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REPORTAJE

El Pardo. Detenido en el tiempo

Es un paraíso natural a las puertas de Madrid. Tiene un tamaño 50 veces mayor que el Central Park neoyorquino Es también un testigo de la historia desde hace 600 años. Lugar de recreo de reyes y símbolo de la dictadura de Franco. Sigue siendo un rincón vedado en su mayoría al público. Así es por dentro

Jesús Rodríguez
El Palacio de El Pardo visto desde una de las garitas abandonadas que lo rodean.
El Palacio de El Pardo visto desde una de las garitas abandonadas que lo rodean.Ana Nance

Las garitas están vacías. No se oye una mosca. La soledad es absoluta. Estremece. Con parsimonia, un empleado del Patrimonio Nacional va capturando con una pértiga coronada por una malla cada hoja que flota sobre la superficie de la piscina azul y crema escondida en un rincón del palacio de El Pardo. Resplandece como un manantial. Como si en cualquier momento se fuera a zambullir el dictador. Todo el conjunto está como lo dejó en su último verano: el del 75. Con su chiringuito con cocina de butano, las sillas de publicidad de Pepsi y los columpios de los bisnietos, hoy rodeados de malas hierbas.

Esta piscina en perfecto estado de revista fue construida en 1942 por su arquitecto de cámara, Diego Méndez (el mismo que proyectaría su última morada del Valle de los Caídos), aprovechando un desnivel en el costado de esta quinta de caza de los monarcas españoles desde el siglo XV. Esa zona de recreo, invisible entre pinos y cedros, se convertiría en un rincón infranqueable de la intimidad de los Franco. Al igual que las cuatro habitaciones del matrimonio, situadas (por razones de seguridad) en lo más profundo del palacio, con vistas al sombrío patio central: un tabernáculo al que solo tenían acceso un par de camareras. El resto del servicio apenas vislumbraba al general; se intuía su presencia por los taconazos que propinaban a su paso los guardias y ujieres de librea, que resonaban en todo el recinto palaciego, como recuerdan sus antiguos servidores. En esta piscina accedió a posar en 1960 para la prensa, acompañado por sus nietos, como un sexagenario entrañable, dentro de un cuidado ejercicio de lavado de imagen; en ese mismo publirreportaje le retrataron jugando al tenis (en realidad, en posición de saque). Fue una rendija en la opaca existencia de la corte de El Pardo. Las cámaras nunca volvieron a penetrar en ese entorno. Que durante 35 años simbolizó el poder. Un lugar que inspiraba temor y veneración. Una burbuja cerca, pero lejos, de Madrid. La alegoría de la dictadura.

Unos cientos de metros más allá, en la espalda del palacio, incrustada en el antiguo cuartel de la guardia pretoriana del general (el Regimiento de la Guardia de Su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos, convertido en 1976 en Guardia Real), semioculta en un jardín neoclásico y enmarcada por un paseo decorado con azulejos con el yugo y las flechas, uno se topa con esa cancha de tenis donde Franco peloteaba enfundado en un pantalón largo de franela blanca. Su red se ha pulverizado. Pero durante décadas, la rutina de ocio del inquilino de El Pardo fue sagrada. Y se completaba con la caza y la pesca en temporada. Cada domingo, fútbol en el televisor de madera de su cuarto de estar, y dos días a la semana, cine en el viejo teatro de corte de Carlos III del palacio, con merienda incluida. Ese teatro reconvertido en sala de cine ha sobrevivido, aunque sus frescos fueron cubiertos con papel pintado a finales de los cuarenta. También sobrevive el pomposo palco real con su incómoda docena de sillas de pesada madera labrada para el general y su círcu­lo, y los dos proyectores Marino Vincitor 60, que dieron vida en este recinto durante más de 30 años a 2.094 películas (antes de que se estrenaran en los cines de la capital). La última, el 26 de octubre de 1975, tres semanas antes de su fallecimiento y un mes después de que firmara cinco sentencias de muerte. Se titulaba El veredicto.

El servicio del palacio apenas vislumbraba al general. Se intuía su presencia por los taconazos de los escoltas

Puntualmente, a primera hora de la tarde, tras deglutir en silencio el rancho de la Guardia junto a la Señora (Carmen Polo) y sus dos ayudantes militares en el comedor de diario (tapizado de seda, con muebles de Fernando VII y abigarrado de relojes, jarrones, cuadros y candelabros), si al general se le antojaba jugar al golf, se desplazaba en coche a 300 metros de casa, atravesaba la plaza del Caudillo (él mismo), pasaba junto a la iglesia de la Virgen del Carmen (consagrada con ese nombre en honor a su mujer), cruzaba el puente sobre el Manzanares, envuelto en fresnos, sauces y chopos, y hacía unos hoyos en un pequeño campo que le había habilitado el Patrimonio Nacional: el organismo propietario de los Reales Sitios, al mando efectivo del cual estaba Fernando Fuertes de Villavicencio, visir de El Pardo –y de La Zarzuela– hasta seis años después de la muerte del dictador. Así explica la personalidad de ese valido un miembro de la escolta, que, tras la muerte de Franco en 1975, se convirtió (como muchos de sus compañeros) en guía turístico del palacio: “Aquí no se clavaba un clavo sin que lo supiera Fuertes. Era un tipo duro y estirado. Había sido futbolista y militar africanista. Se paseaba por el palacio con una fusta y un perrillo, y como viera algo fuera de sitio, te soltaba un zurriagazo. En la escolta del Caudillo entrabas por enchufe; porque conocías a alguien y porque no tenías ningún pariente rojo; y eso era extensivo al Patrimonio Nacional; el día que me presenté a Fuertes iba temblando. Me dijo: ‘¿Ve usted qué bien voy peinado y afeitado? ¿Ve usted cómo llevo planchada la camisa? ¿Ve cómo brillan mis zapatos? Pues así es como le gusta al Caudillo. Aplíquese el cuento”.

El golf de Franco aún existe, pero está abandonado. La hierba permanece bien cortada, pero ya nadie juega allí. Sus hoyos son un recuerdo del pasado. Del que solo los más viejos de los 3.500 vecinos de El Pardo (un tercio tiene más de 65 años y la mayoría trabajó a las órdenes del dictador) guardan memoria. En realidad, la mayor parte nunca le vio en persona y jamás se cruzó con él por el pueblo, que en 1951 fue absorbido por Madrid ante su imposibilidad de subsistir como municipio al carecer de suelo (que era y sigue siendo propiedad del Patrimonio Nacional) y, por tanto, de recaudar impuestos.

Al margen de esos lugareños, pocos visitantes suben a pie la cuesta que sortea este peculiar golf y finaliza en el convento de los capuchinos; y menos aún los avisados que se paran ante el portillo de esa explanada, intentando recrear la imagen del general, con visera, bombachos y un hierro 4 en la mano a modo de cetro, dominando el territorio del que fue monarca absoluto 35 años. Lo abandonó agonizante el 9 de noviembre de 1975 en dirección al hospital de La Paz. Había sido operado en secreto a vida o muerte seis días antes en el espartano botiquín de la Guardia. No regresaría. Su viuda aguantaría aquí hasta el 31 de enero de 1976. A las seis de la tarde de aquel sábado, partía desconsolada entre los gritos de ritual de sus incondicionales. Media hora más tarde se arriaba el guion de Franco. Caía el telón. Y el palacio se quedaba flotando en la historia. Sin que nadie supiera muy bien qué hacer con él. La Administración del Estado se había desplazado cinco kilómetros hacia el este, hacia el palacio de la Zarzuela, donde Franco había instalado (y aislado) al príncipe Juan Carlos en marzo de 1960. La Zarzuela, históricamente un modesto pabellón de recreo de los reyes de España, destruido en la Guerra Civil y rehabilitado en tiempo récord por orden de Franco, sería el nuevo eje del poder. En agosto de 1976 se abría el palacio de El Pardo al público. Y en 1983 (tras años de obras y con 25 nuevas habitaciones), como residencia de dignatarios extranjeros. En estos años se han alojado en torno a 200. Pero su popularidad siempre ha sido escasa. El Pardo arrastra demasiados fantasmas.

Hoy, apenas 40.000 personas visitan cada año el palacio. Las calles, con nombres patrióticos, permanecen desiertas entre semana. Y muestran un caduco mobiliario urbano. Solo las frecuentan jubilados y militares con la pluralidad de uniformes de la Guardia Real. El ambiente es castrense. En cuanto la fotógrafa de EL PAÍS saca su cámara, un todoterreno de la Policía Militar se acerca con las luces centelleantes y un guardia exige que la guarde: “Está prohibido echar fotos a menos de 300 metros de los acuartelamientos”, vocea.

Un tercio de los 3.500 habitantes de El Pardo tiene más de 65 años y la mayoría trabajó para el dictador

En El Pardo hay pocas tiendas y ningún supermercado; carece de servicio de urgencias, pediatra, biblioteca y polideportivo; pero contabiliza 40 bares, anclados estéticamente en los setenta, especializados en platos de caza. El pueblo, creado en torno al palacio y habitado desde el siglo XV por los servidores de los monarcas, cuenta con una población menguante: mil habitantes menos que hace 10 años. Y en caída libre. No hay suelo donde construir. Pertenece al Patrimonio. Que por ley no puede vender ni un metro cuadrado. Las pocas viviendas que no pertenecen al Patrimonio son caras. No llegan jóvenes y los hijos de los pardeños no tienen más remedio que marcharse. Pedro Rodríguez, octogenario, escolta de Franco, después capitán de la Guardia Real y desde siempre vecino del poblado de Mingorrubio (un conjunto de 387 viviendas construidas por Diego Méndez a partir de 1953, a cinco minutos del palacio, para albergar a los miembros de la Guardia, y que llegaron a cotizarse durante el boom inmobiliario a 500.000 euros), explica que el 60% de los vecinos del poblado tienen más de 80 años y votan en masa al PP: “Todos estamos retirados. Somos 130 viudas y 43 viudos. Y nuestras casas ya no las vendes ni por 300.000. Ya me dirá qué futuro tiene esto”.

La historia del monte de El Pardo, de este inmenso territorio de 15.700 hectáreas de bosque mediterráneo (50 veces el tamaño del Central Park neoyorquino) a las puertas de Madrid, vedado a los ciudadanos, trufado de cuarteles y de grandes y pequeños palacios (El Pardo, La Zarzuela, la Quinta y la Casita del Príncipe), y con una fauna de 4.000 gamos, 3.600 ciervos y 500 jabalíes, se inició muchos siglos antes de que Franco tomara posesión de este Real Sitio el 15 de marzo de 1940, un par de semanas antes de que celebrara su primer año triunfal y una después de que redactara una nueva Ley del Patrimonio Nacional que ponía a su disposición todas las antiguas posesiones de la Corona española. Antes de Franco, este callejón sin salida ya estaba atrapado en el tiempo.

El Pardo es una escenario con 600 años de historia que comenzó a forjarse cuando el rey Enrique III eligió esta dehesa como coto de caza (la afición congénita de los monarcas españoles) en 1405 y mandó construir un caserón sin muros, con la naturaleza por jardín, que ascendería a la categoría de palacio real con Carlos I y Felipe II, a partir de 1547; que sería ennoblecido artísticamente en el siglo XVIII por Felipe V, y cuyo terreno sería delimitado por una tapia de ladrillo (que aún existe) de más de 80 kilómetros de perímetro por su hijo Fernando VI (que también regularizó la propiedad del monte en favor de la Corona). Más tarde, sería su hermano Carlos III el que reformaría el palacio hasta proporcionarle el doble de su tamaño inicial y dio entidad a la contigua Casa de Oficios, el lugar donde se alojaban (por gremios y categorías) todos los servicios de esta corte de recreo (y que fue mandada derruir por Franco a comienzos de los sesenta bajo el influjo de su segundo arquitecto de confianza, Ramón Andrada, que redibujaría el perfil urbano del pueblo a partir de 1962 según los gustos del dictador).

Ya en el siglo XIX, Fernando VII enriquecería el palacio con muebles y tapices (algunos de Goya). En 1869, tras el destronamiento de su hija, Isabel II, durante el sexenio democrático, iban a ser desgajadas del monte y vendidas a particulares 5.000 hectáreas (las del Castillo de Viñuelas y La Moraleja), y en un alarde progresista, el Gobierno suprimiría los cuarteles de los guardias de corps del rey, que habían velado durante cuatro siglos las espaldas de los monarcas, para convertirlos en hospicio. Lo continuaría siendo durante 70 años, hasta que Franco se instalara en el palacio y situara a su escolta (Guardia Mora incluida) en esos mismos edificios, que hoy albergan a la Guardia Real.

Sus últimos días de esplendor antes de la guerra civil los vivió de la mano de Manuel Azaña, presidente de la II República

El palacio fue testigo y protagonista. Aquí falleció Alfonso XII en 1885 y en sus jardines se selló cuatro días antes el Pacto de El Pardo entre los líderes conservador y liberal (Cánovas y Sagasta) para garantizar la estabilidad del país ante la temprana muerte del monarca (y con su esposa, María Cristina de Habsburgo, embarazada de pocos meses). Con ese hijo póstumo, Alfonso XIII, El Pardo recuperó su papel de escenario de cacerías del monarca y sus amigos (lo bautizó Coto de Caza Número 1), hasta caer en el olvido (frente al auge veraniego de Santander y San Sebastián), con el único paréntesis de haber albergado a su prometida, Victoria Eugenia de Battenberg, días antes del enlace, en mayo de 1906. Las imágenes de la época muestran aquel pueblo que se encontró la sofisticada princesa británica como un territorio primitivo y sin asfaltar, con el palacio con el aspecto de un museo mortecino, y la vieja Casa de Oficios, como una modesta corrala galdosiana. En tiempos de miseria era normal el acceso clandestino al monte de cazadores furtivos y madrileños que buscaban leña. Una escena que se haría habitual durante la Guerra Civil.

Curiosamente, este Real Sitio iba a resucitar en 1931, con la II República. Ya en los primeros días del nuevo régimen se iba a suscitar un debate en torno al futuro de los bienes del Patrimonio Real, transformado en un organismo denominado Patrimonio de la República, dependiente del Ministerio de Hacienda, que se hizo cargo e inventarió por primera vez los bienes históricos (entre ellos, cerca de 160.000 objetos) de la monarquía española. En el caso del monte de El Pardo, se barajó dedicar algunos miles de hectáreas para construir colonias de casas baratas y hacer del palacio un museo nacional. No cuajó. Sus últimos días de esplendor antes del golpe de Estado del 18 de julio de 1936 llegaron de la mano de Manuel Azaña, presidente de la República desde abril de ese año, que se enamoró del Real Sitio y su microclima (más benigno que el de Madrid), pernoctó en el palacio y el palacete de la Quinta del Duque del Arco (un pequeño dominio de caza en el monte, rodeado de una hectárea de bellísimos jardines, y que hoy carece de función institucional) y celebró aquí varias reuniones ministeriales. Nunca olvidó aquel tiempo de calma antes de la tempestad. El mismo día del golpe de Estado de 1936, se encontraba paseando entre los rosales de la Quinta. El jefe de su escolta le tuvo que sacar a la carrera en dirección a Madrid ante la amenaza de los oficiales sediciosos del Regimiento de Ingenieros de El Pardo, que se habían puesto del lado de Franco. En sus memorias, en 1937, Azaña todavía pensaba que volvería algún día a ese paraíso: “Cuando gane usted la guerra, Negrín, me permitirán ustedes que deje de ser presidente de la República, a cambio de que me nombre usted para el cargo que más me gusta. El de guarda mayor y conservador perpetuo de El Pardo, con mero y mixto imperio dentro del monte, para hacer de él lo que en cualquier país de gusto estaría hecho desde hace mucho tiempo. Sin retribución alguna, ni otra recompensa que el derecho a vivir en cualquiera de estas casas, no en palacio, ciertamente”.

 Durante la guerra, el palacio albergaría una división del Ejército republicano, a las Brigadas Internacionales y, al final de la guerra, a un grupo de comunistas que se negaban a rendirse. Milagrosamente, el palacio salió ileso. Y con su tesoro artístico intacto. Todo había sido perfectamente almacenado y protegido por los funcionarios del Patrimonio de la República.

En El Pardo hay pocas tiendas y ningún supermercado. Carece de biblioteca y de pediatra, pero tiene 40 bares

“Este paisaje es el mismo que se podía divisar hace mil años”, explica Ángel Muñoz, ingeniero forestal y encargado de los bosques y jardines del Patrimonio. Para entender El Pardo hay que trepar al mirador de Valpalomero. Desde este promontorio se divisa la apabullante extensión natural del monte, dominado por la cuerda del Guadarrama, y que se extiende entre Madrid, Aravaca, Majadahonda, Las Rozas, Torrelodones, Hoyo de Manzanares, Colmenar Viejo, Tres Cantos y Alcobendas. A un lado se divisa el enjambre de la capital, en el que sobresale el perfil de cuatro rascacielos; al otro, un paisaje idílico de encinas y alcornoques que se extiende hasta donde la vista permite. Las urbanizaciones han avanzado hasta la tapia histórica, pero no han conseguido atravesarla. De sus casi 16.000 hectáreas, 14.758 están protegidas como zona de reserva y se mantienen cerradas a los visitantes; en 1976, el Rey abrió otras 842 para el uso público, las que se extienden por la orilla izquierda del Manzanares; es hoy la parte más deteriorada, de menor interés ecológico y más amenazada por los incendios.

Cuando se pregunta a los responsables del Patrimonio Nacional (un organismo adscrito al Ministerio de la Presidencia) las razones por las que el monte permanece vedado al público, se limitan a responder con dos leyes. La primera, la propia de ese organismo, de julio de 1982, que explica: “Tienen la calificación jurídica de bienes del Patrimonio Nacional los de titularidad del Estado afectados al uso y servicio del Rey y de los miembros de la Real Familia para el ejercicio de la alta representación que la Constitución y las leyes les atribuyen”. La segunda, el Plan de Protección Medioambiental del Monte de El Pardo, de agosto de 1997, que proporciona a este territorio una tutela superior a la de los parques nacionales: “El objetivo de la zona de reserva es preservar recursos bien conservados, frágiles, representativos o singulares, por lo que quedan excluidas del uso público. Solo se permitirá el acceso al personal gestor y, en su caso, al de investigación y al necesario para actuaciones de manejo de hábitats y poblaciones, con objeto de impedir un desarrollo regresivo de la sucesión natural, habida cuenta de la continua actuación a que han estado sometidos los ecosistemas implicados”. Ángel Muñoz sintetiza: “Esto se ha preservado porque ha estado cerrado; si no, se habría extinguido. Es un monte muy frágil, que ha tardado siglos en formarse. Una joya. El pulmón de la capital. Si desapareciera, los madrileños tendríamos muchos problemas con el aire que respiramos”.

El Plan de Protección del monte le proporciona una tutela superior a la de los parques nacionales

Acompañados de Paco, el guarda mayor de El Pardo (vestido, como sus 43 compañeros de oficio, con el tradicional uniforme de pana y sombrero con escarapela), logramos cruzar uno de los portillos que dan paso a este paraíso escondido. Cada guarda controla en torno a 1.000 hectáreas. El monte está dividido en 28 cuarteles (con nombres como La Angorrilla, Trofas, Somontes, El Portillo…) presididos por una casa rural habitada por un guarda forestal. Hay centenares de caminos, arroyos, cuestas y barrancos, cada uno con su nombre. Es un complejo laberinto natural habitado por plácidos gamos y ciervos (que no se esconden de los visitantes), de una belleza jamás mancillada por el hombre. Posiblemente, su gran joya sea el embalse que baña el monte, construido en 1970 para regular el cauce del río Manzanares sobre Madrid, invisible desde cualquier punto exterior a esta zona reservada. En torno a sus 550 hectáreas se ha ido creando, a 10 kilómetros de la Puerta del Sol, un ecosistema dominado por el Guadarrama (nevado hasta bien entrada la primavera), donde la hierba y las encinas descienden hasta sus meandros, y que ha ido desarrollando una población autóctona de cigüeñas negras, grullas, garzas, gaviotas y cormoranes. Cuando uno lo contempla, se pregunta: “¿Estamos en Madrid?”.

¿Qué futuro le aguarda a El Pardo, a este Real Sitio con seis siglos de historia? Si en el aspecto ecológico está claro que mantendrá su estado virginal mientras las leyes no digan lo contrario, por el contrario, el núcleo urbano, presidido por un palacio que es un museo sin visitantes y una residencia para invitados ilustres cada vez con menos huéspedes ilustres, carente de suelo edificable y servicios, con una población envejecida y una presión de los domingueros en fin de semana, parece condenado a la decadencia. En realidad, se ha ido convirtiendo en una extensa y discreta zona militar y en una gran base logística a disposición del palacio de la Zarzuela, con el que se comunica a través de carreteras privadas. En este enclave de 3.500 habitantes se concentran, además de los 1.700 miembros de la Guardia Real en sus tres acuartelamientos (con un presupuesto anual de 45 millones de euros), el Canal de Experiencias Hidrodinámicas de la Armada, el Regimiento de Guerra Electrónica y el Centro de Mantenimiento de Material de Transmisiones. Por si fuera poco, el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) ha situado su base operativa en las inmediaciones de las citadas unidades. Y la Guardia Civil (el primer círculo de seguridad del Rey, al frente del cual está el coronel Francisco López Requena) ha ampliado y modernizado el cuartel de San Quintín (la base de escoltas de la familia real), a la entrada del pueblo, construyendo un enorme edificio de hormigón y cristal colgado sobre el río y con capacidad para más de 500 agentes de élite al servicio de La Zarzuela que ha costado unos 20 millones de euros. Con ese vecindario, no es de extrañar que El Pardo sea el distrito con menos delincuencia de Madrid.

Pero quizá el mejor símbolo de la decadencia de El Pardo sea su cementerio; el panteón del franquismo. Aquí están sepultados los militares, jerarcas, industriales y financieros que le prestaron apoyo durante 40 años; incluso su mujer. Nadie se acuerda de ellos. Empezando por los dos presidentes de Gobierno que yacen espalda con espalda: Luis Carrero Blanco y Carlos Arias Navarro. A pocos les dice ya algo su nombre. Como el de El Pardo.

El reportaje fotográfico de El Pardo, aquí.

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Sobre la firma

Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

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