Carta a Wolf
Tengo en mis manos un libro que el historiador Bernard Berenson le dedicó, una vez usted fue desnazificado. Y llegará a sus descendientes
¿Cómo dirigirme a usted, señor Wolf? ¿Cómo tratar de explicar a alguien perdido entre el tiempo y el olvido que ha sido mi obsesión durante los últimos meses? ¿Cómo tratar de entender la motivación de un hombre que no tiene nada que ganar? Su historia ha sido olvidada, desdibujada entre los restos del águila nacionalsocialista germana y los fasces romano. Pero su recuerdo aún se sostiene tímidamente frente al busto de Cellini, ignorado por los miles de cazadores de recuerdos cortoplacistas a través de sus smartphones. Solo basta alzar la cabeza para encontrarnos con la placa marmórea que ensalza sus hazañas, señor Wolf, desde 2007 en el Ponte Vecchio. Su historia, querido cónsul, merecía ser contada de nuevo. El romanticismo y las fake news de la II Guerra Mundial le robaron el protagonismo mientras el tiempo, la psicología de masas y el peso de la tradición otorgaron a Hitler la decisión de salvaguardar el Ponte Vecchio frente al avance de los Aliados. Nada más lejos de la realidad. Cuando un puente no es solo una construcción sobre la depresión de un terreno para permitir el acceso al otro lado, sino que en realidad se trata de una pasarela, una pausa en el tiempo, la diferencia entre la vida y la muerte, se componen leyendas en torno a las anónimas proezas. Pero la diferencia la marcó usted en la Florencia de 1944, cuando las tropas salvadoras se encontraban a punto de sobrepasar la Línea Arno. Ni Kesselring ni el Führer querían repetir el fracaso de Roma. No se lo podían permitir. La orden era nítida. Operación Fuego Mágico. Los puentes de Florencia saltarían por los aires. Una gran oportunidad para una retirada a tiempo. A usted, señor Wolf, no le detuvo la pesada y prolongada sombra de la temida esvástica. Como tampoco lo hizo el informe de las Militärkommandanturen, firmado por el comandante Von Kunowski en 1943, donde ya sospechaban de las actividades que usted, “diplomáticamente”, realizaba desde el consulado alemán al otro lado del puente, en el Oltrarno. El mismo puente que no tuvo un único guardián: religiosos, deportistas, serenos, hombres de carne y hueso lucharon por ver el sol amanecer en su querida Toscana sin una gota más de sangre. Y usted fue su inspiración. Sobrevivió, y los demás le aplaudieron, le premiaron y le nombraron “ciudadano honorífico de Florencia”.
Le confesaré, señor Wolf, que tengo en mis manos algo que no me pertenece: un libro que el historiador Bernard Berenson, uno de sus múltiples auxiliados, le dedicó con todo cariño a su persona, una vez usted fue desnazificado. Un libro que pasó por sus manos en su regreso a Florencia. Hoy ese libro descansa en las mías. Quizá hoy usted haya caído en el olvido, pero con toda certeza puedo asegurar que no me detendré. Este libro llegará a sus descendientes. “Quien en nombre de la libertad renuncia a ser el que tiene que ser es un suicida en pie”, escribió Goethe. Lo haré por justicia. Por preservar la memoria. Su memoria, cónsul Wolf.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.