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ideas / pasajes de sentido
Columna
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Ciberfascismo

Las llamadas “tormentas de mierda” consiguen adueñarse de debates que denuncian problemas que no existen

José María Lassalle

No podría entenderse el avance del populismo sin el uso de estrategias masivas de comunicación digital. Estas utilizan una agresividad argumentativa y una dinámica de viralización que adapta en clave posmoderna la violencia que el fascismo utilizaba en la calle durante el periodo de entreguerras. El ágora de entonces son las redes sociales de hoy. Un espacio público que hegemoniza progresivamente el populismo y, en particular, un neofascismo que emplea una guerra relámpago contracultural que desestabiliza las bases emocionales y epistemológicas de la democracia.

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El objetivo es desplazar el eje de legitimidad de la democracia del liberalismo al populismo. ¿Con qué fin? Con el de poner las bases para una dictadura que no utilizará la violencia explícita y masiva del pasado, sino una estrategia algorítmica que predecirá y prescribirá lo que el pueblo quiere de antemano. Para lograrlo, antes hay que deshacer por dentro la institucionalidad de la democracia liberal y desacre­ditarla socialmente. Una tarea que el ciberpopulismo afronta a diario al golpear con precisión los mecanismos argumentativos de la democracia liberal. Primero, cuestionando a sus defensores, a quienes difama y caricaturiza con prácticas comunicativas que fueron denunciadas por Victor Klemperer en su famosa LTI. La lengua del Tercer Reich. Y segundo, criticando la lógica de veracidad y las dinámicas de contrastabilidad del conocimiento, así como los razonamientos de autoridad asociadas a él, que emplea la democracia liberal al ser heredera de la modernidad ilustrada.

El desenlace está en el avance del estado de malestar hacia la democracia liberal que crece en todos los países desarrollados de forma alarmante. Lo denuncia el Centro para el Futuro de la Democracia de la Universidad de Cambridge. Un fenómeno que está directamente relacionado con el ciberpopulismo que prende en las redes sociales y que consumen masivamente las clases medias de todo Occidente. No hay que olvidar que la complejidad argumentativa y el matiz narrativo que esgrimen los medios de comunicación analógicos y la academia ceden ante la simpleza emocional de narraciones efímeras que fluyen aliadas de imágenes potentísimas que distorsionan la percepción del destinatario de sus mensajes.

El matonismo de los fasci di com­battimento que llevó la guerra a las ciudades ha sido resignificado en una clave posmoderna en las redes sociales. Pone en evidencia las disfuncionalidades operativas de la democracia mediante campañas de desinformación que no pueden ser contrastadas ni contraargumentadas en tiempo real. Utiliza además una incorrección política que propaga un lenguaje de bayoneta y uniformidad adoctrinada que se vierte en tromba y sin mediaciones sobre los enemigos anonimizados que tiene enfrente. Los linchamientos y las llamadas “tormentas de mierda” consiguen adueñarse de debates que denuncian problemas que no existen. Y todo ello con el propósito de fijar un marco dentro del que extender la alarma y el malestar en destinatarios que, con el big data y otras estrategias de microtargeting, son identificados como consumidores y difusores de esos contenidos.

El fascismo se viraliza de forma poderosísima y, con él, un decisionismo dictatorial que ponga orden y seguridad frente a una democracia en estado de descomposición. Una viralización que muta subversivamente al orientar su dinámica de apropiación del espacio de comunicación de Twitter a Instagram. Una migración que incorpora patrones propagandísticos de la estética fascista del periodo de entreguerras. Por un lado asume la imagen emocional con la que la Konservative Revolution combatió los conceptos modernos y racionales que esgrimía la República de Weimar. Y por otro interioriza la obsesión por la velocidad, la máquina, la épica y la bofetada irreverente que el futurismo inoculó al fascismo italiano al atribuirle una pulsión vanguardista y de cambio que fue tan seductora en los años veinte y treinta.

La democracia liberal se debilita cotidianamente frente a un ciberfascismo que manipula con eficacia la emocionalidad herida de unas clases medias atemorizadas por su pérdida de status económico y de rol político. Unas clases medias que consumen sin filtros la simplicidad argumentativa de las redes y que retroalimentan el malestar de verse apuñaladas por una democracia que pospone sus intereses en la agenda de la política actual. De este modo, el camino hacia la dictadura se allana digitalmente.

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