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PAMPLINAS
Columna
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El capitalismo en pañales

Getty Images
Martín Caparrós

La cultura del usar y tirar se remonta a un invento de la década de 1960: los pañales desechables con los que soñó la estadounidense Marion Donovan.

ELLA TAMBIÉN estaba, como tantas, harta de sacar, guardar, lavar, secar, poner pañales malolientes. Cambiar y lavar y cambiar y lavar pañales fue, durante siglos, una condena de muchas madres y muy pocos padres. Tantas estaban hartas; solo ella cambió, a partir de su hartazgo, muchas cosas.

Marion Donovan había nacido en 1917 y en Fort Wayne, Indiana. Entonces se llamaba O’Brien, del apellido de su padre, un inventor de herramientas que se hizo rico con un torno industrial. La joven Marion estudió Letras, colaboró en Vogue y Harper’s, se casó, se reprodujo; con su segunda hija se desesperó.

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Un pañal, entonces, era lo mismo que había sido siempre: un trozo de tela que se ataba al bajo vientre de un bebé para que absorbiera lo que pudiera de sus líquidos y sólidos, y se cambiaba cada tantas horas, se lavaba, se secaba, se volvía a poner. Marion, primero, intentó evitar que se empapara: con una máquina de coser y un trozo de cortina del baño y meses de ensayos y errores armó uno bastante impermeable que, además, mantenía el entorno casi seco.

Parecía una obviedad: nunca se había hecho. Cuando vio que funcionaba decidió tratar de venderlo: lo ofreció en una tienda de lujo —Saks ­Fifth Avenue—, se corrió la voz, ricas de Nueva York empezaron a usarlo. Al cabo de dos años, Marion vendió la patente y siguió buscando: tenía, por supuesto, una idea mejor.

Para concretarla necesitaba el apoyo de una gran empresa y no lo conseguía. Años después, en su obituario, The New York Times lo contaría de un modo que hoy ya no: la señora Donovan, escribían, “era una mujer impactante que algunos comparaban con Myrna Loy y otros con Rosalind Russell, así que no tenía dificultad en ser recibida por los altos ejecutivos de las principales compañías papeleras. Pero cuando oían su idea, se reían”.

Se reían porque su idea era realmente nueva, de verdad nueva, brutalmente nueva: Marion Donovan quería producir, con capas de celulosa, un pañal que no solo absorbiera los líquidos, sino que, sobre todo, después se tirara a la basura. Diez años más tarde, la firma Procter & Gamble comercializó el producto que se llamó – ya entonces - pampers.

La historia puede sonar banal: hay historiadores que dicen que allí, en esos pañales de 1960, puede fecharse el inicio de la cultura del úselo y tírelo. Corrían tiempos optimistas: si la humanidad conseguía eludir el apocalipsis nuclear se desarrollaría sin límites, sin culpas, sin retorno.

Tras siglos y siglos de conservar objetos, la consigna pasó a ser la contraria. El plástico y otros materiales baratos, los poderes de la moda y la confianza en “el progreso” abonaban la tendencia: no valía la pena guardar, siempre habría más, siempre habría mejor. La Tierra parecía una fuente inagotable para aquellos que tenían la suerte de dominarla, y el futuro era ese momento casi cercano en que casi todo sería casi perfecto.

Los pampers funcionaron como estandarte de esta idea. Y sirvieron, por supuesto, para liberar a generaciones de mujeres de la esclavitud de lavar pañales —si tenían el dinero suficiente. Se calcula que el mercado mundial de los pañales descartables mueve cada año unos 30.000 millones de euros; también que, cada año, se usan y se tiran unos 100.000 millones de pañales: 14 millones de toneladas de un material que tardará cinco siglos en descomponerse.

Así que hay dos grupos que por una vez —y por razones tan distintas— coinciden en no usarlos: los cientos de millones de madres pobres que no podrían siquiera imaginarlo y esas pocas madres ricas que no quieren contribuir a la degradación del mañana.

Ahí afuera, saben, hay un mundo que está aprendiendo que sus recursos son finitos pero no sabe qué hacer con esa certeza tan molesta. Por el momento, las batallas contra el pañal descartable, la pajita y la bolsa del súper son escaramuzas en la gran guerra contra el úselo y tírelo, la síntesis de ese capitalismo que creyó —que cree todavía— que siempre podría más, y más, y más. Que se creyó un eterno bebé que siempre necesitaría —que siempre tendría— otro pañal.

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