La Cuca, uno de los rostros de la tortura argentina
Mirta Graciela Antón, 'La Cuca', condenada a cadena perpetua por delitos de lesa humanidad contra los genocidas argentinos de los años 70, habla desde la cárcel en un libro
¿Hay que dar voz a los monstruos? Dejar hablar a un asesino puede dar pistas profundas de la naturaleza humana, pero al mismo tiempo se puede alimentar el espectáculo del morbo y, a veces, se habla, incluso, de contagiar. Hace muy poco tiempo, en España se renovó la cuestión con el rumor de que un canal de televisión planeaba entrevistar a uno de los violadores de La Manada; entonces ardió el debate y algunos evocaron obras literarias clave, escritas a partir de la perspectiva de los criminales, como A sangre fría, de Truman Capote, o El adversario, de Emmanuel Carrère. También hubo polémica internacional reciente con las gracietas del Chapo Guzmán o la banalización de la crueldad de un folletín sobre la figura de Pablo Escobar. El tema probablemente no se salde nunca, pero sí sabemos que existe el requisito de la honestidad profesional del periodista y la condición irrenunciable de que el criminal no gane prestigio, ni dinero, a cambio de dar su testimonio.
En este caso, otra brecha ética se añade: la criminal es mujer. Se trata de Mirta Graciela Antón, alias ‘La Cuca’, la primera mujer en ser sentenciada a cadena perpetua por delitos de lesa humanidad en Latinoamérica; en este caso, ocurridos antes y durante de la última dictadura argentina (1976-1983). A partir de las conversaciones mantenidas dentro la prisión, la periodista Ana Mariani ha escrito un libro llamado, simplemente, La Cuca (Penguin Random House).
Hoy tiene más de 60 años y cumple condena en una cárcel de la ciudad de Córdoba (Argentina), pero Mirta G. Antón era una joven agente de policía cuando ocurrieron los delitos por los que la condenaron en agosto de 2016: 12 homicidios, 16 hechos de privación ilegítima de la libertad, 21 de imposición de torturas, seis de abuso deshonesto y cinco de desaparición forzada. Los testimonios de las víctimas son espeluznantes: “Me encontraba sobre un colchón mojado. (Un médico) me tomó el pulso y dijo que lo tenía muy bajo y que había que sacarme de ahí y darme algo de comer. Me llevaron arriba, por una escalera a la que ya había subido con anterioridad, porque me habían conducido a presenciar cómo torturaban a mi esposo; en esa ocasión me sentaron en una silla y en ese lugar se encontraban dos mujeres embarazadas, una a la que llamaban Mónica y a la otra le decían Graciela”.
Yo era virgen y tenía 17 años. Me violaron, me sometieron a todo tipo de abusos y me golpearon muy fuerte”. Lo explicó otra mujer frente al Tribunal que juzgó a La Cuca, que en la enumeración de torturas, recordaba cómo la “jauría” de violadores entraba y salía entre empujones e insultos, y en eso, aquella vez, escuchó la voz de Graciela diciéndole a su marido, Sérpico: “Mirá al asqueroso, anda con el gatito afuera [porque venía de violar a la víctima]".
La Cuca lo niega todo: “Ahí no se torturaba. Ahí se tomaban todos los datos, se secuestraba todo el material, yo leía las agendas, leía todo; era mi trabajo, separar el material de cada preso en una bolsa (…) Por eso digo, si tan mal trabajábamos en esa época y lo hacíamos con la orden de un juez, de un ministro de Gobierno, de un gobernador, que es de quien dependíamos, ¿por qué no nos metieron presos en su momento? ¿Por qué esperaron 40 años?”.
“Antes de volver a atarme, me tiraron al piso y me picanearon en los párpados, la cara y las orejas. Tenían un aparato nuevo, y jugaban con él. Lo manejaba Sérpico. Pero los broches los manejaban todos. Me los pusieron en los testículos, y también torturaba esta chica, Graciela. Era muy cínica. Yo pedí que me desataran para persignarme, porque creí que me iban a matar. Y ella dijo: ‘Escuchalo a este loco’”, declaró un exmilitante sindical en el juicio.
El mismo trato de subversivos recibían los policías que no cumplían con las órdenes atroces. Horacio Samamé, secuestrado el mismo día que otro agente llamado Carlos Cristóbal Arnau Zúñiga, declaró que Antón les susurraba al oído: “Traidor, traidor”.
Hija, hermana, esposa, madre y tía de policías, Graciela Antón asegura que hoy el cuerpo los ha “dejado tirados”, a diferencia de la estructura militar, que sigue apoyando a los suyos, pase lo que pase, según su parecer. Respecto a ellos, en un pasaje del libro, la periodista cuenta que La Cuca sonríe y dice con satisfacción que los militares siempre creyeron que estaban en un lugar superior, que pensaron que estaban por encima. "Pero fíjate lo que es la vida, ahora todos con prisiones perpetuas, como nosotros". Ana Mariani recuerda cómo el día de la sentencia, Mirta Graciela Antón pasó al lado de Jorge Rafael Videla, que estaba sentado en la primera fila, y le tocó el hombro sonriendo y en actitud amistosa; cómo el represor la miró de arriba abajo con desprecio, ella retiró de inmediato la mano, en una actitud que pareció temerosa, y con su cara contracturada siguió caminando para sentarse en la segunda fila.
De los recientes procesos por torturas, desapariciones, robos de bebés y asesinatos, en campos de concentración y comisarías, ocurridos entre 1974 y 1983, surgió la idea de saber más de la única mujer que se sentaba entre decenas de acusados hombres. “Coincido con la banalidad del mal que plantea Hannah Arendt. Comparto con Ricardo Ragendorfer su idea de que no son monstruos: son personas normales. Y ese carácter de normalidad es lo que traza la monstruosidad de esas vidas. Pueden llegar a ser vecinas o vecinos amables; personas que después de torturar llegan a su casa como si vinieran de cualquier trabajo y acarician a sus hijos, a sus mascotas o hablan con sus plantas”, narra, gráfica, Mariani.
La autora pertenece a la misma generación que La Cuca, por lo que en las charlas se refleja ese aire de contemporaneidad y una pretendida confianza por parte de la detenida. “¿Te acordás que en esa época usábamos zuecos?”, pregunta, en un intento por desmentir a los secuestrados de ojos vendados que cuentan que les clavaba sus tacones de aguja o les atemorizaba entrando a las salas a paso firme, audible, como antesala de otros horrores.
Con ese panorama, ¿cómo conservó Mariani la esperanza, después de conocer de cerca a un personaje así? “Esta fue la escritura más difícil de mi vida; luché con mis fantasmas muchas veces, pero pude llegar, no sin dolor, a la última página. La esperanza es que no volvamos a repetir el infierno”.
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