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La fotógrafa que retrata la vida cotidiana en los frentes de batalla

Addario, en el frente de Ras Lanuf (Libia) el 11 de marzo de 2011. Cuatro días más tarde fue secuestrada junto a otros tres periodistas de The New York Times.
Addario, en el frente de Ras Lanuf (Libia) el 11 de marzo de 2011. Cuatro días más tarde fue secuestrada junto a otros tres periodistas de The New York Times.John Moore (Getty Images)
Guillermo Altares

Las imágenes de Lynsey Addario huyen de la épica para concentrarse en los rostros y las miradas, en el dolor que arrastran las víctimas de las guerras, pero también en los momentos de paz que demuestran que la vida siempre se abre camino

ROBERT CAPA, el gran fotógrafo de la guerra de España y la Segunda Guerra Mundial, dijo una vez que “si la foto no es lo bastante buena, es que no estás lo bastante cerca”. Y después de realizar un viaje con él por la Unión Soviética, el premio Nobel de Literatura John Steinbeck escribió sobre su trabajo: “No puedes fotografiar la guerra porque es fundamentalmente una emoción. Sin embargo, logró fotografiar esa emoción buscando en otro lado. Podría mostrar el sufrimiento de todo un pueblo a través del rostro de un niño”. Son dos cualidades que también pueden encontrarse en el trabajo de la fotorreportera Lynsey Addario (Norwalk, Connecticut, 1973): siempre está muy cerca —a veces tanto que fue secuestrada en Libia en 2011 junto a un equipo de The New York Times— y, como puede verse en las imágenes que acompañan este texto, es capaz de reflejar todo el dolor de un conflicto en el rostro de un niño.

En las últimas dos décadas, Addario ha recorrido los frentes que han marcado la agenda mundial, desde Afganistán a Irak o Libia, pero ha viajado también a conflictos olvidados. Su trabajo sobre el sufrimiento de las mujeres de Sudán y Congo, víctimas de la violencia sexual como instrumento de guerra, se queda dolorosamente en la memoria por la sencillez con la que retrata los abismos del horror siguiendo la regla de Capa: con primeros planos y retratos que captan a través de una mirada la condensación del sufrimiento. En estos años de viajes, muchos de ellos para The New York Times, National Geographic o Time, fue madre, lo que agudizó el sesgo humano de sus imágenes. De ninguna de sus fotos de combate se desprende la más mínima épica, mientras que subrayan, en cambio, que la vida es capaz de sobrevivir a todo, incluso al peor de los conflictos.

Publicó en 2015 un libro de memorias, En el instante preciso. Vida de una fotógrafa en el amor y en la guerra (Roca Editorial), y acaba de llegar a las librerías Of Love & War (Penguin Press), un volumen que reúne sus imágenes, pero también textos y documentos personales, como cartas a su familia en las que cuenta cómo poco a poco el dolor de los demás va taladrando su conciencia. “No me veo solo como una fotógrafa de guerra”, explica por teléfono desde Londres, donde reside. “Busco muchos otros temas: me preocupo por las crisis humanitarias, por la maternidad. América, mi país, se ha convertido también en una historia muy interesante con temas como la pobreza o el control de armas. Y no es todavía una zona de guerra”, agrega entre risas. Sin embargo, a través de sus imágenes se puede seguir el desorden mundial que se abatió sobre el planeta después de los atentados de Al Qaeda contra Nueva York y Washington del 11 de septiembre de 2001. En el caso de Afganistán, su trabajo empezó antes, cuando los talibanes todavía controlaban el país, ya que se instaló como freelance en India y rápidamente comenzó a viajar a menudo allí.

“La guerra es diferente sobre el terreno a cuando se observa desde fuera. Vemos la destrucción en las fotos, pero la vida sigue. Por eso busco la existencia cotidiana”

La conversación telefónica se produce cuando Addario acaba de regresar de uno de los viajes más peligrosos y difíciles de su carrera: Yemen, destrozado por una guerra civil, machacado por los bombardeos de Arabia Saudí y con una hambruna que amenaza a 12 millones de personas. La parte teóricamente controlada por el Gobierno es en realidad una peligrosa tierra de nadie, en manos de milicias, muchas veces cercanas a Al Qaeda. La posibilidad de un secuestro es muy elevada. En la parte controlada por los Huthi, una milicia chií cercana a Irán, los bombardeos saudíes son constantes y en muchas ocasiones sus objetivos son civiles. “Es muy difícil entrar en Yemen”, señala. “Necesitas los permisos de los Huthi y del Gobierno, que no son nada sencillos de conseguir. Por eso ha habido tan poca cobertura. La situación humanitaria es un desastre, hay millones de personas en peligro de hambruna, gente viviendo en campos de refugiados improvisados en escuelas o durmiendo en las aceras, porque tienen miedo de que sus casas puedan ser destruidas en cualquier momento. Es un lugar que necesita la atención del mundo.

En sus dos libros, su infancia y su familia ocupan una presencia importante, como también la tienen en sus fotos: en la red social Instagram aparece mucho más su biografía cotidiana que sus reportajes por medio mundo. Sus imágenes bélicas están también llenas de familias y demuestran que la vida diaria sobrevive incluso en los entornos más duros. “La guerra siempre es diferente sobre el terreno a cuando se observa desde fuera. Vemos la destrucción en las fotos, pero la vida sigue. Por eso en mis coberturas busco la existencia cotidiana: las bodas, las mujeres, los niños”. Incluso cuando se ha empotrado con las tropas estadounidenses logra ofrecer una mirada distinta de lo que ocurre a su alrededor: busca el rostro ausente de los soldados o retrata a los heridos —en la estela del mejor Don McCullin en la batalla de Hue durante la guerra de Vietnam— o se fija en los detenidos encapuchados.

Creció en una familia acomodada de Connecticut —sus padres eran dueños de un salón de belleza— y rápidamente supo que quería dedicarse al reporterismo. De hecho, estudió un año economía y ciencias políticas en Bolonia, pero pasó aquellos meses tomando fotografías en las calles de la ciudad italiana y viajando por Europa. Se curtió trabajando en Estados Unidos para la agencia Associated Press y alberga un recuerdo especialmente agradecido de su mentor, un veterano agenciero llamado Bebeto, con el que aprendió los trucos del oficio. “Me enseñó a leer la luz”, recuerda Addario, quien relata cómo examinaba sus imágenes, mientras le mostraba los secretos de la composición y la óptica.

Pero sabía que su carrera debía discurrir fuera de su país: primero viajó por América Latina y luego se instaló en Asia. Los atentados del 11-S hicieron saltar por los aires el orden mundial, si alguna vez lo hubo, y este estallido la pilló en medio. “Es verdad que el mundo de los reporteros es muy macho”, responde sobre si cree que ha sido más difícil para ella hacerse un hueco siendo mujer. “No he sentido más presión. Es cierto que a veces no he querido ser la mujer que dice la primera: ‘Es demasiado peligroso, no sigamos adelante’, pero es algo que también le pasa a los hombres”.

Sobre cómo conviven su maternidad —su hijo Lukas nació el 28 de diciembre de 2011— y la guerra, asegura que cada vez es más consciente del peligro, pero no solo por su familia. “Me secuestraron en Libia y creía que iba a morir y perdí a unos amigos muy queridos allí. Eso también me cambió. Pero sobre todo lo que influye es que las cosas se están poniendo muy difíciles: en muchos lugares ya no hay frentes claros, ya no existe el blanco y negro. En lugares como Yemen o el norte de Nigeria te metes en la carretera equivocada y puedes acabar secuestrada por unos yihadistas”. Sin embargo, pese al cambio en las reglas que rigen la vida o la muerte en los conflictos, sigue buscando la vida cotidiana en las guerras, leyendo la luz de las batallas. 

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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