Dentro de las pingüineras invadidas por la peste en la Antártida
Un equipo de EL PAÍS acompaña a la expedición española que ha detectado, con un laboratorio flotante, la propagación de la gripe aviar letal por la fauna antártica
Antonio Alcamí se estremeció cuando vio que una nueva peste, que ya había provocado la muerte de cientos de millones de aves en medio mundo, saltaba a América y la recorría de manera imparable de norte a sur, camino de la Antártida, matando a decenas de miles de mamíferos marinos a su paso. Existían muy pocas personas como él, un virólogo especialista en virus letales ya curtido en el traicionero terreno polar, así que propuso montar con urgencia un laboratorio en la base antártica española Gabriel de Castilla, del Ejército de Tierra. El 24 de febrero de 2024, Alcamí y su colega Ángela Vázquez confirmaron por primera vez la presencia del virus de la gripe aviar altamente patógena en la Antártida. Enseguida tuvo una idea audaz: instalar sus aparatos en un velero, para recorrer las pingüineras en un laboratorio flotante y averiguar qué estaba ocurriendo. Dos periodistas de EL PAÍS le han acompañado durante un día en su odisea tras el rastro de la peste.
La expedición, apoyada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), zarpó este 14 de enero desde el sur de Argentina, a bordo de un velero australiano alquilado, el Australis. En apenas 23 metros de eslora se apiñan ocho científicos y tres miembros de la tripulación. El laboratorio de diagnóstico está colocado en el pequeño almacén del barco, junto a las patatas y las cebollas. Los investigadores duermen en claustrofóbicas cabinas con literas. Es una idea sin precedentes y revolucionaria para hacer ciencia de vanguardia en la Antártida.
Alcamí, nacido en Valencia hace 64 años, conoce bien la amenaza de los patógenos letales. Colabora con la Organización Mundial de la Salud como asesor sobre la viruela, un virus que mató a 300 millones de personas en el siglo XX, hasta que gracias a la vacunación se convirtió en la primera enfermedad erradicada del planeta. Alcamí y sus colegas extreman las precauciones cuando desembarcan en las pingüineras, en condiciones muy adversas, casi penosas. Se enfundan en un traje impermeable completo, con gafas de ventisca, guantes y mascarilla, en un entorno que a menudo los recibe con una sensación térmica de 15 grados bajo cero y vientos huracanados. Este 22 de febrero, en una pingüinera de la isla Livingston, el hedor de las heces de pingüino lo impregna todo. El graznido de miles de animales hacinados retumba en la cabeza.

El laboratorio flotante ha recorrido durante seis semanas la costa de la península antártica, la porción del continente más cercana al sur de América. El virus parece estar ya por todas partes. El equipo lo ha detectado en 24 de los 27 parajes visitados, en nueve especies de aves (cormoranes, gaviotas cocineras, palomas antárticas, fulmares australes, págalos, petreles gigantes y tres tipos de pingüinos) y cuatro de mamíferos (lobos marinos y focas leopardo, cangrejeras y de Weddell). De los casi 750 animales analizados, uno de cada cuatro ha dado positivo.
Tras detectar el primer caso en la Antártida hace un año, en págalos —unas aves marinas parecidas a gaviotas—, Alcamí temió una catástrofe en las pingüineras, en las que se pueden amontonar cientos de miles de individuos. “La realidad es que no ha ocurrido esto. Hemos encontrado algunos animales infectados y poca mortalidad, lo que sugiere que los pingüinos son más resistentes de lo que pensábamos a esta enfermedad. Son muy buenas noticias”, celebra el virólogo, del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa, un instituto del CSIC y la Universidad Autónoma de Madrid.
Otras especies antárticas son más frágiles. “Aunque no hayamos visto un efecto devastador en pingüinos, estamos empezando a ver un impacto importante en muchas aves y, sobre todo, en mamíferos marinos. Mi preocupación es que a medio plazo se convierta en una de las infecciones más importantes del último siglo en la Antártida”, alerta Alcamí. “Que no veamos cadáveres de mamíferos marinos no significa que no estén muriendo, porque posiblemente están muriendo en el mar, donde no los vemos”, subraya.

El veterinario Ralph Vanstreels, hijo de española y belga, participa en la expedición. Embadurnado de guano y plumas en la pingüinera, bajo una lluvia glacial, se le quiebra la voz cuando recuerda lo que contempló en octubre de 2023 en la playa argentina de Punta Delgada, sepultada por una alfombra de cadáveres de elefantes marinos. Su equipo calculó que el virus mató a unos 17.000 ejemplares en esta zona de la Patagonia, incluyendo el 97% de las crías. “La playa estaba cubierta de animales agonizando o muertos y era difícil caminar. Fue la escena más dura que he visto en mi carrera”, lamenta Vanstreels, de la Universidad de California en Davis (EE UU). “Era el mismo virus que llegó ahora a la Antártida”.
El precursor del actual patógeno se detectó por primera vez en 1996 en una granja de gansos de Sanshui, en el sur de China, una región húmeda, densamente poblada y llena de explotaciones avícolas. Es una coctelera perfecta para la aparición de nuevos virus. Allí se han originado varias pandemias de gripe humana, incluida, muy probablemente, la de 1918, que infectó de manera fulgurante a un tercio de la humanidad y mató a 50 millones de personas, el triple que la simultánea Primera Guerra Mundial. En 2020, una nueva versión de aquel virus de los gansos, bautizada 2.3.4.4b, emergió con una letalidad nunca vista, saltando a las aves silvestres de Norteamérica a finales del año siguiente. La actual crisis de gripe aviar, la peor jamás registrada, ha provocado la muerte de cientos de millones de aves de corral y un número indeterminado de millones de animales salvajes. Es una auténtica peste.

“La gripe aviar que estamos viendo ha adquirido la capacidad de infectar el cerebro. Y eso es lo que la hace única. Eso la hace tan mortal”, destaca Alcamí. Los animales mueren entre temblores y convulsiones. Mientras los veterinarios diseccionan cadáveres de pingüinos en tierra, en busca de síntomas en el cerebro y los pulmones, el virólogo regresa al velero. Su informe final de la expedición alerta de que el virus se ha identificado en la mitad de los cadáveres analizados, a menudo con una altísima carga viral, lo que sugiere que la gripe aviar está provocando “una mortalidad importante” en diversas especies, como los págalos. “A veces hemos encontrado 40 o 60 cadáveres de estas aves. Son muy susceptibles. El virus está causando un tremendo efecto en su población”, relata Alcamí. “Debemos pensar que no solamente los pingüinos son representativos de la Antártida. Hay muchas más especies únicas en este continente y hay que preservarlas”, proclama.
Sus colegas Begoña Aguado, Ángela Vázquez y Rafael González muestran el insólito laboratorio de alta tecnología a bordo del velero, en el que trabajan apretados de sol a sol, sin comodidades. El ruido del generador eléctrico es ensordecedor y la temperatura ronda los cero grados. Algún científico les ha comunicado su escepticismo ante los numerosos casos positivos, por la posibilidad de contaminación de las muestras, pero el equipo de Alcamí responde que ha verificado su plena validez. La primera temporada de la expedición, realizada hace un año, apareció en portada de la prestigiosa revista especializada Nature Microbiology. La nueva misión ha sido posible gracias a una donación de 300.000 euros de la Unión Española de Aseguradoras y Reaseguradoras, además del apoyo logístico de la base antártica Juan Carlos I, una sofisticada instalación del CSIC financiada por el Ministerio de Ciencia en la remota isla Livingston.

La Antártida es un continente más grande que Europa, pero es tan hostil que está vacío. Apenas 5.000 científicos y técnicos se desplazan hasta aquí brevemente cada verano austral, para estudiar fenómenos variopintos, desde el calentamiento global a los meteoritos. Lo normal es que por las pingüineras no pase jamás un ser humano, y mucho menos un virólogo. Las biólogas Michelle Wille y Meagan Dewar gestionan la base de datos de gripe aviar del Comité Científico para la Investigación en la Antártida, el organismo internacional que coordina la ciencia antártica. Ambas reconocen que averiguar qué está ocurriendo es una misión titánica.
“Uno de los principales desafíos para la vigilancia en la Antártida es que hay relativamente pocos científicos en el terreno recogiendo muestras. En el caso de la expedición de Alcamí, han analizado sus muestras y han publicado los resultados en tiempo real, lo que supone un beneficio increíble para la toda la comunidad”, aplaude Wille, de la Universidad de Melbourne (Australia). Su colega Meagan Dewar desconfía de la aparente tranquilidad observada en las pingüineras. “Hay pocos informes de pingüinos con síntomas o muertos por el virus. Sin embargo, no tenemos estimaciones de cuántos han muerto en el mar y podemos tardar años en saber si ha habido impactos a gran escala, cuando podamos detectar cambios en las poblaciones”, argumenta Dewar, de la Universidad de la Federación de Australia.

Prácticamente todos los casos confirmados este año en la Antártida proceden del velero de Alcamí, pero faltan por llegar los resultados de importantes organismos nacionales, como el Instituto Antártico Chileno, que este año ha instalado dos laboratorios en sus bases. “Es muy probable que el virus se quede dando vueltas en la Antártida”, advierte el biólogo Marcelo González, responsable de la iniciativa chilena. En el sur de su país, recuerda, conviven aves migratorias llegadas desde Alaska y desde la Antártida. “Hay especies carroñeras, como los petreles y los págalos, que están llevando y trayendo los virus. Es complejo que esto se pare”, reflexiona. La peste no va a desaparecer fácilmente del continente.
Una ballena resopla a estribor, muy cerca del velero, pero Alcamí apenas se inmuta, ya habituado a la escena tras semanas surcando el océano Antártico. Se queda pensativo. Cuenta que le inquieta el creciente trasiego de turistas y científicos por las pingüineras. Su grupo y otros colegas del CSIC han desarrollado aparatos capaces de detectar el virus en el aire. En las colonias de animales afectadas por la peste, el patógeno flota literalmente en el ambiente. “Este virus de la gripe aviar causa en algunas ocasiones hasta un 50% de letalidad, o incluso superior. Si pasara a la especie humana y matase al 50% de los infectados, sería un desastre. Se colapsaría el sistema sanitario en semanas”, advierte Alcamí. El virus ya ha saltado a personas de manera esporádica en otros continentes, habitualmente con síntomas leves, pero dos pacientes en contacto con aves han tenido que ser hospitalizados en los últimos días en Estados Unidos. “Yo creo que este virus tiene muchas posibilidades de ser la próxima pandemia”, alerta.
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