Lo que llamamos vida
Son crisis de muy difícil gestión. Pero, por favor, intentemos no sucumbir al pavor irracional, tan contagioso
MIENTRAS ESCRIBO ESTO (recordaré una vez más que este artículo tarda dos semanas en imprimirse), nos encontramos todos a la espera de la llegada del coronavirus, igual que los senadores romanos aguardaban, sentados en sus sillas de marfil, la llegada de los bárbaros. En mi mundo temporal la enfermedad acaba de estallar en Italia, y, como las pandemias son tan volátiles como los incendios, ignoro si dentro de 15 días, es decir, en vuestro mundo, estaremos todos encerrados en nuestras casas con mascarillas puestas hasta en los codos, o bien tan campantes y despotricando contra la epidemia de pánico que estamos viviendo, que, como ya se ha dicho, es mucho más contagiosa que el Covid-19. Con los datos que hoy tengo no se entiende bien lo que sucede: los confinamientos de Italia, de China, de Corea parecen sacados de una novela de ciencia-ficción. Lo mudable e incomprensible de la situación forma parte del miedo que produce.
A lo anterior se suma, estoy segura, una memoria genética del riesgo, de los apocalipsis bacterianos o víricos que ya hemos vivido. El más espantoso, la peste bubónica de 1348, que exterminó en un año a la mitad de la población europea (imaginen una mortandad de 23 millones de personas en España, por ejemplo). Y el más reciente, la llamada gripe española de 1918, que mató entre 40 y 100 millones de personas en todo el planeta (la cifra, como se ve, es bastante incierta: el mundo estaba en guerra y la muerte reinaba), entre ellas víctimas tan famosas como el pintor Gustav Klimt, el poeta Guillaume Apollinaire o Edmond Rostand, autor de Cyrano de Bergerac. Por cierto que, pese al nombre, la gripe no empezó en España, sino en Kansas (EE UU). Pero, como nuestro país no participaba en la guerra, fue el primero que habló abiertamente de la enfermedad en la prensa, al no estar sometido el tema a la censura bélica. Y aquí estamos aguantando aún el sambenito, lo cual es una buena muestra de la extrema facilidad con que puede manipularse la información en crisis como estas.
Desde luego una pandemia fatal siempre es posible: Stephen Hawking decía que la humanidad no va a desaparecer por el impacto de un asteroide, sino por un virus. Pero si nos atenemos a la información que poseemos, resulta difícil no sospechar que el temor al contagio ha sido avivado por los ingentes intereses económicos que el asunto conlleva. Sucedió algo parecido en 2009 con la gripe A. Sin contar el pastizal que los países se gastaron en retrovirales, las vacunas fueron un negocio colosal. España compró 13 millones de dosis, de los que sólo usó 3 (los otros 10 se destruyeron), con un coste de 270 millones de euros. Alemania, con 80 millones de habitantes, adquirió 50 millones de dosis y sólo usó 6. Pero el caso más aparatoso fue Francia, que, teniendo una población de 60 millones de habitantes, compró 94 millones de vacunas, al parecer con la fulgurante idea de revender el sobrante a otros países y ganar con eso un dinerillo. Sólo se vacunaron 7 millones de franceses, lo cual convertiría al responsable de ese cuento de la lechera gripal en el más tonto de Europa.
Las vacunas son un descubrimiento maravilloso que ha mejorado de manera radical la salud de la humanidad. Las inoculaciones contra el sarampión, la difteria, la poliomelitis y el tétanos, entre otras, siguen siendo esenciales (y no vacunar a tu hijo pone en riesgo a todos). Pero estos parches antivíricos hechos a toda prisa en mitad de una tormenta de miedo y vendidos a precios de oro me dejan bastante perpleja. Sé que, si de pronto el Covid-19 mudara a un virus muy mortal (ahora no lo es) y no hubiera vacunas, aunque fueran de dudosa eficacia, le prenderíamos fuego al Ministerio de Sanidad, así que comprendo que son crisis de muy difícil gestión. Pero, por favor, intentemos no sucumbir al pavor irracional, tan contagioso. Recordemos que la gripe estacional mata a medio millón de personas en el mundo cada año (en España, en el invierno 2018-2019, a 6.300) y, sin embargo, no nos asusta nada. Y permitidme que os dé una noticia: aunque os cueste creerlo, todos vamos a morir algún día. Esta fragilidad, este vértigo, esta indefensión, es ni más ni menos lo que llamamos vida.
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