La batalla de la hormiga: la azarosa vida de las porteadoras en la frontera sur de Europa
Crónica de la azarosa vida de las porteadoras en la frontera sur de Europa. Ellas representan el 30% de los miles de personas que cargan mercancías a Marruecos desde Ceuta y Melilla. Y son las más vulnerables de un “negocio atípico”.
HADIJA NO ha tenido suerte en la vida. Nació en Alcazarquivir, al norte de Marruecos, donde su familia se ganaba el jornal vendiendo hierbabuena en el zoco. Violada a los 14 años por el hijo de los dueños de la casa donde trabajaba como criada y maltratada después por su marido, se ha acostumbrado a apretar los dientes y tirar para adelante para que coman caliente sus cuatro hijos. En su nevera guarda limones y garbanzos a remojo. El cuarto de baño dispone de una manguera, colocada encima de un cubo que facilita la recogida del agua de la ducha y usarlo después para el váter, una estructura en la que se apoyan los pies sobre un agujero. De madrugada sale de casa para coger un sitio en la cola de porteadoras que esperan para entrar en Ceuta. Las aglomeraciones para cruzar la frontera del Tarajal II suelen pasar del kilómetro. Para aguantar tantas horas a la intemperie usa dodotis. Hadija conocía a Fátima, la mujer de 48 años y madre de cinco hijos que, el pasado septiembre, falleció tras despeñarse por las rocas, cuando salió de la cola en el lado marroquí para hacer sus necesidades y se golpeó en la cabeza. Las divisorias de Ceuta y Melilla con Marruecos constituyen los únicos pasos fronterizos terrestres de Europa en África. De la importancia como lugares estratégicos en la ruta comercial del Mediterráneo de ambas ciudades autónomas ya dieron cuenta los fenicios. El Acuerdo de Schengen, en vigor desde 1995, normalizó el histórico trasiego de personas en los pasos fronterizos: los ciudadanos marroquíes, exclusivamente los empadronados en las provincias de Tetuán y Nador, las más próximas a ambas ciudades, pueden circular de un lado a otro sin visado. Como Hadija, casi 30.000 porteadores cargan mercancías, sobre todo alimentos de primera necesidad y ropa, que introducen en fardos en Marruecos de lunes a jueves. El viernes, día de rezo musulmán y “san viernes” para los agentes que vigilan los pasos, no hay porteo.
En las fronteras sur de Europa, las más transitadas de África, los porteadores (casi un 30% son mujeres) aguardan colas, soportan humillaciones, abusos e inclemencias meteorológicas para obtener un salario diario que oscila entre 10 y 30 euros, según el peso del bulto. La mayoría no habla español, apenas tres palabras: policía, porra y avalancha, bastan para moverse en la delgada línea que separa dos mundos. A sus 29 años, Hadija ha vivido más de una avalancha. Los gritos preceden a las carreras y, cargadas como van, una caída puede significar la muerte por aplastamiento. Vive con sus hijos en un bajo de dos habitaciones, alquilado, en una zona deprimida de Castillejos, una localidad costera marroquí en el distrito de Tetuán y el primer pueblo junto a la frontera con España. Castillejos, donde viven buena parte de los porteadores de la zona, ha multiplicado su población, de 6.000 a más de 78.000 habitantes en apenas dos decenios, y su progreso se asocia directa o indirectamente al contrabando. Por la mañana, en los cafés solo se ven hombres, pero a media tarde la emergente clase media marroquí invade el paseo marítimo, plagado de terrazas, y en el zoco se expenden lo mismo móviles de alta tecnología que perfumes. La autovía conduce directamente hasta Tetuán y en el camino de la costa se levantan urbanizaciones de lujo, con un palacio de Mohamed VI incluido —uno de sus rincones favoritos de veraneo—.
La mayoría de los porteadores no habla español, apenas tres palabras: policía, porra, avalancha
Marruecos ha tolerado históricamente, en función de acuerdos de buena vecindad, la entrada en su territorio de los productos que pueda llevar encima una persona, un tráfico que solo en Ceuta supone 700 millones de euros anuales de exportaciones. En este lado de la frontera, ese trato se rige por una norma no escrita: vía libre a toda la mercancía que sale, puesto que se trata de productos adquiridos legalmente en España. Ceuta y Melilla están sujetas a un régimen fiscal especial con una tasa variable bastante más baja que el IVA que rige en el resto de España, del 21%. Se trata del IPSI (impuesto sobre la producción, los servicios y la importación) y ronda entre el 0,5% y el 10%. Sin embargo, el porteo podría tener los días contados. El país vecino suspendió el pasado octubre en Ceuta lo que eufemísticamente se conoce como comercio atípico y no hay visos de cambio. Entretanto, Melilla cruza los dedos.
Marruecos, que ya opera en el flamante puerto de Tánger Med y Casablanca, construye nuevos diques, muy próximos a las ciudades autónomas, para importar directamente las mercancías con sus propios aranceles, lo que asfixiaría económicamente a unas capitales que reivindica como propias. Hace un año que Marruecos, sin previo aviso, cerró la aduana comercial de Melilla. Los contenedores llegan directamente a sus puertos y la naviera Maersk, una de las más importantes del mundo, ya no opera en esta ciudad. Queda el porteo, lo que miles de personas pueden llevar encima.
Situadas en el norte de África y separadas por 385 kilómetros de carretera en territorio marroquí, las dos ciudades autónomas han visto cómo se modificaba su paisaje cotidiano. Además de los trabajadores transfronterizos, como se denomina a las cerca de 5.000 personas (empleadas de hogar, camareros y obreros) que entran y salen cada día, el número de porteadores se ha multiplicado en ambas ciudades ante la falta de trabajo en Marruecos. A esa realidad se ha sumado la amenaza de terrorismo yihadista de nivel cuatro (la máxima está en cinco) y el hecho de haberse convertido en uno de los puntos de entrada al primer mundo de inmigrantes ilegales, especialmente subsaharianos que huyen del hambre o el terror de la guerra. Hace unos años, la frontera era apenas un mojón donde los niños jugaban al fútbol y cruzaban al otro lado en busca de la pelota. Ahora, vallas electrificadas, concertinas y detectores de latidos para evitar polizones en los vehículos tratan de contener el paso alrededor de unos territorios mínimos, comparados con el continente en el que se sitúan, 18,5 kilómetros cuadrados (Ceuta) y 12,3 (Melilla).
Desde España solo se puede llegar en ferri (una hora a Ceuta y ocho a Melilla) o en helicóptero y avión. Ninguna de las ciudades genera demasiado trabajo, carecen de recursos naturales y buena parte de su población activa la forman funcionarios del Estado, de la autonomía y fuerzas y cuerpos de Seguridad y del Ejército. Casi el 40% de la población es musulmana. Y casi la mitad de sus importaciones tienen su destino final en Marruecos. Los fardos que introducen los porteadores en Marruecos, como todo lo necesario para el consumo de las dos ciudades, llegan directamente desde el puerto de Algeciras. Hay productos que se importan de la Península, pero los fabricados en Europa o de procedencia extranjera (China o Corea, principalmente) viajan hasta Algeciras desde Ámsterdam.
La carga llega hasta la misma frontera, donde la recogen las “hormigas”,
que portarán bultos de 60 u 80 kilos
El hecho fronterizo adopta matices curiosos. Ceuta y Melilla pertenecen a la Unión Europea, pero no a la Unión Aduanera, lo que supone que, a efectos aduaneros, funcionan como un tercer país. La mercancía sale de los puertos como exportación sujeta al pago del impuesto local. Entre la diversidad de empresarios que operan en la frontera, se cuentan algunos marroquíes que, animados por los beneficios fiscales, adquieren los productos a través de Ceuta y Melilla e introducen la mercancía en su país, en coches patera o a través del porteo sin abonar ni un sueldo fijo. El empresario paga los fletes; en el puerto, los estibadores descargan los contenedores; otros ponen los bultos en furgonetas, donde se trasladan hasta los polígonos para ser empaquetados y recogidos por los porteadores que cruzan la frontera hacia Marruecos. Algo así como la lucha del elefante y la hormiga. Cada hormiga pasa con su bulto, un bulto de 60 u 80 kilos que, al juntarlo con los otros fardos de la misma marca, se transforma en una jugosa partida comercial. La batalla de la hormiga también se juega en cantidades ridículas: una mujer con dos latas de atún en una bolsa no llama la atención, pero 2.000 porteadoras con 4.000 latas de atún abastecen un supermercado en un par de horas. Y toda la mercancía pasa bajo la supervisión de policías y aduaneros marroquíes, sobre los que pesan acusaciones de corrupción y malos tratos. Los móviles e Internet lo han puesto en evidencia. Hay un chiste que corre por Melilla sobre los exámenes para aduaneros en Marruecos en el que a los candidatos al puesto el tribunal le pide que declinen el verbo trincar.
La misión de los policías y guardias civiles que vigilan los pasos fronterizos, más allá de identificaciones o registros de automóviles, consiste en controlar que no se produzcan avalanchas o se imponga la ley del más fuerte. Para facilitar el movimiento en los pasos principales y, en parte, por esconder un espectáculo que remite a la construcción de las pirámides egipcias, hace un par de años se decidió centrar el porteo en pasos exclusivos: Tarajal II en Ceuta y Barrio Chino en Melilla.
Son las doce de la mañana en la frontera de Barrio Chino. El monte Gurugú parece al alcance de la mano. Un Mercedes del año de la polca pasa cargado de neumáticos usados, piezas muy valoradas al otro lado, donde no hay limitaciones de uso, y un anciano empuja una bicicleta cargada con un váter. Junto a la alambrada que delimita la línea de los dos países, hombres y mujeres se refugian bajo los olivos para ocultar entre sus ropas botellas de pastís, un licor de anís de alta graduación, y bolsas de plástico, dos productos de contrabando prohibidos por Marruecos porque el alcohol va contra el islam y el plástico contamina. Esta mañana son los productos más perseguidos. En la frontera ya se han apostado medio centenar de GRS (Grupos de Reserva y Seguridad de la Guardia Civil) especializados en la contención de masas. Carteles didácticos señalan el camino trazado para el paso de los hombres y el de las mujeres, que esperan separados junto a los bultos. El tono en el paso es fuerte. Se escuchan órdenes tajantes: “¡Vengaaa!, ¡vamos, vamos!, ¡muévanse ya!”. Ahí se pone en marcha el primer grupo. Se acercan a los tornos giratorios (hay tres antes de pasar al lado marroquí) con la cabeza baja y el bulto atado a la espalda; los más afortunados apoyan el fardo (hoy son amarillos en su mayoría) en un patinete de fabricación casera. Algunos desfallecen en el camino y precisan de ayuda. Pasan ciegos con lazarillo, ancianos y amputados de piernas o brazos. Una mujer mayor se ha quedado varada sobre el bulto, le ofrecen agua pero la rechaza. La tensión y el sudor se palpan. Muchos resoplan, acalorados. Las mujeres se recolocan los pañuelos instintivamente. Ellos visten ropa ligera y deportiva, y ellas, atuendos que no facilitan el trabajo: una especie de pijama de estampados chillones que cubren con batas (made in China) muy de moda, chilabas o jarapas de rayas. Las chicas sin velo se cuentan con los dedos de la mano. Todos conocen bien los galones de los agentes: “Gracias, capitán, guapo”.
Un grupo accede directamente a la frontera en autobús (un servicio municipal que reparte 800 tiques cada día por los que se abonan 1,80 euros y un salvoconducto para conseguir la carga y evitar que se realice más de un pase diario) con los bultos que han cargado en el polígono mientras que otros esperan el desembarco de furgonetas en el mismo recinto vallado de la frontera, en lo que se denomina zona de embolsamiento. Trabajan para empresarios asiáticos, argelinos, franceses y españoles y la mayoría ha entrado en la ciudad entre las ocho y las nueve de la mañana. Joria, de 39 años, se ha levantado a las cuatro de la madrugada, un viaje rápido en taxi desde Nador con otras porteadoras hasta la frontera. Transporta bolsas de té que entregará al otro lado a cambio de 25 euros. Con suerte, a la una de la tarde podrá volver a casa, hacer algo de compra y preparar la comida. Habla español y tiene estudios “de letras”, pero la falta de empleo la obliga a buscarse la vida como porteadora. “Y esto”, dice señalando el bulto que tiene en el suelo, “es un trabajo, aunque se sufra mucho”. No dispone de un minuto para pensar en sí misma. Solo ella aporta dinero para la familia. Como sus compañeras en la cola, el hambre y la pobreza las iguala. En sus pasaportes verdes figura que nacieron en 1943, 1955, 1962… El récord en Barrio Chino fue un pasaporte con fecha de 1922. También chicas de apenas 18 años que viajan solas o acompañan a sus madres, doble paquete y doble ganancia. Las mayores gritan que tienen hijos, tres, cuatro o cinco… Y nietos. Están aquí por ellos, para que puedan comer. “Tenemos el país muy mal”. Aisa, ataviada con casi harapos rosas y blancos, apenas puede enderezarse. Confiesa 60 años, podría tener 90. No sabe lo que es una pensión de jubilación.
Joria tiene 39 años. Se ha levantado
a las cuatro de la madrugada. “Esto es un trabajo”, dice, “aunque se sufra”
En medio de la marabunta de personas y paquetes, un grupo de jóvenes, los gorrillas amarillas los llaman, ordenan el paso. Son gente de confianza de la Guardia Civil, chicos marroquíes que crecieron en la frontera y que hacen de intérpretes a cambio de un porteo diario sin tener que hacer cola. “Se les da un poco de poder y nosotros evitamos tener un conflicto permanente con ellos”, cuenta un GRS. “Esto es muy complicado. En la Península le das una orden a una persona y obedece, aquí no te hacen caso, no te escuchan, hay veces que necesitas gritar. No es cuestión del idioma, se trata de su cultura y su educación. Parecen acostumbrados a ese trato. Es muy fuerte lo que estoy diciendo; sin embargo, es así”, cuenta un agente. “Aquí te asalvajas un poco, nosotros no fiscalizamos los bultos, pero le dices a alguien que no pase cargado de botellas porque se las van a quitar en cuanto cruce, y se vuelve a poner en la cola y lo intenta de nuevo una y otra vez. Te cansas de repetirlo”, dice otro. Salvo un momento de tensión entre agentes marroquíes y españoles, no se han producido incidentes, aunque, a veces, hay robos de bultos y navajazos. En una ocasión, una mujer rompió aguas y tuvieron que atender un parto, pero hoy la novedad ha sido descubrir envases de leche rellenos de pastís y su olor inconfundible. Salvo excepciones, el tráfico de droga ya no constituye un problema grave en estos lares, los narcos la transportan directamente en lanchas a la Península, aunque parte de las ganancias que genera se blanquean en ambas ciudades.
En Ceuta, hombres y mujeres portean separados. Lunes y miércoles para ellas y martes y jueves ellos. Pero desde el pasado 4 de octubre, fecha en que Marruecos cerró con motivo de unas obras el Tarajal II, todo el peso de la frontera se ha mudado, sobrecargándolo peligrosamente, al paso del Tarajal, un hormiguero por el que se mueve una media diaria de más de 5.000 personas y 1.000 automóviles. Grandes carteles de cadenas de alimentación y de ropa deportiva dan la bienvenida a los recién llegados a Europa. La policía nacional supervisa la documentación de los peatones y la Guardia Civil vigila el paso de coches. Como muchas otras porteadoras desde que se cerró Tarajal II, Hadija trata de confundirse entre el ir y venir de viajeros para cruzar con algún paquete entre las manos; deben ser bultos pequeños porque los fardos están prohibidos. Con suerte saca 10 euros, pero se arriesga a que la policía marroquí le requise la carga y perderlo todo, algo que ocurre últimamente con mucha frecuencia.
“¿Cómo voy a alimentar a los niños?”, se pregunta Hadija en su residencia de Castillejos. Salvo en el dormitorio, donde se amontonan las mantas junto a la cama revuelta de matrimonio, en la casa, pintada en tonos alegres, impera el orden y la limpieza. Usa un trozo de espejo roto, no más grande que una mano, para mirarse la cara si tiene un arrebato de coquetería. Hadija habla dariya. Bajita, resuelta y echada para delante, sobrevive estos meses limpiando casas cuando la llaman y colándose en Ceuta, pero, si las cosas siguen así, pronto dejará de pagar el alquiler y acabarán todos en la calle. Los pequeños están acostumbrados a resolver solos mientras falta su madre. Deja el desayuno preparado, la puerta bien cerrada y una copia de la llave en manos de su patrona por si hubiera algún problema grave. Hadija lo cuenta mientras su hija de tres años juega con el móvil. También es testigo de la conversación su hijo de 10 años, un canijo de pelo rapado que no quiere ir al colegio. Para ayudar a su madre, planea cruzar a Ceuta en busca de un sustento en Europa. Algunos chicos del barrio ya escaparon ocultos en los bajos de un coche o un camión. Y su madre pagaría, si pudiera, los 10.000 dírhams (938 euros) que le piden las mafias por pasarlo al otro lado. No le importa que en el centro de menores de la ciudad con capacidad para 60 chicos tenga alojados casi 300. Ni que otros tantos vaguen por las calles, esnifando pegamento o viviendo de la caridad a la espera de una ocasión para saltar el charco y desembarcar en Algeciras.
El cierre del porteo complica cada día que pasa un poco más la línea del Tarajal. Y no hay previsión de cambio, según la Delegación de Gobierno. Los agentes se ven desbordados para contener a tanta gente desesperada. La parada de autobús que comunica con el centro de la ciudad se llena a primeras horas de mujeres de aspecto ensimismado. Son “las muchachas” (así las llaman) que trabajan por horas en la ciudad autónoma en domicilios particulares, muchas sin ningún contrato. A su alrededor se ven colas, gente que va de un lado a otro cargada con bolsas y furgonetas descargando bultos, entre papeles y plásticos agitados por el viento de levante. Ahí mismo, varias mujeres duermen sobre unos fardos en el suelo a la espera del momento oportuno para cruzar a Marruecos. La noche anterior quedaron atrapadas en territorio español. Esperan pegadas a la valla que separa la playa, junto al paso fronterizo, para protegerse de las bandas que últimamente asaltan y golpean durante la madrugada a los porteadores. Sucede que los agresores suelen ser los mismos que les reclaman dírhams a cambio de protección.
En la frontera las cosas siempre pueden empeorar, pero la picaresca ayuda a suplir carencias legales. El porteo ha mutado. La guerra hoy son las almendras. Cajas de 10 kilos (proceden de Estados Unidos) se descargan de furgonetas a unos metros de la frontera. Sentadas en el suelo, las mujeres vacían el fruto seco en bolsas. Zahara, ojos maquillados, chilaba blanca, deportivas de Balenciaga y bolso y pañuelo rojo a juego, hoy se conforma con eso. Como su amiga, ataviada con vaqueros (muy pocas visten al estilo occidental), que discute a gritos con el intermediario. En la frontera nada es gratis y el tipo amenazante que ha bajado la caja pide su comisión.
Las estadísticas de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía señalan a las porteadoras como mujeres de entre 30 y 60 años, en su mayoría viudas, madres solteras o repudiadas, pero esta tarde en el Tarajal todas dicen tener marido. “Un marido que pega si sale en foto”, “un marido que no trabaja”, “un marido que espera en casa”. Fuera del plano donde se descargan las almendras, protegidos por una roca o algún techado de plásticos, rajado por el viento, una mujer, con la chilaba remangada a la altura de la cintura, se calza un pantalón tras otro: abre la bolsa donde se guarda doblada la prenda sin estrenar, la extiende y con agilidad mete un pie y luego el otro. Son negros y elásticos. Pierdo la cuenta con el séptimo. A su lado, un hombre, con el chándal bajado a la altura de los tobillos, ni siquiera desempaca las prendas; las enrolla alrededor de sus muslos y pantorrillas, como una segunda piel. En el vestuario improvisado, hasta donde alcanza la vista, hombres y mujeres (de todas las edades) se enfajan ropa sin estrenar. El chirrido del celo al despegarse del rollo y adherirlo al cuerpo sobresale por encima del tráfico y las olas. Plásticos y papeles quedan abandonados en el suelo, está la cosa como para pensar en reciclar. Al joven del chándal no le cabe un paquete más en el cuerpo. Camina, como si fuera Robocop, hacia el tubo.
El tubo, como se conoce en argot el paso para peatones del Tarajal, mide poco más de un metro de anchura y está flanqueado por vallas metálicas y alambradas en algunos tramos. El camino, atestado de gente cargada con bolsas, desemboca en el lado marroquí, donde espera la policía de ese país, que es quien determina el futuro de la carga. Atravesar los más de 200 metros lleva tiempo. La Guardia Civil, que supervisa la entrada al tubo, impide el paso de personas cuando ve que la cola no avanza. Se escuchan gritos de “stop” y se ven las porras de los agentes levantadas. En el siguiente tramo toma el relevo la policía nacional, que escolta el camino justo hasta la zona internacional. El equilibrio es muy frágil y las pulsaciones de los agentes se disparan. Los viajeros con maletas que acaban de desembarcar en el ferri y van camino de Marruecos se mezclan con ancianos apoyados en muletas y mujeres que parecen armarios por la carga oculta. Las cintas de celo que aprisionan el cuerpo de una de las porteadoras bajo la chilaba le cortan la respiración y tiene que ser evacuada, presa de un ataque de ansiedad. El peligro en el tubo aumenta cuando la marcha se interrumpe. Y ocurre cuando los agentes del país vecino, ubicados en una especie de jaula, retienen la mercancía de una porteadora. Sus lamentos desesperados se escuchan en toda la cola. Las almendras alfombran el suelo, alguien ha perdido un zapato y se ven paquetes esparcidos con ropa y red bull alrededor de un pequeño enjambre que discute a gritos. Los policías visten de caqui y no se muestran precisamente diplomáticos. La confusión es enorme. Entre empujones, otra mujer se encara con un agente y una tercera recula para evitar que le quiten la carga, aplastando a los que esperan como ella para cruzar, en ese espacio mínimo y abarrotado. En una furgoneta, aparcada al lado, se va guardando lo requisado. El guirigay es monumental. Tarik, el cuestionado jefe de Aduanas, recientemente trasladado por voluntad propia a Tánger Med, vigila el movimiento.
En paralelo se mueven los automóviles por tres calles habilitadas para su paso. Muchos son coches patera, como se conoce a los vehículos usados también para el transporte de mercancías. Desde el cierre de Tarajal II se mastica la urgencia. “Necesitamos que se ponga en marcha la diplomacia, así con mayúsculas, lo que sucede en Ceuta va más allá de un problema de vecindad”, se queja un comerciante cuya familia lleva varias generaciones en este negocio. Muchos critican a Salvadora Mateos, la delegada del Gobierno nombrada por Pedro Sánchez, de quedarse con los brazos cruzados mientras Marruecos adopta medidas unilaterales. El PSOE perdió su escaño en la ciudad en las pasadas elecciones, que ahora detenta Vox, y muchos achacan el cambio a la situación de abandono que viven. Ya hay amenaza de despidos, mercancías cuya fecha de caducidad se agota y desabastecimiento en algunos comercios del lado marroquí. Marruecos ha anunciado que hará una lista con la gente que verdaderamente vive del porteo para tratar de paliar su situación, pero algunos porteadores ya han comenzado a regresar a sus pueblos de origen. Entre tanto, la frontera sur de Europa no descansa.
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