En defensa del examen oral
El examen oral obliga al alumno a una forma de aprendizaje activo que implica no sólo comprender la información que recibe sino también compararla con la que ya conoce
Del cúmulo actual de filosofía pedagógica podemos extraer la conclusión de que no podemos, ni debemos, encorsetar los procedimientos de aprendizaje en uno solo, pues cada enseñante responde siempre, ineludiblemente, a sus condiciones particulares y su propia experiencia. Pero hay algo que puede considerarse un denominador común compatible con la denominada libertad de cátedra: lo que requiere siempre un buen aprendizaje es que sea activo, es decir, que ponga en juego procesos mentales creativos, procesos que no se limiten a una mera recepción perceptiva de la información recibida. Cuanto más elabore y reelabore el alumno en su propia mente la información recibida, y cuanto más la propia información que recibe le obligue a hacerlo, más activo es el aprendizaje y más duraderas y provechosas son las memorias que forma en su cerebro.
La perspectiva de un examen oral fuerza esa elaboración mental. Quien sabe que ha de responder verbalmente a lo que le pregunten, y que se le pueden pedir precisiones añadidas sobre lo que explique, se esfuerza en comprender en profundidad la información que trabaja, más que en memorizarla, cuando prepara su examen. Siendo así, el examen oral obliga al alumno a una forma de aprendizaje activo que implica no sólo comprender la información que recibe sino también compararla con la que ya conoce, ligarla a los esquemas almacenados en su cerebro y descubrir los puntos flacos, las debilidades o carencias que esa información pudiera contener. Ello lleva, a su vez, a intentar concebir explicaciones propias, complementarias o alternativas a lo analizado, para poder encajar las piezas que aún no lo hacen. La actividad es así creativa, reforzándose a sí misma por la motivación que generan tanto el sentirse en posesión de nuevo conocimiento como el reforzar la autoestima intelectual.
En un examen oral el alumno puede equivocarse y corregir, cosa que no es posible en un examen escrito. El profesor, por el modo en que se exprese el alumno y haciendo preguntas complementarias ,puede evaluar con mucha precisión los conocimientos que ese alumno ha asimilado, en qué medida han potenciado su formación y su motivación por la materia y cuanto ha desarrollado su capacidad para poder instruir a otros sobre su propio conocimiento, una habilidad que, una vez desarrollada, le será muy útil cuando, finalizados sus estudios, ejerza una profesión.
El examen oral tiene otra extraordinaria ventaja sobre los exámenes escritos tradicionales: permite una evaluación acordada y compartida entre ambos actores, examinador y examinado. Así, cuando en el curso del examen el profesor crea tener ya un resultado de la evaluación puede someterlo a la consideración del propio alumno, o puede, alternativamente, requerir la opinión del mismo sobre la calificación a otorgar. Si ambos están de acuerdo en ella, el examen ha terminado. Si no lo están, el examen puede continuar hasta que el profesor con sus nuevas preguntas convenza al alumno de la calificación que él cree que merece, o hasta que el alumno con sus nuevas respuestas convenza al profesor de que merecía mejor nota que la que se le ofrece. Ese mutuo comportamiento refuerza el sentido de justicia y la relación personal entre ambos.
Cuanto más elabore y reelabore el alumno en su propia mente la información recibida, y cuanto más la propia información que recibe le obligue a hacerlo, más activo es el aprendizaje y más duraderas y provechosas son las memorias que forma en su cerebro
El examen oral tiene también inconvenientes, tanto para el alumno como para el profesor. El principal para el alumno suele ser el miedo, la tensión emocional que la actuación oral genera. Pero ese temor puede reducirse considerablemente si la profesora le asegura al alumno que antes de responder a sus preguntas en el examen oral podrá consultar a voluntad sus propios apuntes o notas sobre la materia. Algo así como si en un examen te dejasen consultar tus “chuletas” sin necesidad de hacerlo velozmente y a escondidas, sino abiertamente y sin problemas. Poco importa que el alumno lleve notas o “chuletas” al examen, pues, además, el haberlas hecho tratando de sintetizar la información evaluable es también una forma de aprendizaje activo y, de lo que se trata en el examen es de convencer al profesor de que uno comprende y tiene asimiladas sus propias notas, por lo que no importa repasarlas. Si no es así, ni su lectura improvisada le valdrá para afirmar sus conocimientos.
Otra dificultad que suelen manifestar los estudiantes frente a un examen oral es la de expresarse mal por la situación emocional, es decir, por “los nervios” que genera ese tipo de examen. Ese problema también se supera con eficacia porque cuando el profesor sospecha que el estudiante no responde correctamente a una pregunta porque está muy nervioso puede repetir esa misma pregunta en diferentes momentos del examen y de diferente forma hasta convencerse o no de que es la falta de conocimiento y no la tensión emocional la causante del fallo. Esa es otra ventaja que tampoco tiene el examen escrito tradicional. En el examen oral uno puede equivocarse sin ser por ello perjudicado en la evaluación, en el escrito, no.
Ni que decir tiene que en los exámenes orales nunca falta tampoco el estudiante que afirma no ya expresarse mal por la situación particular del examen oral, sino por considerarse a sí mismo un individuo poco capacitado verbalmente, es decir, para hablar (“es que yo me expreso muy mal”) y atribuir entonces esa carencia personal a su falta de rendimiento en el examen más que al desconocimiento sobre lo que se le pregunta. Curiosamente en esos casos suele comprobarse que el alumno explica hasta con fluidez verbal cualquier historia de su vida personal, lo que confirma su habilidad lingüística auto denunciada de modo interesado. En estos casos siempre es procedente recordarle al alumno lo común que resulta el aclaramiento de la lengua cuando se aclara la mente, pues no siempre los problemas que tenemos al hablar son de naturaleza lingüística.
El examen oral tiene otra extraordinaria ventaja sobre los exámenes escritos tradicionales: permite una evaluación acordada y compartida entre ambos actores, examinador y examinado
Más difícil de solucionar es el problema de tiempo que se le presenta al profesor cuando tiene que examinar oral a un alto número de estudiantes, lo que suele ocurrir con frecuencia en los diferentes grados universitarios y también en la enseñanza secundaria en nuestro país. Los que encuentren hueco en su planificación académica para, a pesar de todo, poder hacerlo van a recibir un buen número de compensaciones por hacerlo. La primera es el rendimiento mayor de sus alumnos y el reducido número de suspensos. Personalmente, desde que vengo aplicando esta fórmula en mis clases universitarias de Psicología Fisiológica en la Universidad Autónoma de Barcelona, el porcentaje de suspensos nunca ha superado el 5 % del total de alumnos de mis clases y, además, los alumnos suspendidos suelen estar plenamente conformes con su calificación, pues muchas veces se la han asignado ellos mismos a requerimiento del profesor.
Otra ventaja incuestionable de los exámenes orales es el comprobar que el tipo de aprendizaje activo que inducen genera memorias consistentes y constatables incluso años después del examen, lo que más difícilmente ocurre cuando el sistema es el tradicional de exámenes escritos debido al diferente modo de prepararlos. Pero quizá la principal ventaja del examen oral es la satisfacción que finalmente tiene y expresa el alumno al demostrarse a sí mismo tras haberlo realizado que es capaz de alcanzar cotas de entendimiento y expresión de conocimiento que antes nunca había imaginado.
Ignacio Morgado Bernal es catedrático de Psicobiología y director del Instituto de Neurociencia de la Universidad Autónoma de Barcelona. Es autor de Aprender, recordar y olvidar: claves cerebrales de la memoria y la educación (Ariel, 2014)
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