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La disfuncional familia de la ultraderecha europea

Un análisis de la actualidad internacional a través de artículos publicados en medios globales seleccionados y comentados por la revista CTXT

El primer ministro húngaro, Viktor Orban, en un partido de fútbol en su natal Felcsut el 19 de mayo de 2019.
El primer ministro húngaro, Viktor Orban, en un partido de fútbol en su natal Felcsut el 19 de mayo de 2019. Laszlo Balogh ( AP)
Victoria Carvajal

No se llevan tan bien como parece. De hecho en la foto de la cumbre ultraderechista convocada por Matteo Salvini en Milán hace una semana faltaban los dos partidos del ramo más influyentes hoy en Europa: el húngaro Fidesz de Víktor Orbán y el polaco Ley y Justicia de Jaroslaw Kaczyinski. Ambos en el gobierno. A las fuerzas nacional-populistas que estos días concurren a las elecciones europeas les une un mensaje: la identidad nacional está en peligro, la inmigración es una amenaza y hay que recuperar la soberanía nacional. Y un deseo: cambiar las instituciones europeas y sus principios fundacionales. Pero les separa Rusia y la estrategia a seguir. Ni Hungría ni Polonia quieren formar un solo bloque junto a sus correligionarios de Italia, Francia, Alemania, Holanda, Austria, Dinamarca, Estonia o Finlandia, en el Parlamento Europeo que salga de estos comicios. Aspiran a atraer a los partidos conservadores con los que comparten grupo en la cámara europea, los Populares en el caso de Orbán (del que está temporalmente suspendido), y los Conservadores y Reformistas en el caso del polaco, para plantar cara a los socialdemócratas, los verdes y cualquier otra fuerza liberal progresista. Esa es la brecha que quieren abrir. La división limita por el momento la capacidad de la ultraderecha para actuar junta en la UE. Una buena noticia para la supervivencia del proyecto europeo en su forma actual.

En una reciente entrevista concedida a The Atlantic, Víktor Orbán deja claras sus distancias con Marine Le Pen, de quien dice no fiarse, y expresa su apoyo a Salvini, a quien considera un gran activo para la causa nacionalista europea por su capacidad de influencia al gobernar en el tercer mayor país de la UE. Pero no está dispuesto a formar parte de ningún bloque ni sumarse por el momento a la Alianza de los Pueblos y naciones que promueve el italiano. A preguntas de Bernard Henri-Levy, Orbán no tiene reparo en reconocer que se ha convertido en el líder de las democracias iliberales europeas. Pero puntualiza: “Espere un momento. Aclaremos los términos. El liberalismo ha aupado a la corrección política, lo que es una forma de totalitarismo y que es lo opuesto a la democracia. Por eso creo que el iliberalismo restablece la verdadera libertad, la verdadera democracia”. Reivindica la necesidad de que los partidos de derechas europeos se unan para parar los pies a la izquierda. Y evitar la “islamización de Europa”. No ve contradicciones entre su política migratoria y la defensa cerrada que hace del cristianismo, a pesar de que el Papa Francisco le ha criticado por la crueldad de su trato a los inmigrantes en múltiples ocasiones. “¡Pero si el ADN europeo cristiano soy yo!”, dice. Fidesz podría ganar el 71% de los 21 escaños asignados a Hungría en el Parlamento Europeo. Sería el partido de extrema derecha más votado, seguido de Polonia (49%), Italia (39%), el Partido del Brexit de Farage del Reino Unido (35%), Eslovaquia (30%), Francia (29%), Bélgica (28%) y Austria (27%). Porcentajes que en algunos casos se multiplican por tres con respecto a las pasadas elecciones.

En The Guardian, Shaun Walker analiza cómo Rusia divide a la extrema derecha europea Para muchos nacionalistas, el apoyo de Moscú es un efecto colateral natural de su sentimiento antiamericano y anti Bruselas. Salvini ha alabado a Putin en repetidas ocasiones pero quizás quien del grupo más claramente ha apoyado al

presidente ruso ha sido Marine Le Pen, que además ha recibido préstamos concedidos por el Banco de Rusia. Y qué decir del escándalo de la ultraderecha austriaca, forzada a retirarse de la coalición en el Gobierno por sus chuscas relaciones con un (falso) mafioso ruso… Algunos partidos ultras de Escandinavia, como es el caso de Dinamarca, ven con temor a Rusia por su proximidad geográfica, pero el país que más claramente ha expresado su negativa a unir fuerzas con los amigos de Putin ha sido Polonia: “Estamos de acuerdo en muchas cosas, como la inmigración y la soberanía, pero no apoyamos la relación con Rusia”, dice Kaczynski. Que descarta cualquier cooperación con Le Pen: “No sólo está financiada por Rusia, está más a la derecha que nosotros en algunas cuestiones sociales. Es demasiado ultra para que podamos cooperar con ella”.

Quien sí se ha ofrecido a sumarse al bloque ultranacionalista de Salvini ha sido el británico Nigel Farage. Y su aportación en términos de escaños no es despreciable. Mientras que Theresa May dimite tras haber intentado torpe y desesperadamente todas las fórmulas posibles para el Brexit –ya sea el acordado con la UE y rechazado tres veces en el Parlamento, el fallido intento de pacto con los laboristas o el descartado recientemente a cambio de un nuevo referéndum–, Farage es el único que recoge beneficios del desastre de la gestión conservadora del mandato popular recibido hace tres años para sacar al Reino Unido de la UE. En un Reino Unido más dividido que nunca, la paradoja es que el líder ultraconservador y acérrimo enemigo de la UE se postula como ganador británico de los comicios europeos con su recién creado partido (cinco semanas de vida), muy por delante de los Laboristas y Conservadores. Pero el Parlamento Europeo contraataca. En Politico, Maia de la Baume y Zia Weise revelan que el presidente del Parlamento, Antonio Tajani, ha pedido al comité asesor que revise el código de conducta de la cámara para comprobar si Farage se ha saltado las reglas al no declarar regalos por valor de casi medio millón de libras (565.000 euros). Veremos.

En el New Yorker, Sam Knight narra su experiencia en un acto del Partido del Brexit en el interior del Reino Unido (West Midlands). Una región que fue en el pasado el centro de la industria metalúrgica y que en un 60% votó a favor de abandonar la UE en 2016. Los que atendían el mitin eran mayoritariamente blancos pero de distinto origen social. La mayoría de ellos desencantados con el partido conservador. “La UE no funciona. A Farage le doy el beneficio de la duda”, decía uno de los asistentes. Y el mensaje que dominaba en las pancartas del acto era: “CHANGE POLITICS FOR GOOD”. Y eso pese a que el partido de Farage no tiene programa político alguno. Sólo sacar al Reino Unido de la UE como sea, sin acuerdo y con todas sus nefastas y ya conocidas consecuencias económicas. No importa. Todos compartían la emoción de reivindicar el nacionalismo inglés. Whatever that means

Así las cosas, el presidente emérito italiano, Giorgio Napolitano, en una entrevista a La Repubblica, lanzaba un mensaje claro de cara a estas elecciones: “Hay que votar contra la mentira de los populistas”. Presidente entre 2006 y 2015, Napolitano, con una sólida trayectoria política, fue la única autoridad institucional italiana capaz de frenar los desmanes del líder populista por antonomasia, Silvio Berlusconi, que acabó dimitiendo en 2011 en medio de una grave crisis económica. Y recuerda: “La UE nació del desastre de la Guerra Mundial como reacción al nacionalismo y las

tendencias reaccionarias, fascistas y de derecha que la provocaron”. E insiste: “Este patrimonio no puede ser desperdiciado”.

Mark Leonard, en Politico, transforma el miedo en virtud en su columna de opinión. Explica por qué el miedo, habitual arma de los populistas, puede en esta ocasión salvar a la UE. Y comenta cómo una encuesta reciente muestra que el apoyo a la UE es el más alto entre sus ciudadanos desde 1983. Dos tercios de los europeos apoyan el proyecto; muchos de los encuestados temen que la UE en su forma actual pueda desaparecer y que esta pueda ser la última vez que puedan votar en unas elecciones al Parlamento Europeo. El miedo a la ultraderecha parece que cala y puede movilizar el voto. “Es el momento de que los pro europeos usen la ansiedad sobre el futuro del proyecto y proponer soluciones convincentes”.

Y mientras la economía mundial parecía que iba capeando más o menos bien el parón del crecimiento con ayuda de los bancos centrales, el presidente Donald Trump parece empeñado en complicar las cosas. Ya sea con sus amenazas contra Irán, que han presionado al alza los precios del petróleo y puede dar al traste con la política amable de las autoridades monetarias en su vigilancia de la inflación. O con su fijación de declararle la guerra comercial a China. Para The Economist, la escalada de amenazas comerciales entre EEUU y China representan la nueva Guerra Fría. Nueva, entre otras cosas, porque ocurre en otra clave. Ambas potencias compiten en todos los terrenos que definen las ventajas estratégicas y el poder hoy en el mundo. Desde los semiconductores a los submarinos o a la tecnología que permite explorar el espacio. No tiene que ver con la rivalidad militar. EEUU se queja de que China le roba tecnología y que con ella conquista un poder que amenaza la paz mundial. China, mientras, aspira a ocupar el lugar dominante en Asia que le corresponde por su progreso reciente y teme que Washington le esté boicoteando por ser incapaz de aceptar su decadencia como único gran poder mundial. Y concluye el semanario en su editorial: “Tres décadas después de que cayera la Unión Soviética, el momento unipolar se ha acabado. En China, EEUU tiene un rival que aspira a ser el primero. Los vínculos empresariales y de beneficios, que servían para cimentar su relación, se han convertido hoy en un campo de batalla. China y EEUU necesitan desesperadamente acordar unas reglas que permitan manejar esta nueva y vertiginosa era de competencia entre las dos superpotencias. Por el momento, ambos ven las reglas como algo contra lo que pelear”. Desgraciadamente. Y, sobre todo, para el resto del mundo que, a menos que se pongan de acuerdo, sufrirá las consecuencias.

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