Anti
El respaldo indirecto de Rivera a Maragall en la alcaldía de Barcelona, por la vía del “no es no”, tardará en ser digerido


El prefijo anti suele conducir a callejones semánticos muy oscuros. No me refiero a palabras venerables que lo llevan incorporado, como antifaz o antimonio, sino al anti transformado en profesión de fe. Ese anti posee una perversa cualidad conectiva entre antagónicos y, además, reseca el cerebro. Permitan que me explique.
Vamos con la cualidad conectiva. Un ejemplo sencillo: no hay nada tan parecido a un fascista como un antifascista. Si te gusta salir a la calle para pegarte con fachas, si te gusta reventar actos públicos, si censuras por tu cuenta y a palos un discurso en una universidad o impides por la fuerza que un candidato haga campaña, si gritas insultos hasta quedarte afónico, ¿qué crees que eres? Lo mismo con el anticomunismo. Anticomunistas hay muchos, pero quienes ponen el término en su tarjeta de visita propenden a actuar exactamente como el famoso dúo que componían el padrecito Stalin y el comisario Beria. Véase la Triple A, Alianza Anticomunista Argentina, un grupo surgido del peronismo de extrema derecha y de la policía que en los años setenta secuestró, torturó y asesinó a centenares de personas, muchas de ellas peronistas de izquierdas.
Por la misma cualidad conectiva, el nacionalismo independentista catalán ha ido adoptando los rasgos que atribuye al peor nacionalismo español: la voluntad hegemónica, la exclusión del que habla distinto, la acusación de traidor hacia quien no está dispuesto a embarcarse de nuevo en todo aquello de la “unidad de destino en lo universal”. Abundan los ejemplos y no hace falta extenderse.
Luego está lo de que reseca el cerebro. ¿Qué me dicen del antifranquismo? Una cosa es desmantelar lo que aún queda de la dictadura y cerrar las heridas de la lejanísima Guerra Civil, dando sepultura a todos los muertos; otra cosa es utilizar el espantajo de Franco para remover las vísceras de la gente y fomentar la crispación. El caso más claro, en cualquier caso, es el que ofrece el antieuropeísmo británico. Es fácil hablar de soberanía, de libertad nacional, del pasado glorioso y del futuro resplandeciente cuando puedes atribuir todos tus males a una entidad externa y supuestamente enemiga: los “burócratas de Bruselas”. El gran problema aparece cuando desaparece el enemigo. Cuando ya no puedes ser solo anti y te ves obligado a definirte. De una forma o de otra, cuando el Reino Unido deje la Unión Europea va a encontrarse con un antiguo partido hegemónico y tradicionalista, los tories, convertido en una olla de populistas exaltados; con una crisis constitucional (los retorcimientos del Brexit han desdibujado las funciones del primer ministro y del Parlamento), y con un país dividido en dos partes que al menos compartirán un sentimiento: la frustración.
Algo de eso debe estar pasándole a Albert Rivera. Forjado en el antinacionalismo catalán, con un fondo de comercio basado en la lucha contra el delirio civil de los partidos independentistas, parece necesitar que sus enemigos se mantengan poderosos. Su respaldo indirecto a Ernest Maragall en la alcaldía de Barcelona, por la vía del “no es no”, tardará en ser digerido por quienes le veían como parte de la solución y descubrieron que también podía ser parte del problema.
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