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Columna
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El poder de la lengua

La genómica revela que las tres familias lingüísticas de Greenberg corresponden a las tres migraciones de pueblos eurasiáticos que descubrieron América

Javier Sampedro
Placa del Mesón del Champiñón en Madrid.
Placa del Mesón del Champiñón en Madrid.Gorka Lejarcegi

Qué harto estoy de tener razón!, diría el lingüista neoyorquino Joseph Greenberg si levantara la cabeza. Murió en 2001 sin saber que la tenía, y eso suele resultar muy molesto para los intelectuales adelantados a su tiempo, aquellos que ven más allá que la inmensa mayoría de sus colegas, y que por tanto reciben la del pulpo cada vez que abren la boca. Greenberg investigó en los años cincuenta y sesenta los lenguajes africanos, y los clasificó en solo cuatro familias, lo que resultó un escándalo para los antropólogos con tendencias más exuberantes y complicadas. Luego hizo lo mismo con las mil lenguas nativas americanas, y reeditó el escándalo. Allí donde su colega Lyle Campbell vio más de 200 familias lingüísticas, Greenberg las redujo a solo tres: la amerindia, de la que vienen casi todos los idiomas nativos del nuevo continente, y otras dos restringidas al norte de Norteamérica, la esquimo-aleutiana y la na-dené. Aquella unificación volvió a levantar ampollas que aún perduran en el mundo académico.

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El enfrentamiento entre Campbell y Greenberg me trae de inmediato a la memoria uno de mis debates favoritos de la biología, el que sostuvieron en 1830, bajo los auspicios de la Académie des Sciences francesa, los dos grandes naturalistas de la época, Georges Cuvier y Étienne Geoffroy Saint-Hilaire. Cuvier pensaba que la estructura de un animal respondía exclusivamente a las necesidades de su entorno, mientras que Geoffroy creía que todos los animales eran variantes de un mismo plan de diseño universal. Cuando se produjo el debate, Darwin ni se había embarcado aún en el Beagle, pero aquellas ideas unificadoras de Geoffroy fueron un precedente obvio de la teoría de la evolución. Todos los animales tenemos, en efecto, un origen común, un organismo que vivió hace 600 millones de años y del que hemos heredado nuestro plan arquitectónico. Las adaptaciones al entorno consisten en modulaciones finas de ese diseño general.

Del mismo modo, sabemos ahora que Greenberg, el Geoffroy de la lingüística moderna, también tenía razón. Como demuestra David Reich en su recién publicado Quiénes somos y cómo hemos llegado hasta aquí (Antoni Bosch editor), la genómica revela que las tres familias lingüísticas de Greenberg corresponden a las tres migraciones de pueblos eurasiáticos que descubrieron América por el puente de tierra (actual estrecho) de Bering, un proceso que comenzó hace 15.000 años, tan pronto como el fin de la glaciación lo permitió. En particular, el lingüista neoyorquino tenía razón en que la gran mayoría de las lenguas nativas americanas pertenecen a la misma familia, por muy distintas que puedan parecer. La genómica ha confirmado a la lingüística.

Quizá Greenberg era el más genético de sus colegas. La lingüística convencional acepta la evolución de los lenguajes, por supuesto, pero calcula que la señal de un origen común se pierde en unos pocos miles de años. La técnica de Greenberg consistía en centrarse en unos pocos cientos de palabras del núcleo duro de las lenguas, como verbos auxiliares, negaciones, marcadores interrogativos y los nombres de los objetos más comunes. Es un enfoque muy de genetista, y cuyas propuestas van mucho más allá de las lenguas americanas.

En África central, el número uno se dice tok, tek o dik. Muchas lenguas asiáticas (y sí, también americanas) utilizan tik para el dedo índice. Y en el indoeuropeo ancestral, deik significaba señalar con el dedo (de ahí daktulos, digitus, doigt o dedo). Seguramente un testimonio de nuestro origen común. Es el poder de la lengua.

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