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Columna
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El misterio de los agujeros menguantes del queso

Los productores de emmental se alarmaron al detectar hace dos décadas que desaparecían los populares orificios. El secreto, descubierto hace poco, estaba en la comida de las vacas

Miguel A. Lurueña
Los agujeros le dan al queso emmental su imagen característica.
Los agujeros le dan al queso emmental su imagen característica.

Si dijéramos que la Luna tiene más agujeros que un queso gruyer estaríamos cayendo en un error. Y es que, a pesar de lo que se suele creer, la variedad de queso que se caracteriza por sus orificios no es la del distrito suizo de Gruyère, que no los tiene, sino la que se elabora en el valle del río Emme, conocida en el mundo entero con el nombre de emmental (o Emmentaler, si está amparado bajo la denominación de origen protegida que la distingue de la versión industrial francesa).

Se dieron cuenta de que los quesos elaborados en invierno presentaban más agujeros y de que la desaparición había comenzado tras implantar técnicas más higiénicas

Los agujeros del queso emmental son en buena parte los responsables de su enorme popularidad. Son tan característicos que nos basta ver un triángulo amarillo con orificios para que nuestro cerebro lo asocie con un trozo de queso. Por eso es fácil de imaginar el grado de preocupación de los productores cuando hace un par de décadas advirtieron que este queso se estaba quedando ciego, es decir, esos ojos, formados por el dióxido de carbono producido en la fermentación, estaban desapareciendo. No solo afectaba a su aspecto, sino que además aumentaba el riesgo de que se formaran grietas y fisuras en la maduración. La causa era todo un misterio.

El queso emmental se ha elaborado prácticamente de la misma forma desde que existen registros escritos de su existencia, allá por el siglo XIII, salvo por las innovaciones científicas y tecnológicas que se fueron incorporando a lo largo de los años. Lo que se hacía (y se hace) es, en pocas palabras, ordeñar a las vacas, introducir la leche en una cuba quesera y añadir cultivos seleccionados de bacterias, concretamente bacterias ácido-lácticas y bacterias propiónicas. La leche coagula, formando una cuajada, que se corta para obtener pequeños gránulos que se introducen en grandes moldes, donde son prensados para dar forma al queso. Para hacernos una idea del tamaño, el queso terminado tendrá unas dimensiones de unos 12-30 centímetros de alto y 70-100 centímetros de diámetro, con unos 75-100 kilos de peso, lo que significa que son necesarios mil litros de leche para elaborar cada una de las piezas.

Una vez formado el queso fresco, se sala introduciéndolo en salmuera y posteriormente se deja reposar en salas de maduración. Primero en frío (unos 10 días a 12ºC), luego a temperaturas más templadas (unos 60 días a 19ºC-24ºC) y por último a 11ºC hasta que se dé por concluido el proceso. Este tiempo, que puede estar comprendido entre cuatro y doce meses o incluso más, dependerá del tipo de queso que se desee obtener. Si la maduración es de cuatro meses, el queso tendrá notas dulces y suaves, con tonos de nuez, y la textura será blanda y suave. A medida que vaya pasando el tiempo se irán desarrollando sabores más intensos, incluso picantes y el queso se irá haciendo más duro y quebradizo debido a la pérdida de agua por evaporación.

Globos de gas

La formación de los agujeros ocurre principalmente durante la maduración a temperatura templada, momento en el que las bacterias propiónicas fermentan el ácido láctico producido a partir de la fermentación de la lactosa. Como resultado se obtienen diferentes compuestos, entre los que se encuentran ácido acético, ácido propiónico y, sobre todo, dióxido de carbono, que es precisamente el responsable de la formación de los agujeros del queso. Para que esos ojos aparezcan, las bacterias deben producir más de dos litros de dióxido de carbono al día en un queso de 75 kilos, unos 125 litros en 50 días (más o menos la quinta parte de lo que una persona adulta exhala en un día). El 50% de ese dióxido de carbono se disuelve, el 30% escapa a través de la corteza y el 20% restante es el que forma los huecos.

Para generarlos, la estructura del queso debe ser blanda, elástica y cohesiva, para poder retener el dióxido de carbono y permitir su crecimiento. Además, se necesitan zonas de iniciación donde se formen las burbujas y se acumule el gas. Pero nada de esto explicaba por qué los quesos se estaban quedando sin agujeros. Hasta que se observaron dos fenómenos que pusieron a los productores sobre la pista. Por una parte, se advirtió que los quesos elaborados en invierno presentaban más orificios que los de verano. Por otra parte, se observó que la desaparición de los agujeros había comenzado a producirse en las décadas de 1970-1980, cuando se implantaron prácticas de elaboración más mecanizadas e higiénicas.

Para que esos orificios aparezcan, las bacterias deben producir más de dos litros de dióxido de carbono al día en un queso de 75 kilos, unos 125 litros en 50 días

Siguiendo estas dos pistas, varios investigadores suizos propusieron en 2015 una hipótesis que poco después pudieron confirmar: las zonas de iniciación estaban constituidas por micropartículas de heno que, al tener forma tubular, contienen pequeñas burbujas de aire, permitiendo la difusión de dióxido de carbono hacia el interior e iniciando así la formación de los agujeros. Por eso su número era mayor en el queso de invierno, ya que solo entonces los animales son alimentados con heno, de manera que algunas micropartículas iban a parar a la leche. La incorporación de prácticas más higiénicas como la filtración o la centrifugación, además, retiraba esas micropartículas de la leche.

Los investigadores descubrieron además que añadiendo diferentes cantidades de micropartículas de heno a la leche higienizada es posible controlar el número de orificios que se forma (mayor cuantas más partículas), su tamaño (más pequeño cuanto mayor es el número) y su distribución. Esto supone una gran ventaja para los productores ya que permite elaborar los quesos en función de las demandas de los consumidores (por ejemplo, en países como Italia se prefiere con agujeros grandes, del tamaño de una nuez, mientras que, si el queso va a ser loncheado, se prefieren huecos más pequeños, del tamaño de una cereza).

Así pues, misterio resuelto. Desde el año 2015, esas micropartículas de heno pueden añadirse a voluntad para conseguir que el queso emmental siga teniendo sus agujeros característicos. Es algo que no supone ningún problema de higiene (se esterilizan previamente) ni provoca efectos indeseables en el queso (son diminutas, del orden de cincuenta micrómetros, y están presentes en dosis muy pequeñas, unos 5-10 miligramos por cada 1000 kilos de leche, así que pasan desapercibidas).

Miguel A. Lurueña (@gominolasdpetro) es doctor, licenciado en ciencia y tecnología de los alimentos, ingeniero técnico agroalimentario y divulgador científico (www.gominolasdepetroleo.com).

Nutrir con ciencia es una sección sobre alimentación basada en evidencias científicas y en el conocimiento contrastado por especialistas. Comer es mucho más que un placer y una necesidad: la dieta y los hábitos alimenticios son ahora mismo el factor de salud pública que más puede ayudarnos a prevenir numerosas enfermedades, desde muchos tipos de cáncer hasta la diabetes. Un equipo de dietistas-nutricionistas nos ayudará a conocer mejor la importancia de la alimentación y a derribar, gracias a la ciencia, los mitos que nos llevan a comer mal.

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Sobre la firma

Miguel A. Lurueña
Es Doctor en Ciencia y Tecnología de los Alimentos y divulgador científico. Autor del blog 'Gominolas de petróleo' y de los libros 'Que no te líen con la comida' y 'Del ultramarinos al hipermercado' (Ed. Destino, 2023)

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