Y sin embargo
Los siglos han demostrado que, pese a nuestros denodados esfuerzos, no somos capaces de destruir España
Incluso lo obvio se aprecia mejor desde la distancia. El viajero que regresa a España después de un cierto tiempo comprueba que, en efecto, el paisito tiene sus virtudes. Muy elementales algunas. En ningún otro lugar de Europa, por ejemplo, se puede comer tan bien por un precio razonable (aunque Portugal e Italia sean también fuertes en ese sentido), ni son las infraestructuras tan modernas y eficientes (la Unión Europea y el endeudamiento yeyé nos han dejado una red de transportes rutilante, con la eterna excepción de los trenes extremeños), ni son, en general y con las excepciones que quieran, tan abundantes y apropiados los hoteles. Cosas propias de un país turístico, dirán. En efecto. Pero un buen país turístico.
De esto somos todos conscientes. Igual que de la asistencia sanitaria. O, puestos en lo más pedestre, del nivel futbolístico.
Lo que más llama la atención al viajero que vuelve, en cualquier caso, es lo que funciona mal. O sea, nosotros. Para ser más precisos, la forma en que nos organizamos o desorganizamos. Lo que llamamos el sistema.
España está acostumbrándose a celebrar elecciones generales como se celebran las fiestas mayores: anualmente y sin mayores consecuencias que un punto de resaca. También parece haber adquirido el hábito de ir tirando con los presupuestos del año anterior, que a su vez son del año anterior, etcétera. Cuenta con unos políticos que dan para lo que dan, y no más, como comprobamos de forma cotidiana. Y con unos partidos que son lo que son: entre los que dicen hablar en nombre de la Nación, los que dicen hablar en nombre del Pueblo y los que dicen hablar en nombre de la Nación, el Pueblo y la Historia (una rica especialidad catalana), más unas cuantas líneas rojas y unas cuantas líneas torcidas, ¿cómo no regocijarnos ante las urnas?
El viajero que vuelve, entiéndase, se coloca temporalmente al margen de la histeria informativa que creamos los periodistas para poder quejarnos de ella. Está en eso que conocemos como vacaciones. No escucha las tonterías que dice no sé quién, ni presta atención al rifirrafe de no sé dónde. No se entera de las noticias urgentes que no son ni lo uno ni lo otro. Se limita a andar por ahí.
Lo que percibe es una sociedad tolerante que soporta con bastante elegancia los zarandeos políticos. Y unas instituciones sólidas. España es un disparate, pero un disparate que funciona. Una de sus comunidades autónomas o regiones o nacionalidades se declaró independiente hace nada (simbólicamente, alegan algunos autores de la trapisonda, aunque a la gente de la calle le pareció que iba muy en serio) y estamos a la espera de una sentencia trascendental; el juego político permanece bloqueado; los problemas endémicos (desempleo juvenil, precariedad laboral, déficit presupuestario, deuda, etcétera) no muestran mejoras significativas. En algún otro país, bajo las mismas circunstancias, el entramado estaría a punto de venirse abajo.
Y, sin embargo, aquí seguimos. Los siglos han demostrado que, pese a nuestros denodados esfuerzos, no somos capaces de destruir España. Cabe sospechar que, llegados a este punto, ni siquiera estamos dispuestos a repetir eso que históricamente tan bien se nos ha dado: destruir la convivencia. Quizá, sin darnos cuenta, hayamos conseguido el sistema que mejor se adapta a este país complicado y propenso a la autolesión: un sistema malo, pero irrompible.
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