El rey de los mastines no tiene miedo a los lobos. Un ‘western’ español del siglo XXI
El ganadero Fernando Rodríguez Tábara tiene 21 años y vive en una de las tierras con más densidad lobera de España, en las montañas del noroeste de Zamora. Para evitar ataques a sus vacas se ha armado con un escuadrón de perros guardianes. Su modelo de prevención de daños se ha convertido en un ejemplo ante la amenaza del depredador.
UN DÍA DE INVIERNO en 2018, Fernando andaba de caza por el monte, con su escopeta repetidora de tres tiros al hombro, y de repente vio venir a sus perrillos corriendo con cara de pánico. Se le pegaron a las piernas. Temblaban. No entendió qué les pasaba hasta que caminó unos pasos y se encontró delante a un corzo con la mirada helada. Todavía estaba vivo, pero le manaba del cuello un hilo de sangre. Un lobo se lo había perforado unos segundos antes. Hincó el colmillo, sintió a los perros cerca y se esfumó; así, como es él, un asesino profesional, elegante, discreto. A Fernando no le dio tiempo a verlo, pero dice que allí, solo, con sus perros amilanados, viendo a aquel animal desangrarse lentamente, le recorrió el cuerpo un escalofrío.
Fernando Rodríguez Tábara tiene solo 21 años y está a cargo de una ganadería de más de 100 vacas en una zona montañosa del noroeste de Zamora, una de las provincias con más densidad de lobos de la Península y de toda Europa, según el último censo del Ministerio de Medio Ambiente (2012-2014); por entonces se registraron allí 45 manadas, que en su momento pico del año, en verano, después del nacimiento en primavera de las nuevas camadas, tienen una media de 6 a 8 ejemplares. La población de lobo en España se desplomó hasta menos de 500 ejemplares en los setenta tras décadas de persecución sin límites, en la que era considerado una alimaña a erradicar, y quedó acantonado en la cordillera Cantábrica y Galicia. Pero debido a la prohibición del veneno y a la reaparición en los montes de presas como corzos, ciervos y jabalíes, ha venido repuntando y expandiéndose desde entonces y hoy se cuentan unos 3.000 ejemplares entre Galicia, Asturias, Cantabria, Castilla y León y Madrid.
Viendo a aquel corzo desangrarse lentamente, con la mirada helada, a Fernando le recorrió el cuerpo un escalofrío
Para cazar, Fernando tiene esos perrillos que se quedaron aterrados al ver al bello, mortal, magnífico Canis lupus depredando. Pero para cuidar a las vacas tiene otra clase de canes, una herramienta de disuasión poderosa: una docena de mastines con mandíbulas como tenazas y el cuello blindado con collares de pinchos que les protegen la garganta de cualquier mordedura. Fernando le agarra a uno el hocico y el animal, dócil con su amo, deja que le levante los belfos para que quede a la vista su dentadura feroz. Unos dientes bestiales que contrastan con el carácter bondadoso de estos perros grandullones. Pero Fernando advierte: “Pueden ser tan buenos como brutales. Lo mismo son capaces de llenarle la cara de besos a un niño que de enfrentarse a dentelladas con dos o tres lobos”. Mastines con nombres como Pantera, Extremeña o Puigdemont forman la guardia pretoriana que custodia su ganado.
“Sin ellos, los lobos ya se habrían merendado todas mis vacas y no tendría ni un céntimo”, dice este vaquero del siglo XXI con smartphone en el bolsillo y reloj digital en la muñeca. Admirador de Clint Eastwood, John Wayne y Paco Martínez Soria, es el único joven que se ha quedado en su aldea, Cerdillo de Sanabria, donde solo viven ya otras tres personas: su padre, su madre y su tía. Durante dos años residió en Zamora, donde se sacó el título de técnico en Agricultura Ecológica, pero la vida en aquella ciudad no lo sedujo: “Yo no estoy hecho para tanta gente, tanto coche, tanto edificio, que no ves por ningún lado el campo ni las montañas. Yo soy de pueblo, y añoraba mi mundo, mis perros, el aire puro”. Fernando es un creyente del mundo rural y le importan muy poco las teorías sobre la España vacía. Lo que le interesa es la práctica. “Estar aquí, trabajar aquí”. Y dentro de lo práctico, le importa sobre todo que sus vacas estén a salvo. “Con mis mastines, duermo a pierna suelta”, dice en el establo donde guarda los terneros, moviéndose con sus botas de goma sobre una alfombra de barro y estiércol. Hace tiempo que el lobo no atormenta a este ganadero tenaz.
El caso es que hubo un año sangriento que supuso un punto y aparte. A lo largo de 2012 los lobos mataron a 14 vacas de su familia, y sus padres empezaron a hacerse con mastines para frenar la carnicería. Año a año, el remedio fue surtiendo efecto y Fernando fue tomando el relevo del negocio, sumando más mastines, estudiando la raza, aprendiendo a cruzarlos y a adiestrarlos para depurar sus dotes naturales de pastoreo. Hoy cuenta con 12 ejemplares adultos, y sufre cada vez menos ataques. “En 2019 solo nos mataron un ternero, al que le sacaron las tripas de un viaje, y a una yegua a la que le mordieron la garganta”, cuenta, “pero llegaré a no tener pérdidas”. Fernando, un chaval de mirada limpia y con buen humor, es optimista. Por contra, su padre, Pepe, sigue temiendo al enemigo ancestral de los ganaderos.
—¡Me cago en el lobo! —exclama en casa el patriarca junto a la estufa de leña, mientras afuera caen copos de nieve como manzanas—. Tiene buen diente…
—¿Sí?
—Vaya si tiene. ¡Tiene electricidad en los colmillos!
Pepe Rodríguez, de 64 años, le ha pasado el testigo a su hijo. Él se dedicó a las faenas del campo desde niño. Debajo de su visera, que igual que Fernando apenas se quita, se ven dos ojillos agudos. Su tez está gastada. Sus manos son garrotes por los que se filtra el humo del pitillo de tabaco negro que fuma con calma, hasta que lo termina, abre la estufa y lo tira adentro. Su esposa, Luisa Tábara, de 65 años, también es una ganadera curtida. De trato suave, locuaz. Ante la hora de comer hace una pregunta a los reporteros con tono cauteloso:
—¿Vosotros sois veganos?
—No.
—Bueno, bueno.
Luisa se ha acostumbrado a recibir a forasteros con costumbres modernas. El buen hacer de su hijo con los mastines despierta interés y hasta el remoto Cerdillo ya lo han venido a visitar biólogos expertos en el mundo del lobo, ganaderos con afán de aprender y grupos de turistas. Aquí ha llegado también la ONG WWF para recoger su trabajo en un documental que difundirá este mes y que forma parte de Life Euro Large Carnivores, un proyecto de mejora de la convivencia con los grandes carnívoros en Europa. Para ellos, Fernando es un modelo de armonización de la ganadería extensiva con la conservación del lobo, de cómo centrarse en prevenir con eficacia los daños que causa el depredador en vez de anhelar su desaparición. “Hay que cambiar el chip”, dice Luis Suárez, de WWF, “pensar en la coexistencia en lugar de en la exterminación, y dejar atrás la cultura del odio al lobo”. El experto Mario Sáenz de Buruaga, autor de Lobos. Población en Castilla y León. Situación en España, coincide en que el mastín es una óptima herramienta de defensa: “Su presencia no asegura que no haya ataques al ganado, pero supone que muchos de esos episodios no sucedan”. La vuelta del lobo a zonas donde había desaparecido está causando estragos en la ganadería —en la provincia de Ávila se registran unos 1.500 terneros muertos al año— y expertos y ganaderos discuten cómo contener el problema, dándose por descontado que no cabe volver al enfoque de la erradicación de un animal de tal valor ecológico y simbólico.
Sin los mastines, los lobos ya se habrían merendado a todas mis vacas y no tendría ni un céntimo
Fernando no enfoca el asunto del lobo como los de la vieja escuela. “Los de la generación de mi padre le tenían rencor, porque es verdad que ha hecho destrozos, y nada más pensaban en eliminarlo. Pero al lobo no te lo van a matar porque a ti te venga en gana. Es mejor entender que no se va a ir, buscar la manera de asegurar tu ganado e incluso aliarte con él como motor de turismo”. Su próximo proyecto es abrir una granja escuela. Para enseñarle a los niños posmileniales de ciudad qué es una oveja, qué es una gallina, qué es una vaca y, el plato fuerte, qué es eso tan misterioso del lobo: cómo vive, cómo caza, cómo se cohabita con él. Un espíritu pedagógico que nada tiene que ver con los tiempos de un tal Pepe, El Botero, un vecino que cazaba lobos, los despellejaba, rellenaba las pieles de paja y se paseaba por Cerdillo con el muñeco encaramado al techo del coche.
En los recuerdos de la familia, el lobo es un elemento omnipresente. Luisa dice que un día su padre llegó a casa con dos cachorritos de lobo. Su madre no le dejó ni rozarlos hasta que le puso un trozo de pan en el bolsillo, el amuleto que se usaba para combatir el “lobádigo”, una enfermedad que según la creencia popular transmitía la mordedura de lobo. Al día siguiente, cuenta, apareció Félix Rodríguez de la Fuente para llevarse los lobeznos. Ella y su marido también relatan viejas historias como la de una mujer que salvó de un ataque a sus cabras hincándose de rodillas a rezar delante de un lobo.
—Es buenísima la fe —dice Pepe.
—La fe es para quien cree —repone Fernando.
Fernando cree más en los mastines que en Dios. Por eso adiestra ya una nueva camada de media docena de mastines. Más soldados. Él guarda con ellos una relación de cariño con límites. Los adora, pero los instruye con firmeza. Desde que tienen un mes, comparten el establo con los terneros para acostumbrarse a ellos y aprender a no separarse jamás de las vacas. A los cinco meses los sacará al campo con el ganado. El resto de sus días no se separarán de él. “Si el lobo se acerca, el buen mastín saldrá a ladrar para que no se acerque más, pero no se irá detrás de él para no dejar solas a las vacas”, explica. Entre el mastín y el lobo se hilará un juego sinuoso. Los perros asegurando el perímetro. Los otros buscando un flanco débil. “El lobo es inteligente, y a veces lo consigue”, dice Fernando. Lo que es menos probable es que se enganchen a dentelladas: “Los lobos evitan el enfrentamiento. Saben que pelearse con estos perros no es la mejor opción”, cuenta en un prado junto a una vaca sin rabo, mordido por un lobo.
Pepe y Luisa no entienden que su hijo se aferre a la ganadería. “La gente dice que en la aldea vives feliz, pero esta es una vida dura y no da dinero. ¡Pues al carajo la felicidad de la aldea!”, exclama el padre. A la madre le preocupa que no encuentre pareja: “¿Qué va a decir una chica que conozca en una discoteca si le cuenta que se dedica a cuidar vacas entre lobos?”. Fernando se ríe en la sala de estar, humilde y cálida, adornada con viejas fotografías de familia y colmillos de jabalí enmarcados. “Yo me he criado aquí y es lo que me gusta”, dice. “No me voy a mover. Sé que me puedo quedar solo, pero me veo perfectamente con 90 años con mis mastines y mis vacas. Y el día que me muera, ¿sabes qué te digo? Que venga el lobo y me coma, si quiere”, bromea.
Ha hecho un día horroroso. Y Pepe comenta que queda una madrugada propicia para que los lobos saquen los dientes a pasear. El frío, la nieve, el viento, la niebla. “A ellos les gusta así, cuando el tiempo empeora y se desparrama”, dice. Fuma una calada y masculla: “Me cago en la luna”. Su hijo ni se inmuta. Sabe que sus mastines están con las vacas. El aguardiente nos calienta la garganta en la noche de Cerdillo, tan helada, tan sola y hermosa. Fernando Rodríguez Tábara sale un momento de casa. Al volver, su padre le manda una voz para que cierre enseguida la puerta: “Venga, muchacho, que hoy anda el diablo por ahí suelto”.
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