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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Una historia ejemplar

Rosa Montero

El anarquista Melchor Rodríguez, el llamado Ángel Rojo de Madrid, salvó la vida de 11.000 personas durante las sacas de presos en la Guerra Civil

EL NUEVO AÑO se nos viene encima cargado de amenazas. La crispación y el sectarismo engordan en el mundo y, aunque estoy segura de que en lo personal mantenemos la optimista ambición de ser felices (somos bichos tenaces), me parece que en lo colectivo contemplamos 2019 con ojos suspicaces y un barrunto de susto, como quien ve llegar a un toro en campo abierto. A saber qué soponcios nos puede deparar el año próximo.

Contra ese pesimismo, y contra la creciente aspereza de los intransigentes, voy a contar hoy una historia ejemplar. Fue un hombre célebre en su época y en 2016 hicieron un documental sobre él y pusieron su nombre a una calle, pero aun así sigue siendo mucho menos conocido de lo que se merece. Hablo del anarquista Melchor Rodríguez, el llamado Ángel Rojo de Madrid, aunque nació en Sevilla en 1893. Huérfano de padre desde muy niño, sólo estudió hasta los 13 años y vivió una infancia paupérrima. En 1921 se trasladó a Madrid, en donde trabajó como chapista. Su militancia en la CNT le hizo conocer las cárceles y la indefensión esencial del prisionero. El 10 de noviembre de 1936, en los agitados primeros meses de la Guerra Civil, fue nombrado delegado de prisiones de Madrid, e inmediatamente intentó detener las terribles sacas de presos de las cárceles, es decir, los traslados de reclusos que luego eran asesinados en Paracuellos del Jarama y otras zonas cercanas. Sólo duró en su empeño cuatro días, porque los más feroces consiguieron forzarle a dimitir, pero las protestas del cuerpo diplomático y de otros sectores republicanos lograron que recuperara el cargo el 4 de diciembre. A partir de ahí se enfrentó, a veces con grave peligro de su vida, a los partidarios de las ejecuciones, entre quienes estaba, sí, Santiago Carrillo, que estuvo más implicado en las matanzas de lo que nunca quiso admitir, según un historiador tan prestigioso como Paul Preston. Melchor terminó siendo, muy brevemente, el último alcalde republicano de Madrid.

Ahora imagínate a ese hombre que, completamente solo en medio de la furia y la violencia, lo arriesga todo para salvar la vida de sus enemigos. Prohibió que saliera ningún preso de ninguna cárcel desde las siete de la noche hasta las siete de la mañana, y cuando había que trasladar de verdad a los reclusos, escoltaba él personalmente los convoyes, lo que demuestra que no tenía a nadie en quien confiar. Probablemente ni siquiera era entendido por sus compañeros anarquistas. Déjame contarte una de sus gestas: el 8 de diciembre de 1936, estando de inspección en la cárcel de Alcalá de Henares, vio llegar a una turba enfurecida. Los franquistas habían bombardeado la ciudad y matado a media docena de personas, y una multitud de vecinos y milicianos armados acordaron asaltar la prisión y linchar a los reclusos. Pues bien, Melchor se plantó ante la puerta, pistola en mano, y aguantó los insultos, las pedradas y las amenazas desde las cinco de la tarde hasta las tres de la madrugada, momento en que consiguió que los atacantes desistieran. Aquel día había 1.500 presos en Alcalá. Se considera que, en total, Rodríguez salvó a 11.000 personas. “Por las ideas se puede morir, pero no matar”, solía decir. Fue un hombre de bien en los tiempos del mal.

Tras la guerra, y pese a contar con miles de testimonios a su favor, fue condenado a 20 años, de los que cumplió 4. Cuando salió en 1944, algunos de aquellos enemigos a quienes había protegido le ofrecieron buenos empleos, pero él rechazó su ayuda y vivió muy modestamente vendiendo seguros. Además, y esto es lo más conmovedor, perseveró en su militancia anarquista, lo que le hizo volver a pasar repetidas veces por la cárcel (en una ocasión, durante año y medio). Ojalá se conociera mucho más la hermosa historia del ­Ángel Rojo: en estos momentos de griterío mezquino, su ejemplo nos demuestra que podemos ser mejores de lo que somos. Pero, claro, Melchor no es un santo cómodo ni para la derecha ni para la izquierda tradicional, liderada desde el antifranquismo por los comunistas (la represión desmanteló a los anarquistas). Un pensamiento independiente y ético, en fin, es un lugar desapacible y ventoso. Murió en 1972; espero que el recuerdo de las muchas personas a las que salvó calentara lo suficiente su corazón aterido. 

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