo primero Wellington Anchundia fue capturado después de que en el teléfono de un niño sicario encontraran un video de cómo el agente le enseñaba a disparar un arma

Los ladridos roncos de los perros delatan que alguien ha entrado a la casa de bloque visto, pero es muy tarde: en la negra medianoche, un policía derriba con dos patadas brutales una cerca de madera cruda y llega a la puerta de la casa, en Jipijapa, una ciudad agrícola en la fértil provincia costera de Manabí, en Ecuador. Entra a una angosta sala, seguido de cuatro agentes más. “¡A ver!, ¿qué pasó?”, grita una mujer que apenas se abotona el short azul, mientras un hombre —en bóxer y con el torso desnundo— sale de un dormitorio. Los policías lo someten, tirándolo contra el piso. “¿Qué está pasando?, mi esposo no ha hecho nada”, grita otra mujer, golpeándose el muslo, desesperada. Detrás de ella, el llanto de tres niños aterrados se mezcla con el ruido de la televisión. “¿Cómo te llamas?”, le pregunta uno de los policías. El hombre levanta la cabeza y, mostrando la mejilla derecha, dice: “Wellington Bladimir Anchundia Ramírez”.
Los policías saben que han puesto contra el suelo a uno de los suyos: Anchundia es policía. Es la madrugada del 12 de diciembre de 2024, y el hombre en el suelo está siendo detenido por entrenar niños sicarios.
Cuatro meses antes, el 10 de agosto de 2024, dos adolescentes de 16 y 17 años, trigueños, de media altura como la mayoría de los ecuatorianos y pies descalzos como tantos otros, que podrían estar en el último año de colegio, están en un retén policial. Son fotografiados de espaldas por la Policía.
Han sido capturados por un delito atroz: mientras huían en moto después de asesinar a balazos a una persona y herir a otras en una pastelería. Seis días antes, uno de ellos mató a un expolicía, que se había pasado a las filas del crimen, en medio de un partido de fútbol.
En el celular del chico de 16, estaba el video de cuando le enseñaron a disparar. Está junto a un hombre, en el campo. El adolescente dispara a diferentes blancos. “El sicario, menor de edad, era entrenado por el policía con el arma de dotación”, dice una fuente policial reservada . “Se puede ver que es una Glock. Aparentemente es una pistola de Estado”, explica.
El entrenador es Anchundia.
Con ese video, la Policía le abrió una investigación. Lo siguió durante dos meses. Esa noche de diciembre de 2024 en que los perros ladraron, fue capturado. En el operativo, los agentes incautaron dos celulares, una cámara de video, una bala y el uniforme que el policía usaba para proteger la vida de civiles inocentes. Pero presuntamente también entrenaba para matar y entregaba armas a los adolescentes para su entrenamiento y los posteriores sicariatos, dice un informe policial al que accedió GK.
Anchundia iba a ser el primer caso investigado en Ecuador por el delito de trata de personas con fines de reclutamiento forzoso para el cometimiento de actos penados por la ley, según el Código Penal ecuatoriano.
Pero en marzo de 2025, la Fiscalía cambió los cargos y lo procesó por asociación ilícita. En ese delito, los niños no son vistos como víctimas del reclutamiento, sino como autores del mismo crimen que un adulto. Son parte de la misma estructura criminal. Descalzos y aún menores de edad, son parte de la misma red que un policía armado y pagado por el Estado.
***
Cuando empezaron a investigarlo, Wellington Anchundia, de 33 años y padre de siete hijos, era un policía con funciones mínimas. No investigaba ni hacía allanamientos. Escribía partes informativos y patrullaba en su motocicleta las calles de Jipijapa, donde viven unas 70.000 personas. Conocida como la Sultana del Café, esta ciudad media hora del Océano Pacífico prometía ser una joya turística de Manabí cuando la declararon Patrimonio Cultural Nacional en 2017. Pero el narcotráfico cambió su rumbo.
Pronto, se dejó de hablar de su atractivo turístico porque la ciudad, fundada en 1525, de casas de madera, donde se preparan hallacas y greñosos, crecen mangos y se preparan quesos frescos, se había convertido en una fábrica de malas noticias. En el último año, una ‘narcopista’ fue inhabilitada, hubo una masacre que dejó cuatro muertos de una misma familia, un padre y su hijo fueron baleados por sicarios.
A esa Jipijapa, caliente por el clima y el crimen organizado, había sido transferido Anchundia en abril de 2024 desde Guayaquil, una de las ciudades más peligrosas del Ecuador, donde hacía las mismas tareas anodinas.
Para entonces, la carrera de Anchundia avanzaba como la de un policía raso. En 12 años y 6 meses había ascendido del rango de policía —el primer nivel — a cabo primero —el tercero. Tenía un sueldo aproximado de 1.100 dólares con el que, al parecer, vivía modestamente con su esposa e hijos en una casa de una sola planta en la ciudadela Bustamante, un barrio popular de Jipijapa donde —según un medio de comunicación local— los vecinos reclaman porque las calles no están asfaltadas y no siempre hay agua.

***
Anchundia tenía un registro limpio.
Casi una semana después de que lo capturaran, la Policía le abrió su primer expediente administrativo. No porque habría enseñado niños a matar y convertirse en sicarios, sino porque faltó más de tres días al trabajo. Y ausentarse de forma injustificada, dice el Código Orgánico de Entidades de Seguridad Ciudadana y Orden Público, es una falta grave. Podría ser destituido.
Cuando la falta de un funcionario ocurre porque está preso por un delito culposo, como exceder el límite de velocidad, se analizan las razones para justificar su ausencia. Pero si cometió un delito doloso, como el asesinato, no hay justificación, explica una fuente de la Policía.
Anchundia, nacido en la provincia bananera de El Oro, inicialmente fue procesado por trata de personas, un delito doloso y gravísimo.
Katherine Herrera, ex directora de la Unidad de Trata de Personas del Ministerio del Interior, dice que la Policía Nacional dudaba qué delito podía calzar en el caso de Anchundia: corrupción, delincuencia organizada o reclutamiento forzoso. Entonces, le pidieron a ella que analizara el proceso. Con el video del adolescente se podía demostrar que él solo habría sido entrenado por el policía. Pero, mientras los agentes hacían seguimientos, Herrera dice que hubo pistas de que Anchundia también habría entrenado a niños en otras ciudades de la provincia de Manabí.
Herrera, quien ha investigado cómo los niños son reclutados en Ecuador, encontró cuatro puntos que llevaron a que la investigación fuera por reclutamiento. Este delito no se refiere solo a quien coptó a las víctimas, sino a los que intervienen en la cadena de la trata de personas: desde que son reclutadas, cuando las esconden, su traslado y hasta la explotación donde, en este caso, les enseñan a matar.
El primer punto, dice, es que los “menores recibían entrenamiento del servidor policial, y si hay entrenamiento es porque pertenecen a una estructura criminal”. El segundo, que son cooptados contra su voluntad. El tercero, que fueron amenazados —según dijeron los adolescentes en una entrevista en la investigación. Y el cuarto, que las víctimas de trata son sometidas y se les imponen condiciones de trabajo, aunque ese ‘trabajo’ sea asesinar.
Este delito, según una publicación de la Fiscalía, implica la “vinculación de niñas, niños y adolescentes con las estructuras criminales”. En Ecuador, hasta 2024, había 22 grupos de delincuencia organizada, quienes los reclutan y entrenan para que maten roben vacunen secuestren. O para que se enfrenten con otros grupos, a cambio de un pago que va desde 3.000 o 4.000 dólares al mes, dice Herrera.
Eligen menores de edad, desde los ocho años, porque son manipulables y porque pueden salir más fácilmente de las cárceles. Algunos viven violencia en casa y sus padres, hermanos o tíos son criminales. Sin oportunidades, crecen en medio de una “narcocultura”, consumo de drogas y discriminación. Herrera, además, señala que lo hacen bajo amenazas y contra su voluntad, porque ellos no son capaces de dimensionar qué es un delito.
Pero que niños o adolescentes maten roben vacunen secuestren no es nuevo, dice Herrera. La diferencia es que ahora están dentro del crimen organizado.
Ese crimen también copta a policías. Antes de 2023, según las investigaciones de Herrera, ayudaban a que hubiera menos controles o avisaban si había operativos. Ahora se han vuelto integrantes de las bandas. Son ellos los que transportan la droga o los que entrenan a sicarios. Incluso, cuando son niños.
Los policías tienen un plus: la experiencia de saber cómo funciona un arma. “No es un costo que la estructura criminal tenga que invertir. Es un costo fijo, rentable, que de paso garantiza la calidad de servicio”, dice Herrera. Les enseñan a los niños y adolescentes a usar el arma: dónde guardarla, cómo disparar, a dónde apuntar para acabar con la vida de una persona, cómo disparar de un carro o moto, cómo disparar si está caminando.
También el policía entrenador les enseña qué responder si los atrapa la misma Policía.
Por primera vez en el país la investigación no solo se centraría en los niños sicarios sino también en quien los habría entrenado para matar, pero con el cambio de delito a asociación ilícita, esa oportunidad se ha truncado.
Para reformular los cargos contra Anchundia, la Fiscalía habría argumentado que sí hubo la “voluntad de los menores de edad para cometer el delito [sicariato]”, dice una fuente de la Policía. Pero Herrera dice que no se puede hablar de “voluntad” en niños o adolescentes, si hubo alguien enseñándoles a disparar u obligándolos a dar un “servicio ilegal” a un grupo de crimen organizado.
Este cambio evidencia un problema en el Ecuador: no hay estrategias para combatir el reclutamiento de niños y adolescentes ni una guía de investigación para la Policía, Fiscalía o jueces, dice Herrera. Sostiene que hay una “negligencia del Estado”. A diferencia de otros países, como el vecino Colombia, donde solo en un año hubo 184 casos de reclutamiento de niñas, niños y adolescentes por parte de grupos armados ilegales y de estructuras del crimen organizado, en el Ecuador convertido en el país más peligroso de América Latina ni siquiera hay un caso. El primero fue desechado por los fiscales para preferir la asociación ilicíta, un delito que podría terminar con una condena de cinco años para Anchundia, en lugar de los 16 por trata de personas.

Aunque todavía las autoridades no han confirmado que Anchundia sería integrante de algún grupo de delincuencia organizada, una fuente policial reservada dijo que los dos adolescentes sicarios —de los que, al menos, uno fue entrenado por el cabo Anchundia— sí eran soldados de un banda criminal.
Ambos ya fueron condenados a ocho años por el delito de asesinato. Si Anchundia es encontrado culpable de asociación ilícita podría pasar menos tiempo recluido que sus discípulos.
***
A los 19 años, Anchundia entró a la Escuela de Formación Cabo Segundo José Lizandro Herrera - Fumisa, en la provincia agrícola de Los Ríos. Un año después, en agosto de 2012, se graduó de policía.
Esa misma escuela fue analizada en un estudio académico tres años después. La tesis de Pablo Yacelga, licenciado en Administración Policial por la Universidad de San Francisco de Quito, concluyó que había instructores con una preparación básica: solo el 27% tenía estudios superiores y los demás eran bachilleres.
En las escuelas de policía, los instructores les enseñan a los aspirantes cuál es su misión, algo de normas penales y criminalística, derechos humanos, tácticas de defensa personal y a usar un arma. Sin embargo, para el coronel Mario Pazmiño, director para América Latina del Security College de Estados Unidos y ex jefe de Inteligencia del Ejército del Ecuador, hay una deficiencia en las prácticas de tiro en la Policía Nacional.
No son suficientes y, en algunos casos, ni siquiera tienen municiones o diferentes tipos de armas.
“La mayoría de policías tienen cierta experticia, pero no una experticia de un instructor”, dice. Anchundia, que había salido de una escuela mediocre, habría sido el instructor de adolescentes sicarios. Que alguien con una preparación cuestionable enseñe a sicarios a disparar, influye en que haya lo que Pazmiño llama “daños colaterales”. Hay casos en que descargan hasta 20 tiros sobre su víctima, dice Pazmiño, tal como la balacera que ocurrió en la pastelería de Jipijapa en la participaron los discípulos de Anchundia.
Los alumnos de la escuela policial en la que se graduó Anchundia también tenían problemas de disciplina. En una muestra de 195 aspirantes hubo 521 faltas disciplinarias leves y 318 graves porque usaban los celulares, metían alimentos no permitidos, incumplían las disposiciones superiores, dice la tesis de Yacelga.
Y aunque suena absurdo tener que decirlo, en el Ecuador hay cosas absurdas que toca repetir: la disciplina en la Policía es esencial. Si los aspirantes no lo son, dice Yacelga, “podrían surgir mayores inconvenientes en su vida profesional”.
De eso, las autoridades se dieron cuenta después.

En 2011, cuando a Anchundia se le ocurrió que quería ser policía, el proceso de selección ya no lo llevaba sólo la Policía como en años anteriores, sino también el Ministerio del Interior. Como cualquier bachiller, los aspirantes tenían que rendir el Examen Nacional para la Educación Superior, además de pruebas psicológicas, académicas y entrevistas con policías.
Ese año, la Policía perdió la potestad de elegir a quiénes entraban, dice Lorena Piedra, quien investiga desde hace diez años los sistemas de inteligencia y narcotráfico en el país. “Esto generó modificaciones en el perfil de quienes ingresaron a la Policía”, dice. En ese entonces hubo picos de policías, sobre todo de tropa, que utilizaban su arma de dotación de maneras “antitécnicas”. Por ejemplo, en 2014, un policía de 23 años que estaba drogado mató a un taxista en Portoviejo, Manabí, cuando llevaba ocho meses en la institución. Él había entrado en el nuevo proceso de reclutamiento del Ministerio del Interior.
Piedra dice que para entrar a la Policía, los aspirantes deben pasar los filtros formales, pero también informales —que incluyen inteligencia policial— que permiten detectar posibles cercanías con delincuentes y delitos. Sin embargo, según Piedra, ese mecanismo informal se derrumbó en 2011. “Fue gravísimo porque cuando se desarma el proceso de formación de personas que van a usar armas, y que además representan al Estado, se desarman las bases del Estado mismo”, explica Piedra.
Ese cambio dejó consecuencias negativas. “Se dieron cuenta de que el proceso de selección generaba problemas”, dice Piedra, y en 2017 la potestad volvió únicamente a la Policía.
El grupo de agentes que entraron con el proceso del Ministerio del Interior, entre 2011 y 2016, tendrían hoy el rango de cabos primeros, como Anchundia, y algunos estarían próximos a ascender a sargentos. Según Piedra, los llaman “los combos” —un término usado en Latinoamérica para referirse a policías implicados en abusos de autoridad o corrupción— y, aunque no son todos, “dan una cantidad de problemas impresionantes”, dice la experta.
La Policía Nacional tiene un plan anticorrupción cuyo objetivo es depurar a los “malos elementos” como les dicen a quienes están involucrados en delitos o faltas disciplinarias. Víctor Zarate, comandante de Policía, dijo en Radio Democracia que hasta octubre de 2024 habían desvinculado a 425 policías. El caso de Anchundia es, según Lorena Piedra, una evidencia firme de que la institución sí tiene capacidad para controlarse a sí misma.
Pero también demuestra cómo en un policía “se desdibuja el valor de la vida humana”. Para Piedra, es urgente fortalecer el bienestar integral de los agentes, lo que incluye atención a salud mental. Sin eso, en medio de círculos sociales donde hay excesivo consumo de alcohol y drogas, se convierten en presas fáciles de los grupos de delincuencia organizada.
“Ese cabo de quién se hace pana”, ¿a dónde sale a pegarse las cervezas”, “¿a quién le consume”, se pregunta la investigadora. Son preguntas que deberían hacerse al interior de los cuarteles y las escuelas de formación, donde se prepararon quienes, hoy, entrenan niños para que sean sicarios.
*GK es un medio ecuatoriano enfocado en periodismo explicativo y a profundidad.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.