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Ideas / Un Asunto Marginal
Columna
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La lección de Rita

Levi-Montalcini, Nobel de Medicina, padeció los totalitarismos y se veía "incapaz de ser optimista", pero defendía la obligación de serlo

La neuróloga Rita Levi-Montalcini en su casa de Roma, Italia, el 10 de septiembre de 1988.
La neuróloga Rita Levi-Montalcini en su casa de Roma, Italia, el 10 de septiembre de 1988.
Enric González

Hay ciertas gratificaciones en este oficio que practicamos, y con frecuencia cometemos, la gente de la prensa. La principal, creo yo, es la de rozarse de vez en cuando con un ser luminoso, una de esas personas que dignifican la especie. Rita Levi-Montalcini, por ejemplo. La célebre neuróloga, premio Nobel de Medicina, tenía ya 96 años en mayo de 2005, cuando conversé con ella en Roma. La presencia de esa figura gigantesca del siglo XX, tan heroica, tan dulce, tan frágil físicamente, intimidaba y a la vez reconfortaba.

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Le pregunté por qué el humano es más inteligente que hace 50.000 años, pero no es más bueno. “Por el componente límbico cerebral que sigue dominando nuestra actividad”, dijo. “Vivimos como en el pasado, como hace 50.000 años, dominados por las pasiones y por impulsos de bajo nivel. No estamos controlados por el componente cognitivo, sino por el componente emotivo, el agresivo en particular. Seguimos siendo animales guiados por la región límbica paleocortical”.

Rita Levi-Montalcini murió en 2012, con 103 años. Pienso en ella a menudo.

Solo la neurología puede explicar un fenómeno muy propio de esta época. Pese a que el campo de las ideologías políticas se estrecha cada vez más (el grueso del debate se desarrolla bajo la aceptación explícita o tácita de las reglas del capitalismo) y prosperan las ideologías antipolíticas (las que no admiten transacciones porque se rigen por conceptos absolutos como la nación o la religión), parecemos deseosos de convertirlo todo en batalla ideológica. No de ideas, sino de ideologías. Prestamos muy poca atención a los hechos y muchísima a tal o cual explicación de los hechos que se adapta a nuestros prejuicios y a nuestros impulsos reptilianos. Si conviene, falseamos los hechos. Hacemos cualquier cosa para encajar la realidad en un determinado marco ideológico.

La cuestión del clima constituye un buen ejemplo. Tratándose de un asunto científico, apenas conocemos a los científicos que lo estudian. Conocemos a los políticos que discuten y a algunas figuras llamativas, como Greta Thunberg, pero no a los expertos. Casi todos tenemos una opinión sobre lo que ocurre con el clima y casi nadie es capaz de citar unos cuantos datos ciertos y relevantes. Merodeamos en torno al problema con el escudo ideológico bien alto.

Quienes tienden a definirse como “derecha” suelen negar la influencia humana en el cambio climático y no necesitan datos para ello: si quienes se alinean con la llamada “izquierda” afirman que la actividad humana es decisiva en el fenómeno, y proponen cambios profundos en los comportamientos individuales y sociales, automáticamente se sospecha de una “añagaza progre”. Y al revés. Si Donald Trump niega que haya crisis climática, el progresismo queda convencido de que la hay, y gravísima.

Rita Levi padeció las guerras y los totalitarismos del siglo XX, fue perseguida por judía y coaccionada por mujer. Aseguraba, sin embargo, que había que mantener la fe. “Si asumimos una visión catastrofista del ser humano, estamos acabados. La vida se hace inútil. Yo también me siento interiormente incapaz de ser optimista, pero hay que serlo, cueste lo que cueste”.

Y cuesta mucho.

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