Alimentos similares, cuando la copia supera al original
Ciertos alimentos que nacieron como una reproducción acaban mutando en algo con personalidad propia. En la bodega de Nicolás II se imitaba el estilo de los grandes vinos, y alguna de esas copias superaba a los originales.
Dos mil años alcanzan para muchas decepciones, torpezas y derroches, para múltiples campos de batalla, páginas de enciclopedia y sueños dibujados en el aire. Afortunadamente también regalan destellos de creatividad y aromas entrañables, además de un puñado de reflexiones, como esa breve y en apariencia banal frase adjudicada al historiador romano Tito Livio: “Cualquier esfuerzo resulta ligero con el hábito”. No deja de ser sorprendente que veinte siglos antes de desarrollarse la neurociencia alguien ya se hubiese percatado de que el estado de flujo en el que se entra cuando un hábito activa una respuesta motora facilita no reflexionar demasiado. Cuando nuestro cerebro considera que algo se ha asimilado, lo integra en forma de respuesta automatizada.
Estas resoluciones se integran poderosamente en nuestra mente como una huella asociada a situaciones e incluso a emociones. ¿Cuántos platos hay adscritos a una fecha señalada o a una celebración? Para entender la fuerza de los hábitos solo hay que observar lo que sucede cuando, por uno u otro motivo, esa elaboración o ingrediente tan tradicional deviene inasequible. Se produce entonces la activación de esa ley conocida como de la similaridad, un principio que viene a decir que lo que es similar a algo contiene atributos parecidos a aquello a lo que se asemeja.
Si parece café, será café, debieron de considerar durante la posguerra aquellos que lo sustituían con bebedizos hechos a base de achicoria, malta, semillas de algarroba, trigo, cebada o cáscaras tostadas de cacahuete. El desabastecimiento y unas bocas llenas de deseos lograron hacer realidad guisos sin carne, fritos sin aceite, dulces sin azúcar, caldos sin huesos, cocidos sin patatas o embutidos elaborados con pescado, e incluso calamares a la andaluza sin calamares, chuletas elaboradas con arroz o la célebre tortilla de patatas sin huevo ni patatas del cocinero catalán Ignasi Domènech.
Ya fuese para invocar recuerdos añorados o por el deseo de asomarse a posicionamientos sociales superiores, la imitación ha estado presente de forma continuada en la alimentación desde tiempo inmemorial. Tras la irracional suposición de que lo idéntico tiene la misma esencia, muchos alimentos han suplantado a otros. Por un lado están esos lugares donde comunidades foráneas han buscado o reproducido alimentos de sus territorios de origen. A modo de muestra, todos esos quesos manchegos, parmesanos o mozzarellas que no son tales repartidos por Latinoamérica, que gracias a la presión de los consejos reguladores y denominaciones de origen transformaron su apelación a “queso tipo…”. Por otro lado, encontramos esa pretensión de sacar partido de la reputación de un producto, derivando la cosa en la imitación de muchas célebres bebidas. Durante décadas, en países anglosajones y del Nuevo Mundo se brindó con Sherry Wine, que no procedía del Marco de Jerez, del mismo modo que se etiquetaba whisky en Japón, ron en Australia, ginebra en Ecuador o vodka en Estados Unidos. El lucrativo mundo de la copia tiene su propio ranking de whisky, champán y coñac, además de vino tinto, sobre todo de Burdeos y Rioja, los productos más imitados.
Quizá lo interesante al examinar la imitación en las cosas del comer pasa por advertir que a veces aquello que nació como una simple reproducción, con el tiempo acaba mutando en algo con personalidad propia. Y como muestra, un botón. En Massandra, la bodega de Nicolás II construida a finales del siglo XIX en Yalta, además de producir vinos locales se imitaba el estilo de los grandes vinos dulces y fortificados: jereces de crianza biológica, madeiras expuestos al sol en toneles, dulces estilo Tokaj. La paradoja es que algunas de esas imitaciones superaban a los originales, como se dice que sucedió con los oportos blancos.
Es cierto que los hábitos aligeran los esfuerzos. Y en ocasiones, en el perímetro del conformismo es donde se agazapan los destellos de ingenio.
Cuajada y ‘crispies’ de cebada
Ingredientes
Para 4 personas
Para la cuajada
- 240 mililitros de leche entera pasteurizada
- Cuajo natural
Para los crispies
- 120 gramos de cebada
- 200 mililitros de aceite de girasol
Instrucciones
1. La cuajada
Calentar la leche hasta 40 grados. Mientras tanto, añadir tres gotas de cuajo en el fondo de unos tarros o vasos. Añadir la leche en los tarros y dejar reposar durante media hora hasta que cuaje.
2. Los crispies
Poner a hervir una olla con agua. Cuando esté hirviendo, añadir la cebada y dejar cocer durante 25 minutos. Escurrir y dejar secar al aire durante dos horas entre dos trapos limpios para que la cebada se seque bien. Freír a 180 grados hasta que la cebada sufle.
3. Acabado y presentación
Poner los crispies sobre la cuajada y comer como desayuno, postre o merienda.
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