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NAVEGAR AL DESVÍO
Columna
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Los electrodomésticos inteligentes

Manuel Rivas

Nos sentimos soberanos marcando estrellas después de una compra o de visitar un museo, pero en realidad nosotros formamos parte del producto

ADEMÁS, LO QUE TIENE la música, esa música que ha ido anidando mientras la escuchabas, es que te la puedes llevar. Eso es lo que pensabas, agradecido al salir del local. No pesa nada. No abulta. Te llevas contigo, esta vez, la versión de Blackbird de Jaco Pastorius. Y en la noche de invierno, la nostalgia cálida de un lugar al que volver. Al salir, miras el móvil, no deberías, pero lo miras, no vaya a ser que. Algo hay. La pantalla se ilumina. Ves el nombre del local en que acabas de estar. Un anuncio que te pide la valoración. Las cinco estrellas esperando tu veredicto. Desactivas la ubicación, deberías haberlo hecho antes.

La pantalla se vuelve a iluminar. Esa tarde habías hecho una búsqueda para informarte sobre electrodomésticos inteligentes. No querías comprar nada, sino documentarte sobre ese sector en fulgurante crecimiento, un mercado que va camino de alcanzar a corto plazo los 100.000 millones de euros. Pero en la pantalla lo que aparecía ahora era la secuela de la búsqueda. La oferta de un colchón inteligente con sensores biométricos y con conexión a Internet para vigilar tu sueño. La cama había obtenido la máxima valoración. Allí estaban las estrellas, que en Google llaman los rich snippets. Caminé cabizbajo hacia casa. Intenté recuperar la música de Pastorius, pero todos mis sentidos estaban concentrados en valorar mis pasos.

El manifiesto más reaccionario de las vanguardias artísticas fue el Manifiesto futurista, obra de Marinetti, en 1909. Daba vivas a la velocidad, glorificaba la guerra, y llamaba ya a destruir “el feminismo”. La moda de la valoración no fue un invento de Marinetti, pero va adquiriendo la dimensión de una pesadilla futurista. Un fanatismo de la valoración.

En principio, parece una idea útil. El derecho a valorar, por ejemplo, la calidad de un servicio público. Podría ayudar a detectar áreas de desidia, maltrato o silencio en administraciones y empresas. Pero tengo la sensación de que para nada de esto sirve la valoración virtual. Vives la ilusión de participar, valorando como un loco, de cosita en cosita. Si se trata de algo importante, es decir, cuando te has convertido en un problema, cuando quieres participar de verdad, no puedes, no te dejan. La digitalización, en estos casos, es un muro encofrado de silencio.

Todos son reclamos para valorar. Nos sentimos soberanos marcando estrellas después de una compra o de visitar un museo, pero en realidad nosotros formamos parte del producto. En un chiste de jardineros, le dice el más animoso al otro: “¡Disfrutemos mientras podamos!”. Ahí estamos. Disfrutando mientras podamos. Pero también trabajamos gratis, además de pagar, al ir valorando compras online o en un centro comercial. Somos los mejores publicistas y expertos que un negocio puede encontrar. Regalamos nuestros gustos, preferencias, curiosidades, caprichos, aficiones. Regalamos itinerarios. Regalamos nuestros pasos.

Lo que es más importante: regalamos nuestros sueños. En el caso de la cama inteligente, una entrega literal.

A esta nueva era del mercado, Shoshana Zuboff la denomina Capitalismo de la vigilancia (The Age of Surveillance Capitalism, Public Affairs, Nueva York, 2019; ver un adelanto en Le Monde Diplomatique de enero). Un estudio más que inteligente donde desarrolla el concepto de “plusvalía del comportamiento”. Somos usuarios y clientes, y a la vez suministramos la más valiosa materia prima. Desde nuestros actos a nuestros pensamientos y deseos. Nuestra geografía personal, sean exteriores o la propia habitación. Una extracción automatizada, incesante de información personal. Este capitalismo de la vigilancia, explica Shoshana Zuboff, profesora de Harvard Business School, “parte del principio de que cubrir las necesidades reales de los individuos es menos lucrativo, y por lo tanto menos importante, que vender predicciones sobre su comportamiento”.

Al llegar a casa, medito la respuesta contra el espionaje. Por suerte, mis electrodomésticos son emocionales. Van o no van. Tienen días. Eso sí, la casa está dotada de un servicio futurista de contraespionaje, con esos cacharros secretos llamados libros. Abro uno de ellos al azar. Vaya. Resulta que F. Scott Fitzgerald, el fino cronista de la alta sociedad, instaba a su hija a que leyese a Marx: “Lee el terrible capítulo ‘La jornada laboral’ de El capital y ya me dirás si sigues siendo la misma”. Caramba. Le pongo cinco estrellas.

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