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Nadie quiere vivir en Socio Vivienda, el barrio de Guayaquil tomado por las pandillas

La espiral de violencia acelera el desplazamiento forzoso en un país que afronta en menos de dos semanas unas elecciones clave para la lucha contra el crimen organizado

Habitantes de Socio Vivienda, la semana pasada en Guayaquil.

Cuando Daniela llegó a Socio Vivienda, vio a sus vecinos con maletas, mochilas y abrazando canastas con unos pocos trastes de cocina. Arrastraban a los niños para que caminaran más rápido. No corrían. No podían hacerlo aunque sus piernas lo pidieran a gritos. Sabían que el menor indicio de trasiego en este barrio de Guayaquil, uno de los más violentos de un país que vive una era de muerte y destrucción, los convertiría en blancos fáciles para los criminales que se ocultaban como sombras entre los recovecos más oscuros de la zona, aguardando para disparar desde un lugar que ni siquiera ellos mismos podían ver.

Daniela evitaba mirar a los ojos a las personas que se cruzaba en las veredas destrozadas, que alguna vez fueron caminos de asfalto, llenos de vida, de color, de negocios, de niños en bicicleta o jóvenes con parlantes con música a todo volumen, y ahora no eran más que heridas de un abandono deliberado por parte del Estado. “Nadie confía en nadie”, dice la joven de 17 años, quien solo caminaba contando los pasos para llegar a su casa. Ahí estaban sus hermanos mayores y sobrinos. Estaban vivos. Le habían advertido que no fuera al barrio, que la balacera fue interminable y el rumor era cierto: habían masacrado a más de veinte personas, en su mayoría jóvenes, que todos conocían en el barrio. Buenos y malos. Fue un exterminio de 22 personas ejecutado por una de las facciones más despiadadas de la banda que se apoderó de Socio Vivienda desde hace años, con la mirada impasible de los gobiernos, mientras la ciudad de Guayaquil seguía su marcha indiferente.

Intentó convencer a su hermana de que saliera de allí, pero ella decidió quedarse, aunque no por mucho tiempo. Al día siguiente de la masacre del 6 de marzo, llegó la amenaza a la puerta de su familia: o se iban o mataban a todos. Su hermana había sido pareja de un chico vinculado a una de las bandas, y ese día fue uno de los masacrados. El estigma, implacable, ya pesaba sobre la familia, que se vio obligada a separarse y refugiarse en casas de familiares y amigos, con la esperanza de que el miedo no los alcanzara. “Soy una desplazada de la violencia”, dice la adolescente con claridad, consciente que no puede regresar a su casa en la que creció. “Es horrible, un día tienes algo, y al siguiente ya no tienes nada”.

Daniela en un refugio temporal.

Junto con ella, otras 250 personas, documentadas por el Comité Permanente de Derechos Humanos, han sido desplazadas de Socio Vivienda, pero este número sigue creciendo con el paso de los días. Al llegar ahí, muchos estiman que al menos el 70%, de las cerca de 2.500 familias, se han ido. Son los primeros desplazados de la violencia en una zona urbana de Guayaquil, un barrio entero que, día tras día, se ha convertido en un escenario de guerra urbana, donde el control de las pandillas ha transformado la vida de sus habitantes en una constante huida.

Tres semanas después, mientras Ecuador celebraba los goles en un partido contra Venezuela y la política desvió su mirada a un nuevo caso de corrupción, el presidente Daniel Noboa, que aspira a la reelección en la segunda vuelta de las presidenciales del próximo 13 de abril, intentaba un encuentro con Donald Trump. Al mismo tiempo, los ministros del Interior y Defensa desfilaban en televisión con chalecos antibalas, rodeados de un contingente de policías y militares. En Socio Vivienda, las familias salían como podían del barrio, aterradas por las balaceras que no cesaban y por las amenazas de las bandas de apropiarse de las casas. Todo ocurre en silencio, porque nadie se atreve a poner un pie en el barrio sin la aprobación de los criminales. Los camiones de mudanza salen de la zona a diario cargando vidas deshechas. Las familias que quedan dentro no permanecen allí por valentía, sino porque no pueden costearse la huida.

Un hombre de 72 años, alto, corpulento, afroecuatoriano, prefiere no decir su nombre por miedo a represalias. Ayuda a su hijo a guardar la cocina en un camión de mudanza. “Yo le ayudé a terminar de construir su casita, cuando nos entregaron no tenía ni piso. Nosotros la hicimos digna”, dice el hombre, que rompe a llorar al ver la triste escena del exilio forzado. Él ya salió del barrio, ahora está con una hermana. Sus hijos intentan primero sacar a los padres y abuelos, mientras recolectan dinero para pagar la renta y el transporte de la mudanza.

El barrio Socio Vivienda, en Guayaquil, el 28 de marzo de 2025.

“Este mes tenía pensado derrumbar el baño para hacer un mesón grande, pero eso ya quedó en sueños. Y no todos los sueños se cumplen”, dice Alexis, mientras recorre su casa vacía. Ahora tendrá que empezar de nuevo, alquilando una vivienda en la que compartirá los gastos con su hermano. “Vamos a vivir dos familias en una pequeña casa, no había otra forma de hacerlo”, añade. Toda su familia vivió durante años en la misma manzana, y ahora están separados. “Veía a mi mamá todos los días, ahora con suerte la veo cada dos semanas”. Su mujer guarda todos los documentos con sus nombres en un intento de no dejar rastros de quién vivía ahí. Desconfían de los operativos policiales y militares que tumban la puerta de cualquier casa en busca de chivos expiatorios para demostrarlos como trofeos en su llamada guerra contra el crimen.

Esta es la segunda vez que Alexis y su familia han tenido que desplazarse. La primera ocurrió en 2013, cuando vivían en el sector del Suburbio, cerca del estero. El Gobierno de Rafael Correa impulsó el proyecto Guayaquil Ecológico y desalojó a unas 6.000 familias para construir un malecón. Les dieron casas, pero ni el agua ni la electricidad estaban listas. Las familias reubicadas tampoco recibieron los títulos de propiedad.

“No se puede entender la violencia de hoy en día sin la participación del Estado”, explica el sociólogo Evandro Moreno, quien vivió en Socio Vivienda desde sus inicios y es otro desplazado por la violencia. El Ministerio de Vivienda, cuando construyó el barrio, no previó los cambios demográficos y sociales. “Algunos de los reubicados venían con un germen de violencia y al encontrarse en un mismo lugar, sin servicios básicos, sin presencia estatal, sin iniciativa de organizar el tejido social, quedaron a la deriva”, dice Moreno, quien analiza que estos fueron algunos ingredientes que detonaron la espiral de violencia, la condición de posibilidad para que las bandas se apropiaran del barrio. Las familias fueron trasladadas a viviendas diminutas, sin servicios, y las bandas tomaron el control ante la ausencia de autoridades. Así, Socio Vivienda se convirtió en la base de operaciones de Los Tiguerones, y después de la captura de su líder, alias negro Willi, la violencia se multiplicó en facciones rivales.

Socio Vivienda ya no es un barrio. El 6 de marzo, la matanza dejó su huella indeleble en las calles, y ahora el lugar es una tierra deshabitada, un desierto urbano. “Ay mi casita…”, susurra Leonardo, mientras intenta verla a través de los vidrios rotos de la ventana, blanco de las balas y una bomba que los criminales lanzaron a pocos pasos de su casa. Las esquirlas de la detonación hicieron agujeros en el techo, y Leonardo solo contiene la respiración por un momento. Sabe que no podrá volver a vivir ahí, que las cosas empeorarán. Los niños, que antes correteaban por las veredas, se han ido, y también sus risas y las batucadas. El barrio murió ese día.

Habitantes de Socio Vivienda suben muebles a un camión de mudanzas, el pasado 28 de marzo.

El sonido de los pasos ya no retumba en las calles polvorientas. Todo está callado. Solo dos mujeres cristianas con sus vestidos floreados debajo de la rodilla, impecables bajo la humedad de Guayaquil, son las únicas que caminan por las calles. “Yo no tengo miedo porque tengo a Cristo en mi corazón”, dice Marina. “El problema es que estos hombres no conocen a Cristo y quien no lo conoce es un ser despiadado”, añade. Al cruzar la calle, otro camión llega para llevarse lo poco que quedaba de la vida en este barrio. Los vecinos que quedan en el sector se alistan a ayudar a trepar los muebles y recuerdos. Se despiden con un abrazo y los niños, sin entender que no van a regresar, mueven su mano y les lanzan un beso a la vecina a la que probablemente no volverán a ver.

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