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palos de ciego
Columna
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El coronavirus y los héroes

Javier Cercas

¿No ha habido héroes? ¿Solo gente que se ha comportado de manera más o menos correcta o admirable? No lo sé

Debe de ser una de las palabras más usadas en los medios desde que se declaró la pandemia. Me refiero a la palabra héroe. Es comprensible: se trata, me imagino, de intentar levantar la moral del país, y sobre todo de dar las gracias a aquellas personas —sanitarios, principalmente— que ocupan la primera línea del combate contra el virus. Arrastrados por ese ímpetu encomiable, los discursos políticos, las campañas institucionales y las cuñas publicitarias han buscado confortarnos a los demás ciudadanos con la promesa de que todos podíamos ser héroes y de que, para serlo, bastaba con que cumpliéramos con las reglas del confinamiento. Lamento en el alma tener que hacer otra vez de aguafiestas, pero es falso. Lo sé porque yo he seguido al pie de la letra esas reglas y no soy ningún héroe. Es verdad que, para un tipo como yo, estos días de encierro son más llevaderos que para el común de los mortales: al fin y al cabo, la vida cotidiana de un escritor es una vida de encierro, dedicada básicamente a escribir, leer y pensar en las musarañas. Pero da igual: si yo soy un héroe, Claudia Schiffer es una luchadora de sumo.

Un héroe es otra cosa. Mi libro favorito de Fernando Savater se titula La tarea del héroe; el filósofo lo escribió cuando todavía era un ácrata peligroso (o poco menos) y en él se lee: “Héroe es quien logra ejemplificar con su acción la virtud como fuerza y excelencia”. La definición sigue pareciéndome válida. El heroísmo es una categoría moral suprema, como la santidad; igual que los santos, los héroes son excepcionales. Es lógico entonces, se dirá, que tiendan a manifestarse en circunstancias históricas excepcionales, como la crisis del coronavirus. Lo es. Pero todos convendremos en que, si no nos dejamos obnubilar por las trolas halagadoras de las campañas institucionales y la publicidad, y por nuestra inagotable capacidad de autoengaño, muchas de las cosas ocurridas en estos días de pesadilla no son precisamente honorables. No me refiero sólo a las trapacerías multimillonarias de los traficantes de material sanitario o de las sempiternas sanguijuelas bursátiles, ni a las infinitas mezquindades cotidianas provocadas por la cobardía, el oportunismo o el miedo. También ha habido políticos inmorales, categoría en la que han brillado con luz propia algunos del PP; no incluyo entre ellos a ciertos líderes del secesionismo catalán: con sus celebraciones de los muertos en Madrid y su triunfante eslogan según el cual, además de robarnos, España nos infecta y nos mata, han ingresado de lleno en el territorio del bestialismo (más o menos como Vox). ¿No ha habido héroes, por tanto, en esta crisis? ¿Sólo gente que se ha comportado de forma más o menos correcta o admirable? No lo sé. Lo que sí sé es que algunas personas se han jugado la vida cumpliendo con su obligación —sobre todo sanitarios, ya digo, pero también trabajadores de residencias de ancianos, policías o militares—, y que eso, jugarse la vida, es lo que hace un héroe. No es una condición suficiente, aunque casi siempre es necesaria. Consciente o inconscientemente, el héroe considera que hay cosas que lo trascienden, que son superiores a él, y está dispuesto a apostarse entero para protegerlas. Es probable que haya habido gente así en estos días. También es probable que estén muertos (y que se cuenten entre los primeros muertos). Si alguno ha sobrevivido, estará callado, no aparecerá en los periódicos ni en la tele ni en la radio. Porque otra cosa es segura: el héroe jamás alardea de su excelencia (de hecho, raramente es consciente de ella); todo lo contrario: como la virtud es secreta o no es, el héroe hace cuanto puede por ocultar su propio heroísmo y, si esto no es posible, por quitarle importancia o disfrazarlo, para que nadie lo reconozca. En definitiva, la expresión héroe anónimo es un pleonasmo: a menos que esté muerto, un héroe deja de ser un héroe en cuanto deja de ser anónimo.

Así que lo mejor es no abusar de esa palabra; usarla sí, pero poco y con cuidado. Lo mejor, créanme, es dejarnos de mandangas, que el que todavía sepa rezar rece una oración por los muertos y los demás a volver al trabajo.

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