El mundo de ayer
Para los nuevos movimientos de derecha, el auténtico enemigo es el distinto, sea por su piel, su religión o su sexualidad
Sergio Massa, uno de los precandidatos a la presidencia de Argentina, solía utilizar una metáfora matrimonial para explicar la necesidad de una tercera vía entre el kirchnerismo y el macrismo. “Supongamos que te divorcias de tu mujer y te casas por segunda vez”, decía. “Pero con esa segunda esposa tampoco te entiendes. ¿Qué haces? ¿Vuelves con la primera? ¡No! ¡Buscas una tercera!”. Habrá que ver qué le depara a Massa el futuro inmediato. Personalmente, estoy poco convencido de que las dinámicas de pareja sean trasladables a la política. No estos días.
En gran parte del mundo, millones de ciudadanos suspiran por volver con la primera esposa. Seguimos con la metáfora, pero no referida ya a las opciones argentinas. Me refiero a lo que comúnmente llamamos, quizá de forma en exceso simple, ultraderecha. Se trata de movimientos típicamente reaccionarios que proponen un retorno al pasado. La nación, la religión, el liberalismo decimonónico, el culto a la autoridad y al ejército, el horror ante la inmigración “distinta” y las culturas ajenas, componen un cóctel que gusta más o menos por igual en Rusia y Brasil, Estados Unidos y España, Francia y Turquía.
Reivindican la nación, la religión, el liberalismo decimonónico y el culto a la autoridad
Resulta interesante que estos movimientos de derechas no propongan nada nuevo. Ese fenómeno ocurre pocas veces, e históricamente ha constituido un reflejo antirrevolucionario. Se dio tras la revolución francesa, cuando se acuñó el término “reaccionarios” para denominar a quienes deseaban regresar al orden previo a 1789, y se dio tras la revolución soviética, aunque entonces se llamó “reaccionario” a cualquiera que no doblara el espinazo ante Lenin y luego Stalin. Por lo demás, las derechas, como las izquierdas, han hecho propuestas novedosas (buenas, desechables o nefastas) a lo largo de toda la era contemporánea.
No esta vez y no esta derecha. Ni Abascal, ni Trump, ni Putin, ni Bolsonaro, ni Salvini, ni Le Pen se vinculan a la idea de progreso. Lo que ofrecen es un vago retorno a “antes” sin que a primera vista exista una revolución que marque un “después”. En su faceta más pintoresca, añoran, como esa señora de Madrid, los embotellamientos en la Gran Vía a las cuatro de la madrugada. Y, sin embargo, se presentan a sí mismos como disruptivos y casi revolucionarios. Dicen ser lo nuevo. Por más acostumbrados que estemos al lenguaje orwelliano, esto es gordo: que lo antiguo se autoproclame nuevo viene a ser el colmo de la desfachatez. Pero funciona.
La nueva derecha reaccionaria se declara en general enemiga de la “corrección política”. Ahí puede ganar puntos
La nueva derecha reaccionaria se declara en general enemiga de la “corrección política”. Ahí puede ganar puntos, porque está bastante extendido el hartazgo ante tanto ofendidito y porque la libertad del debate público debe defenderse. Ocurre, en realidad, que sus enemigos reales están en otra parte. Escuchemos sus discursos: el auténtico enemigo es el distinto, sea por su piel, su religión o su sexualidad. Su enemigo es el otro. No hay más.
Ni nazis, ni fascistas, ni totalitarios, aunque algo de eso lleven impregnado. Se limitan a hacer demagogia con la nostalgia. Consideremos el furor con que se emplean contra las “feminazis”, la “burocracia europea”, el “orgullo gay” o los inmigrantes: si tan molestos están, será que, sin darnos cuenta, algo hemos hecho bien estos últimos años. Esa es la buena noticia.
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