Reunión vegana en el matadero
Decenas de personas acuden a las puertas de estos centros para despedir a los animales que serán sacrificados y vigilar las condiciones en las que pasan sus últimos momentos
A la realidad es fácil tomarle el pulso desde las redes sociales. Un poco de memoria basta para recordar cómo el pasado mes de enero los derechos animales reconquistaban su intermitente protagonismo mediático a través de Twitter, cuando comenzaron a circular vídeos de animalistas despidiéndose de las reses que llegaban de madrugada a los mataderos. Bautizadas como vigilias veganas y grabadas por los propios activistas, estas concentraciones se viralizaron con un único objetivo: visibilizar los últimos momentos de vida de unos animales, los no humanos, condenados a servir de alimento.
“Aunque realmente este es el punto final de su sufrimiento”, explica Rober, simpatizante del movimiento antiespecista Save Movement Madrid, que prefiere no dar su apellido. Desde muy temprano está plantado junto a otros compañeros en la entrada del matadero de Getafe (Madrid) recibiendo a los camiones que llegan cargados de cerdos.
En el intervalo entre el tercer y el cuarto camión, Rober cuenta lo que sabe de este sufrimiento que, según dice, comienza a los seis meses de vida del animal; de cómo nada más nacer a los cerdos los separan de su madre, que queda encerrada en “una especie de jaula” desde donde únicamente puede amamantar a sus crías con el mínimo contacto. “A los mataderos – asegura – llegan con mordiscos, con arañazos, con golpes, con mil cosas...”. Su testimonio pertenece a la hoja de ruta del activismo de Save Movement, que antes del boom proanimal actual, concretamente desde diciembre de 2010, ya trabajaba para crear conciencia y denunciar la “difícil situación de los animales de granja”. La visibilidad que han adquirido en los últimos meses, después de que The Economist declarase que el 2019 sería el año del veganismo, solo ha sido una forma más de transmitir su causa. Los animalistas han estado desde entonces en el foco de la prensa y han sabido jugar sus cartas a favor de lo que realmente les interesa: hablar del movimiento antiespecista. “De los medios que han venido, ha habido reportajes que nos han gustado más y otros menos”, explica Rober. “Normalmente, lo enfocan hacia nosotros: 'mira estos, qué hacen ahí…'. A sacar el morbo de qué raros somos. No es como nosotros querríamos enfocarlo, pero nos da igual”.
Mientras el activista cuenta todo esto, en la parte trasera del matadero, los chillidos de los cerdos bajando de un camión se cuelan entre sus palabras y le hacen girar la cabeza. Un cerdo se ha caído junto a las ruedas. “Muchas veces me he planteado si estábamos haciendo lo correcto viniendo, continúa. No sabíamos si esta iniciativa estresaba más a los animales y si nuestra presencia podría provocar que los trabajadores fueran quizás más crueles. Pero hace un tiempo una señora de la zona nos decía que cuando estamos nosotros parece que les tratan mejor”.
Muy cerca está Toño, que tampoco desea dar su apellido, mudo ante el mismo panorama que se observa al otro lado de la verja: un empleado del matadero afanándose por sacar a todos los cerdos del camión. Toño trabaja como recepcionista de hotel y ronda la treintena. Él se encarga de gestionar los permisos con la Delegación del Gobierno para que la vigilia sea legal. Si en ese momento llegara la policía no podría desalojarlos. Él es uno de esos millennial que tiran del carro del antiespecismo y, a la vez, uno de los pocos jóvenes que, disfrutando del sabor de la carne, un día decidió que, si había una alternativa de alimentación, él no iba a contribuir con su dinero a un sistema que esclaviza y fulmina a los animales, unos seres vivos con tantas ganas y tanto derecho a vivir como él, en sus propias palabras: “No hay justificación moral. Me planteé si hay alguna buena forma de matar a un animal que no quiere morir y no la hay”. Fue entonces cuando inició su lucha por cambiar las cosas: comenzó a ver documentales que retrataban con fiereza la crueldad animal (él mismo nos recomienda títulos como Dominion y Dentro del matadero), a seguir a los activistas que se infiltran en mataderos y granjas para sacarle los colores a la industria cárnica, como el fotógrafo Aitor Garmendia. ¿Alguien sabe cómo se sacrifica a un animal para que podamos encontrarlo listo para su consumo carnívoro en una bandeja del supermercado? Toño lo ha aprendido documentándose: “El procedimiento estándar para matar a los cerdos, por ejemplo, es electrocutarlos en la cabeza para aturdirles y luego colgarlos de la pata trasera y cortarles el cuello para que se desangren y se ahoguen en su propia sangre. A las vacas les meten un tiro con una pistola de perno cautivo y luego les cortan el cuello también”. Con todo lo que sabe, aún es optimista: “Esto de que el 2019 es el año del veganismo, yo lo estoy notando”.
El joven, junto a otras personas que se han reunido esa mañana a las puertas del matadero de Getafe, pertenece a un colectivo llamado Anonymous for the voiceless. Cualquier plaza del centro madrileño ha podido ser escenario de su performance despierta-conciencias o, como la han llamado, "cubo de la verdad": se plantan en medio con portátiles que muestran el sufrimiento de los animales y, solo a aquellos transeúntes que parecen interesados en las pantallas, se les acercan para preguntarles su opinión, para intentar prender la llama del veganismo y el respeto. “Si te das cuenta, el 99% de las personas estamos en contra de la crueldad animal. Aunque también he visto gente pararse delante de lo que les mostramos y decir: es imposible que eso sea real, vámonos”.
Las personas que voluntariamente madrugan, piden permisos en sus trabajos y pasan la mañana con los sentimientos a flor de piel en una intersección perdida de Madrid para despedirse de unos animales que consideran hermanos bien merecen una panorámica. Son (en su mayoría) mujeres que no creen en un solo tipo de opresión, son estudiantes de cocina que sueñan con instaurar la gastronomía vegana en el mundo, son docentes que hablan un idioma sosegado y real. Son, sobre todo, mucho más tolerantes de lo que algunos pensarán. “Yo no creo que los empleados del matadero se levanten por la mañana con ganas de matar animales”, afirma Toño. “Simplemente son parte de un sistema”.
Ya queda poco para que pase el último camión de la mañana. Parará, pero no abrirá las compuertas para que los animalistas puedan tocar a los cerdos por última vez. El último contacto humano, el que debería confortarles, no siempre es posible y el sentimiento de frustración se puede cortar. Aún así, volverán en dos semanas. Para referirse al punto de conversión en el que la carne animal deja de ser una opción, emplean una expresión parecida a “hacer el clic”. A paciencia no hay quien les gane, creen que a todos nos llegará ese momento.
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