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CARTA BLANCA
Columna
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Yo soñé que tu corazón se hacía añicos

El escritor uruguayo Mario Levrero fue amigo y maestro literario de la autora. Falleció en 2004 y ella guarda intacto los recuerdos sobre él

QUERIDO MARIO: volví a verte al otro día de tu entierro. Ibas vestido con traje y pajarita, y cargabas un maletín parecido al que tu Nick Carter usaba para transportar al diminuto Tinker. Me dijiste que te ibas de viaje, que estabas esperando un taxi. Te vi contento, libre por fin de todas tus fobias. Fue nada más que un sueño, dirán algunos, pero vos y yo sabemos que fue nada menos que un sueño, y hoy te agradezco que hayas hecho una parada en tu viaje para regalarme esa despedida.

Una o dos semanas antes, me habías dicho que yo tenía dos personalidades, la de la vigilia y la nocturna. Lo decías por mis sueños, y por las veces en que me había entrometido en tu inconsciente. “Sos bruja”, decías, y nos reíamos de eso. Pero no era tan gracioso, porque yo te había visto abrazando a una mujer flaca y vestida de negro, y en ese mismo sueño vos me decías que estabas tramando algo grande, tal vez peligroso. Al otro día, cuando te lo conté, me dijiste que sí, que era justamente el caso, pero que no podías darme más detalles.

Así que mientras la Fernanda de la vigilia hacía bromas acerca de tus locos vaticinios de muerte (decías “en noviembre ya no estaré aquí”), la que vivía por las noches sabía que era cierto y soñaba que tu corazón se hacía añicos. Será por eso que, cuando el teléfono sonó a las seis de la mañana y oí la voz de Alicia que llamaba desde el hospital, no me sorprendí. Era el 30 de agosto de 2004.

En pocos días van a cumplirse 15 años, pero yo no puedo pensarte muerto. Nunca me habría imaginado una cosa así, que un muerto pudiese estar tan escandalosamente vivo. Te he visto en tu casa, tirando del cinturón para levantar los pantalones; te he visto dar vueltas buscando sosiego, mientras te preparás para salir a comer un lomo casi crudo, con ensalada de tomate y cebolla, sin aceite de oliva ni mucho menos albahaca, cosa que aborrecías. Te he visto haciendo largas pausas al hablar, pensando las palabras o pensando la vida.

Solo de vez en cuando me viene a la memoria esa imagen tan distante de vos, tan otra cosa, la imagen de ese cuerpo verdoso, desalmado, rodeado del olor dulzón de las flores que habrías odiado tanto como odiabas el perfume de las mujeres. A veces me llega el llanto del gentío, la invasión de manos ajenas que querían llevarse un trozo tuyo, sin siquiera notar que vos ya estabas muy lejos, que nunca habías llegado allí, sino que te habías ido en tu pequeño taxi, vestido de traje y pajarita.

¿Para qué te escribo hoy, entonces? Para decirte que lo lograste, supongo. Que la novela que todas las editoriales del país rechazaron ahora ilumina a muchos lectores, de este y del otro lado del océano. Para contarte que los mismos que se negaron a reeditar tus libros después se los arrancaban de las manos. Tendrías que haberlos visto: llegaron al velorio dando grandes zancadas y con una gabardina que se abría a los lados, como las alas de un cuervo. Te escribo para decirte, supongo, que todo está bien. Y también para hacerte una pregunta:

¿Qué llevabas en el maletín cuando emprendiste el viaje? 

Fernanda Trías es autora de la novela La azotea (Tránsito).

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