La hora de los científicos
Nunca hemos tenido tantos datos. Pero nunca hemos estado más confundidos. Las falsedades campan a sus anchas en la Red y destacados investigadores consideran que ha llegado el momento de hacer examen de conciencia: la ciencia tiene que salir del laboratorio, conectar con la gente y frenar la peligrosa desinformación sanitaria. Viajamos en busca de respuestas hasta los laboratorios de algunos galardonados con el Premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA, que este año celebra su décimo aniversario
DURANTE LA ESPERA en la cola de inmigración en el aeropuerto de Nueva York, una pantalla advierte de que el sarampión es peligroso y extremadamente contagioso. ¿Pero el sarampión no era cosa del pasado? Lo era. Aunque las falsedades que circulan en la Red han insuflado en muchos padres el temor a vacunar a sus hijos. En Rumania han muerto varias docenas de personas, muchos de ellos niños, y se registran 200 contagios cada semana. En Europa estos se han multiplicado por cuatro, según la Organización Mundial de la Salud. Estados Unidos se declaró libre de sarampión en 2000, pero hace tres años probablemente un niño fue el origen de la infección en 125 pequeños en un parque de Disneylandia. Ninguno estaba vacunado.
El culpable de este rechazo a la vacuna del sarampión es un médico sin escrúpulos llamado Wakefield, que afirmó en 1998 en The Lancet que la inmunización podía producir autismo en niños. La revista tardó 12 años en retractarse. Los grupos antivacuna han esgrimido esta mentira como una navaja suiza. Esparcen bulos como que las vacunas debilitan las defensas, son innecesarias si hay buena higiene o hasta pueden matar. Estrellas de Hollywood como Jim Carrey y Alicia Silverstone se han subido al carro. E incluso el presidente Trump ha expresado dudas.
El incendio digital mantiene vivas las mentiras. En algunos pueblos australianos, la caries infantil se ha doblado por el temor de sus residentes a añadir flúor al agua: creen que daña la inteligencia. En África Occidental, los brotes epidémicos de ébola se han visto favorecidos por absurdas creencias como que comer cebollas crudas o café anula la infección. El mundo rebosa datos, pero está más confundido que nunca. El miedo, los prejuicios y las incertidumbres campan a sus anchas. Decidimos buscar criterio en medio de este tsunami visitando los laboratorios de dos científicos galardonados con el Premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA, que este año celebra su décimo aniversario. La ciencia debe dar un paso adelante. Es hora de que los científicos salgan de sus laboratorios para conectar con la gente.
El endocrinólogo Jeffrey Friedman, una de las máximas autoridades en obesidad, nos espera en la entrada de la Universidad Rockefeller de Nueva York, un centro fundado en 1901 por el multimillonario John D. Rockefeller como respuesta a la muerte de su nieto por fiebres escarlatas. Mientras Friedman nos conduce a su laboratorio, perteneciente al Instituto Médico Howard Hughes, deshace el cliché de que la ciencia en manos privadas es un asunto poco deseable o peligroso. “Eran tiempos en los que no existía financiación por parte del Gobierno”. Aquí, de hecho, empezó la carrera para descubrir la insulina. Uno de los pioneros del instituto, Israel Kleiner, estuvo a punto de aislarla, pero la irrupción de la Gran Guerra se interpuso en su camino. Kleiner averiguó que el páncreas producía una hormona que bajaba los niveles de glucosa en sangre y lo publicó en 1919, pero la insulina terminó siendo aislada en 1922 por científicos canadienses basándose en sus trabajos.
La historia de Friedman, de 64 años, se resume en la búsqueda de otra molécula clave, la leptina, que es la encargada de regular el apetito y nuestra actitud ante la comida. Los ratones gordos fueron descubiertos en 1950 en los laboratorios Jackson, en Maine, que producen millones de roedores para la ciencia médica. “De vez en cuando surgía uno que se convertía en obeso. Cuando lo estudiaron, vieron que se debía al defecto en un gen”, recuerda Friedman, que en los ochenta decidió fundar un laboratorio para encontrar el gen de la obesidad. Tardó ocho años: en 1994 lo localizó en ratones y en humanos, y un año después purificó la proteína, a la que bautizó como leptina. “Es una hormona diseñada para controlar el peso y fabricada por el tejido adiposo en proporción a tu masa”, explica. El sistema funciona de forma que cuanta más grasa corporal hay, más leptina se produce y menos apetito se siente. El objetivo final es que un individuo con mucha grasa acabe comiendo menos.
Kristina, una investigadora del equipo de Friedman, muestra la jaula de los ratones de pelo negro. Hay uno obeso en una esquina que apenas se mueve. Y otro delgado que da vueltas a su alrededor, activo y nervioso. Las diferencias de tamaño y peso son increíbles. “Ambas son hembras y la más gorda piensa que se muere de hambre. No sabe que está gorda”.
La leptina está codificada por un gen. El cambio de una sola letra en su escritura produce una versión defectuosa. El desastre está servido para el ratón y la persona: la errata caligráfica lo condena a la obesidad. La versión defectuosa no envía señales al cerebro y el animal no para de comer. Pero la genética dicta que hay muchas clases de erratas, desde leptinas inservibles hasta receptores cerebrales dañados, y otros genes implicados. Este complejo sistema le ha valido a Friedman los mejores premios de la ciencia americana (incluido el Albert Lasker o el Harrington), el Premio Fronteras del Conocimiento de Biomedicina de la Fundación BBVA —que recibió junto al químico Douglas Coleman—, diplomas y portadas de revistas que llenan las paredes de su despacho con vistas al río Hudson. También le ha convertido en un científico a contracorriente: repite sin desmayo lo que muchos no quieren oír.
Según Friedman, la sociedad acepta que los adictos al juego o a determinadas sustancias necesitan tratamiento, pero criminaliza a los obesos. El científico suele enseñar en sus charlas una fotografía de un niño obeso frente a otro delgado. “La gente cree que los obesos comen demasiado y no hacen suficiente ejercicio”. Pero en realidad el problema radica en que no planteamos las preguntas correctas. “La cuestión es por qué el niño obeso come más”.
El niño tenía un peso normal al nacer, pero sobrepasó los 40 kilos a los cuatro años, con un 57% de grasa corporal y altos niveles de insulina. El niño más delgado es el mismo dos años después y tras unas inyecciones de leptina. Bajó a 32 kilos y sus niveles de insulina se equilibraron. De las 2.000 calorías diarias pasó a ingerir 180. A los ocho años ya era delgado. “La obesidad tiene una base genética muy poderosa”.
Esta afirmación es casi una provocación. Vivimos una epidemia de obesidad que nos arrastrará a la diabetes, la hipertensión, las enfermedades coronarias, el cáncer y la muerte. Pero Friedman tiene un lema diferente para hacer frente a la catástrofe: sí a la guerra contra la obesidad y una deficiente alimentación, pero no contra los obesos. “Si analizas su ADN, encuentras que entre el 10% y el 15% tienen mutaciones que regulan el peso del cuerpo. Y creo que descubriremos más genes con el tiempo”.
La sociedad tiene que superar sus prejuicios. “La gente está instalada en la creencia de que los obesos tienen la culpa de serlo”, lamenta Friedman. “Pero la genética dice que no es así. Estas personas tienen diferencias genéticas por las que pesan más, al igual que las mismas diferencias dictan que hay personas más altas y otras más bajas. Los estudios realizados en gemelos para ver la heredabilidad de los rasgos muestran que la obesidad es más heredable que cualquier otra característica estudiada, con excepción de la altura”.
Y si hablamos de alimentos, todo el mundo busca un blanco al que disparar. En el pasado, los villanos eran las grasas. Luego le llegó el turno a los carbohidratos. Y ahora, al azúcar. Pero las leyes de la termodinámica dictan que una persona tiene que quemar más calorías de las que ingresa para evitar ganar peso. ¿Importa de dónde vengan? “La auténtica respuesta a esto es que no lo sabemos. Hay escuelas de pensamiento que dicen que los carbohidratos son malos, pero no hay estudios definitivos. Otras piensan que las culpables son las grasas, pero tampoco hay estudios definitivos”. Mientras se encuentra una respuesta, Friedman ve continuamente casos de personas que caen bajo el estigma social de la gordura. “Hay gente importante que hace declaraciones que lo promueven, comentando que hay que seguir determinadas instrucciones para perder peso. Critican a los obesos y les recomiendan que coman menos y hagan más ejercicio. Esto ya lo propuso Hipócrates hace más de 2.000 años, y me gustaría pensar que la ciencia moderna puede hacerlo mucho mejor que seguir repitiendo un consejo de hace 20 siglos que dice que no hay nada más efectivo a largo plazo”.
No hay todavía una píldora contra la obesidad, pero sí una ciencia que dará frutos. La leptina puede funcionar en el 10% de los obesos que tienen niveles relativamente bajos. Y se están desarrollando fármacos que pueden reducir el peso en otros pacientes. “Hay progresos, aunque todavía no para todo el mundo”, precisa Friedman. E insiste en que también deberíamos avanzar en cuestión de prejuicios. “Todo el mundo tiene una relación íntima y personal con la comida y se considera un experto. Si mi especialidad fuera el cáncer, nadie discutiría mis investigaciones, pero con la obesidad todo el mundo tiene una opinión”.
“Las compañías farmacéuticas están ayudando a que cunda el pánico con respecto a la obesidad”
Friedman también señala a la multimillonaria industria de las dietas, con unos incentivos económicos que defienden una fórmula frente a otra, pese a que muchas veces la ciencia “no secunde necesariamente sus planteamientos. Y las compañías farmacéuticas están ayudando a que cunda el pánico con respecto a la obesidad. Todos esos intereses tan poderosos se combinan con la experiencia personal de cada uno, lo que hace que la voz de la ciencia quede más amortiguada que en otros terrenos”.
El campus de la Universidad de California en Berkeley se despliega a las faldas de una colina. En la entrada del edificio Stanley —en honor al nobel de Química Wendell M. Stanley, una autoridad en virus— se alzan unas banderas con el nombre de Jennifer Doudna, de 54 años, una de las descubridoras de la edición genética CRISPR y premio Fronteras del Conocimiento junto a Emmanuelle Charpentier y Francis Mojica.
Las siglas CRISPR describen ciertas secuencias genéticas de las bacterias. En 2012, Doudna y Charpentier encontraron que una de las proteínas expresadas por esas secuencias, la Cas9, podría funcionar como una tijera que corta el ADN. Otra historia de una molécula asociada a un científico. Doudna no ha parado de recibir galardones, y cuando nos encontramos con ella en su laboratorio le acaban de dar un premio de la Sociedad Americana del Cáncer.
Los virus son piratas que abordan las células con jeringuillas e inyectan en su interior su material genético. Sus genes se insertan en el genoma de las bacterias. Pero estas han aprendido a librarse de ellos, segregando proteínas como la Cas9 que sondean el ADN bacteriano, reconocen los fragmentos contaminados, los cortan y los arrancan. Al igual que hace un jardinero con las malas hierbas del jardín. “Antes de esta tecnología teníamos tijeras de podar para cortar el ADN”, explica Doudna. “Lo hacíamos de forma muy cruda. Con CRISPR tenemos un escalpelo quirúrgico para hacer cambios en el ADN de cualquier célula del organismo de una forma relativamente fácil”.
La edición genética perfecta —sustituir genes dañados por sanos para curar dolencias terribles— era el sueño con el que nacieron y murieron las terapias génicas a finales del siglo pasado. Se usaron virus para introducir los genes curativos en las células enfermas, “pero se dirigían a lugares donde no querían los investigadores, lo que era malo. Podía causar cáncer”, matiza Doudna. Los ensayos clínicos fracasaron. Murieron pacientes. Ahora, una humilde proteína de una bacteria, la Cas9, podría reescribir toda esta historia de nuevo… con éxito.
El padre de las células iPS
Shinya Yamanaka, premio BBVA Fronteras del Conocimiento de Biomedicina 2010 y Nobel de Medicina, logró en 2006 generar las células pluripotentes inducidas (iPS), capaces de convertirse en cualquier tipo celular especializado. Hasta entonces, los investigadores solo atribuían esta habilidad a las células madre embrionarias.
La sangre humana es la fuente preferida para obtener células iPS: bastan 10 mililitros para cultivar cientos de placas. A partir de aquí, se las entrena para que fabriquen distintos tipos de tejido. “El potencial es enorme. Estas células serán usadas para la enfermedad de Parkinson, fallos cardiacos, enfermedades de la córnea, lesiones de médula espinal y enfermedades del cartílago”. Han transcurrido 12 años desde su gran hallazgo. “Ya estamos viendo los primeros ensayos clínicos, pero llevará otra década para aprobar estas aplicaciones”.
El campo de la medicina regenerativa tampoco es ajeno a malinterpretaciones o exageraciones, por eso Yamanaka anima a científicos y a la sociedad “a trabajar juntos en los dilemas éticos y sociales sobre las investigaciones con células iPS para encontrar el equilibrio en el avance científico y evitar las tecnologías fuera de control”.
Doudna explica que se la puede entrenar para una tarea específica. Los científicos la manipulan para que escanee el ADN de una célula y localice una secuencia de letras en particular. La Cas9 se agarra allí y corta en el lugar preciso. La célula entonces repara la herida, cosiéndola, pero los científicos son capaces de proporcionar el hilo necesario. De esta manera, es posible reescribir un gen que tiene errores mediante este corta-pega. Al mismo tiempo, la proteína puede usarse para activar genes o apagarlos, como un interruptor.
La eficiencia de la Cas9 oscila entre el 50% y el 80%. Nadie mejor que Doudna para atisbar sus posibilidades. “Ya se ha usado en medicina. Hay aplicaciones a nivel de laboratorio que dicen que es posible corregir las mutaciones que producen la beta-talasemia [una forma de anemia] o la distrofia muscular. Probablemente en dos o tres años veremos en qué dolencias se puede usar el sistema. Podremos utilizarlo para comprender mejor el funcionamiento de las enfermedades genéticas. Pero la tecnología es nueva, estamos en los primeros seis años de uso”.
Una cosa es curar un grupo de células enfermas en un plato y otra sanar un tejido hecho de centenares o miles de millones de ellas. ¿Cómo hacemos llegar la proteína a cada célula? Hay que trabajar a escala. “Es un gran desafío para la terapéutica que ya existía incluso antes de la propia tecnología”, admite Doudna. “Pero ya existen formas de liberar moléculas a un número amplio de células. Hay tipos de virus capaces de infectar a un número muy grande de células sin dañarlas, que liberan moléculas dentro de ellas. Y también se pueden usar nanopartículas de metal o de otras proteínas que encapsulan la Cas9 y liberarlas en las células”.
La proteína se ha programado con éxito para rastrear fragmentos del virus del zika en el suero de la sangre, la saliva y la orina. La edición genética ya ha permitido cultivar una variedad de setas que no se estropean después de cortarlas, una planta de chocolate resistente a las infecciones por hongos e incluso el nacimiento de terneros sin cuernos. El año pasado, científicos de Oregón lograron corregir un defecto genético en embriones humanos descartados que producía una enfermedad congénita cardiovascular.
Doudna trabaja con moléculas. Su vida científica supone una inmersión en un mundo diminuto regido por los mecanismos básicos de la vida. Se presenta como bioquímica. Su interés le llevó gradualmente a comprender cómo las bacterias se defendían de las infecciones y a fijarse en la proteína Cas9. Vio entonces su potencial como herramienta de edición genética. Fue toda una sorpresa. No lo buscaba, no hubo un momento eureka. Ahora ha decidido salir del laboratorio para hablar en el siempre incómodo terreno de los temores sociales que despierta la genética. “Este corta-pega es una tecnología muy poderosa que puede usarse para alterar la línea germinal humana. Se trata de manipular el ADN de los embriones humanos para que las modificaciones se hereden. Mi opinión ha ido cambiando con el tiempo. Al principio me oponía totalmente. Pero me he dado cuenta de que hay ciertos usos que podrían ser importantes”.
Cuando la oveja Dolly, el primer mamífero clonado de una célula adulta, fue presentada en sociedad en 1997, el Instituto Roslin recibió 3.000 llamadas de todas partes del mundo en solo una semana. Los titulares alertaban de que la clonación de seres humanos estaba cerca. La tecnología CRISPR ha dado pie a que se hable de la creación de superhumanos. Y hasta ha entrado en el imaginario hollywoodiense: en la película Proyecto Rampage se cuenta que CRISPR “se inventó en 1993 como una forma de edición genética para curar enfermedades, y que en 2016, debido a su mal uso, fue calificada como un arma de destrucción masiva”.
“Es importante que ayudemos a la sociedad a distinguir entre ciencia y ciencia-ficción”
A Doudna le encanta la ciencia-ficción. “Hace un trabajo maravilloso al empujarnos a pensar sobre el futuro. Es una manera de reflexionar sobre las implicaciones de los avances”. Aunque es consciente de que puede extender una imagen distorsionada de la práctica científica. “La gente piensa que usamos la edición genética para crear superhumanos o bebés con ciertos rasgos, pero en la mayoría de los casos no podemos hacerlo”.
El físico británico Stephen Hawking escribió que la tecnología CRISPR podría dividir a la sociedad en clases. Sin embargo, para Doudna esta visión es irreal. “Llevaría cientos de años editar un número grande de personas. Es importante que la sociedad entienda lo que es posible hoy, lo que será posible en el futuro y lo que permanecerá en el reino de la ciencia-ficción. Los científicos tenemos que conectar con la gente”.
Y esto quizá sea más difícil que elucidar nuestro esqueleto genético. “Es cierto que, en general, somos muy reacios a hablar en público y nos sentimos cómodos en el laboratorio e incómodos ante el ojo público. Pero me gustaría ver que con el tiempo se produce un cambio”.
“Tenemos que señalar con el dedo los titulares que asustan y desprecian los hechos y la verdad”
Precisamente en Estados Unidos la erosión del científico es preocupante. En 2006, un estudio de Harvard apuntó que el 46% de la población tenía confianza en estos profesionales. En 2014, el porcentaje había descendido a un 14%, según otro informe de la Fundación John Templeton. “Hay una serie de razones, pero creo que es culpa nuestra. Necesitamos involucrarnos más, explicar a la gente qué hacemos. Y tenemos que señalar con el dedo los titulares que asustan y que no tienen que ver nada con los hechos y la verdad”.
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