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IDEAS
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

La inevitable búsqueda del pacto

No hay política sin conflicto pero tampoco sin consenso. Se acabó el viejo sistema de partidos capaces de aunar suficientes votos para gobernar en solitario.

Álvaro Bernis
Máriam Martínez-Bascuñán

No hay política sin conflicto, pero tampoco sin la posibilidad de decidir, de poder gobernar. Y sin embargo, lo que hoy prima no es la búsqueda de zonas de entendimiento para la acción política sino la lógica del muro: la construcción de trincheras regidas por la arcaica dialéctica amigo-enemigo. Es esta dimensión conflictual, antes que el acuerdo, lo que en la actualidad define la forma de hacer política.

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Porque lo cierto es que el conflicto es un hecho social ineludible. Es más, pretender eliminarlo, negarlo, es lo que caracteriza a los regímenes totalitarios, y por eso toda la tradición democrática se ha esforzado en buscar un sistema que permitiera la vida en común reconociendo precisamente que la disparidad, la pugna y el desacuerdo no van a dejar de existir. En la democracia liberal, la necesidad de buscar un punto de equilibrio entre disenso y acción se ha resuelto tradicionalmente a través del principio de la mayoría, y para ello se recurrió a sistemas electorales que lo favorecieran, incluso mediante las pertinentes distorsiones de los sistemas proporcionales. Así, la gobernabilidad se antepuso de modo más o menos explícito al consenso, un recurso cada vez más escaso en sociedades crecientemente plurales. El modelo era, de hecho, bien ingenioso, aunque la democracia, como dice Todorov, y a diferencia de otros regímenes, nunca ha pretendido ser infalible. La búsqueda del más amplio consenso posible se reducía a la aprobación de los principios y las reglas básicas del sistema, mientras que la política ordinaria, la del día a día, podía funcionar siguiendo la ley de la mayoría. Las minorías quedaban también protegidas por dichas reglas: con cada enfrentamiento electoral, podían aspirar a dejar de serlo.

Cuando hablamos hoy de crisis de la democracia liberal lo hacemos en buena medida porque dicho mecanismo inteligente ha dejado de funcionar con la eficacia con la que solía. La emergencia del populismo ha acrecentado la dimensión conflictual en la arena política, pretendiéndose sin descanso una suerte de paroxismo de la decisión mayoritaria, hasta el punto de olvidar la necesaria protección de las minorías. Es, en parte, una reacción a la tecnocracia donde el conflicto se disolvería en nombre de la “decisión necesaria”, cuya misma necesidad anularía la posibilidad de opciones alternativas. Paralelamente, la volatilidad electoral, expresión de lo que se ha venido en llamar una “crisis de representación”, ha provocado el fraccionamiento de los sistemas de partidos o, si quieren, de los sistemas de partidos de masas herederos de los consensos pos-Segunda Guerra Mundial.

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Lo que hoy prima no es la búsqueda de zonas de entendimiento para la acción política sino la construcción de trincheras

En los sistemas mayoritarios, como ocurre en Reino Unido, hoy la crisis se traslada al interior de los partidos, mientras que en países continentales, como Italia, España, Alemania o los países nórdicos, asistimos a un escenario de segmentación progresiva que asienta a su vez un fenómeno sorprendente: en lugar de extender los espacios políticos disponibles, la fragmentación, paradójicamente, los reduce. ¿La razón? La competición electoral deja de buscar el centro político, imponiéndose en su lugar una lucha de bloques compitiendo por los extremos.

El derrumbe de certezas

¿Qué está ocurriendo, entonces? Junto al discurso que insiste en la desaparición del viejo eje derecha-izquierda, aparecen nuevos ejes de conflicto, como el generacional, el espacial (campo-ciudad) o, incluso, el geopolítico, con nuevas y viejas potencias compitiendo por la hegemonía. Los espacios de cohabitación y entendimiento se han disipado hasta tal punto que ni siquiera la aplicación de un cordón sanitario a la extrema derecha funciona ya como punto en común.

Empezamos a verlo con claridad en Francia, pero ya lo hemos comprobado en la Italia de Salvini o en la Austria de Kurz. Incluso en Finlandia, las recientes elecciones han dado como resultado un Parlamento fragmentado en el que ninguna fuerza política supera el 20% de apoyo electoral, y donde la extrema derecha se ha quedado tan solo a 6.000 votos de la victoria. Esta tendencia, iniciada con el cambio de siglo y acelerada desde la crisis económica, es ya el escenario electoral más probable en los países europeos, incluido el nuestro.

Los mandatos que se obtienen de las urnas son cada vez más complejos, más difíciles de interpretar, y las familias políticas de siempre ya no aglutinan el apoyo que conseguían en el pasado. El panorama es confuso porque los electores parecen estar diciendo muchas más cosas al mismo tiempo, lo que en teoría debería obligar a los partidos a negociar y buscar pactos entre sí. Porque lo que es evidente es que las sociedades son cada vez más heterogéneas. Muchos de los conceptos con los que interpretábamos el mundo han dejado de funcionar, aunque sorprende el reverdecimiento de viejas categorías, como esa tozuda tendencia nuestra hacia regímenes cesaristas en la variante populista del hombre-pueblo. Dado que el pueblo no se deja aprehender ya en la expresión mayoritaria de la sociedad como antes, se busca su equivalente funcional bajo el aura de un solo hombre: el líder fuerte como remedo de la integración de la pluralidad bajo una misma cabeza.

La lógica bélica de la que nutren el juego político abjura de cualquier posibilidad de proyecto común

Incluso la idea misma de pueblo, el sujeto de la democracia, está en disputa, aunque se trate hoy de un “pueblo sin atributos”, marcado por las mutaciones del capitalismo y la globalización. La reacción ante dichos cambios y alteraciones se traduce en un repliegue real y metafórico, en esos muros, como el de Trump, que son las grandes metáforas de nuestro tiempo: su naturaleza hiperbólica no representa ya símbolo de poder alguno, sino el triste apocamiento de lo que pretenden enaltecer.

El desarrollo del individualismo y las crecientes expectativas de los ciudadanos también vuelven más difícil la representación en segmentos mayoritarios que puedan dar cuenta de nuestras experiencias y vivencias sociales. La idea del pueblo como expresión mayoritaria, como el número más grande, dice Pierre Rosanvallon, ha dejado paso al pueblo como una pluralidad de minorías. No haber asumido ese cambio ya ha tenido consecuencias dramáticas: seguir entendiendo la voluntad general como "omnipotencia del hecho mayoritario" puede conducir a experiencias tan traumáticas como el Brexit.

Pretender captar al pueblo en su totalidad hoy, además de ser una simplificación peligrosa, representa una ilusión aritmética. Aunque tarde, Theresa May tuvo que reconocer que, para gestionar la salida de la UE y legitimar su acción de gobierno, debía reunirse con la oposición, un ejemplo representativo de un fenómeno más amplio: los Gobiernos han dejado de ser el centro de la vida democrática y necesitan más que nunca construir consensos. ¿Estamos preparados para ello? Al otro lado del Canal, Emmanuel Macron ha decidido en los últimos meses activar la dimensión deliberativa de la democracia para entender las frustraciones de los invisibles, un malestar difuso que se resiste a ser descrito con los términos convencionales de nuestros sofisticados análisis políticos. ¿Con qué indicadores de dignidad o desprecio deberíamos medir los temores de los chalecos amarillos? Ellos son, a decir de algunos, una fracción más tirando desde abajo hacia los extremos, pero Macron ha entendido que deben ser reconocidos si se quiere sacar adelante cualquier proyecto que tenga en su horizonte la construcción de un mundo común. El furioso descontento no puede ser ignorado.

El camino hacia una cultura del pacto

Estamos en una coyuntura donde parece obligado acentuar lo conflictual, pero nuestras sociedades plurales y fragmentadas están transmitiendo también otras señales: ya no es posible esconder realidades, acallar voces, ahogar debates latentes, silenciar pulsiones sociales o producir tramposamente consensos ficcionales para ocultar disensos. Tampoco sería deseable interpretar los resultados electorales en clave de vencedores y vencidos, aunque los actores políticos se empeñen en utilizar las campañas para cristalizar (o inventarse) antagonismos. La lógica bélica de la que nutren el juego político abjura de cualquier posibilidad de proyecto común, pero si una facción social se queda sin representación, ¿acaso la búsqueda del pacto no se hace inevitable? Y sin embargo, cuanta más fragmentación existe, más se fuerza el bloque, más tiramos de los extremos. Terminada la contienda, lo que se impone es la exclusión del vencido, en lugar de su cuidado.

¿Cómo trabajar una nueva cultura democrática del pacto cuando este desafío se presenta, además, al compás del surgimiento de fuerzas ultras cuya estrategia consiste en minar los fundamentos de los sistemas democráticos? ¿Cuáles de sus provocaciones merecen ser amplificadas y cuáles habría que ignorar? ¿Cómo evitar que se premie la exageración en lugar de los enfoques y aproximaciones constructivos?

Proteger la democracia requiere de pactos que superen la lógica del calendario electoral

La aparición de la ultraderecha ha favorecido los escenarios de polarización, lo que explica la dificultad creciente para llegar a acuerdos en los sistemas democráticos. El caso de Italia muestra que es posible llegar a pactos de gobierno y, al mismo tiempo, dinamitar consensos democráticos: el pacto se instrumentaliza como lógica para asaltar el poder, no como orientación estratégica del gobierno. Esta paradoja implica que los actores políticos son los responsables de discernir qué espacios comunes hay que preservar y sobre cuáles, por el contrario, es importante y legítimo mantener las diferencias. ¿Cómo solucionar el dilema? La respuesta, por supuesto, está en los clásicos, en esa necesidad de garantizar, al decir de John Rawls, “consensos superpuestos” que posibiliten arquitecturas institucionales que garanticen el juego democrático. De hecho, son precisamente las normas constitucionales que guían el funcionamiento de las democracias las que favorecen la convivencia, además de ser su condición de posibilidad. Pero el consenso, hoy, en un mundo plagado de retos globales y potencias emergentes que desafían nuestro imaginario sobre la democracia, también debería extenderse a las políticas a largo plazo, aquellas que van más allá del mandato electoral y que afectan a cuestiones esenciales, como el cambio climático, la educación o la seguridad.

Las democracias compiten actualmente con formas autoritarias de poder impermeables a los vaivenes de la opinión pública, una fortaleza competitiva frente al natural cuestionamiento de las decisiones políticas en una democracia liberal. Por eso, proteger la democracia y ser competitivos en términos estratégicos requiere de pactos que superen la lógica del calendario electoral. Lo que habitualmente llamamos política de Estado, los consensos estratégicos de un país en política exterior, educación o modelo productivo, por poner algunos ejemplos, no deben hurtarse al juicio y la elección de los votantes, pero no puede depender únicamente de las fluctuaciones emocionales de la ciudadanía.

El problema central es hoy la gobernabilidad, y cómo buscar nuevas vías de legitimación democrática. Si la hipótesis aquí apuntada es cierta, e interpretar la voluntad general es mucho más complejo, ¿por qué no multiplicar institucionalmente los registros en los que esta se manifiesta en lugar de reducirla a una sola expresión? Ya no puede haber política sin suma, y pretender comprenderla exclusivamente desde el conflicto solo puede explicarse desde un peligroso cinismo. En eso, nuestro país ya va acompasado con el resto de Europa, pero seguimos teniendo una arquitectura institucional ineficaz, diseñada para un sistema mayoritario.

Uno de los grandes retos a los que se enfrenta España es armonizar las instituciones con las tendencias, impulsos y exigencias sociales de nuestros días, al menos si queremos evitar la parálisis permanente. Reformas tan necesarias como la del sistema de investidura del presidente, inyectar recursos humanos y materiales al Parlamento para convertirlo en el centro de la vida política o reducir el número de cargos públicos de libre designación de los Gobiernos son ejemplos concretos de cosas que podríamos cambiar ya para adaptarnos cuanto antes a la realidad.

Otra cosa son los imperativos de escrupulosa exigencia democrática que requiere la nueva situación: dónde poner las líneas rojas para el pacto entre partidos, o si estamos dispuestos a normalizar que las fuerzas de ultraderecha entren en Gobiernos de coalición o sean decisivas para su conformación. Ahí, todo dependerá de la responsabilidad de nuestros políticos y de la rendición de cuentas que les exijamos. Porque a pesar de todo, la palabra, al final, la tiene el pueblo.

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