Una sombra terrible
Quizá los argentinos deban agradecerle una cosa: el reencuentro con el compromiso libertario
¡Sombra terrible de Videla! Nada me sale mejor para comenzar un texto de este tipo que la paráfrasis de las primeras palabras dedicadas por Sarmiento a su Facundo. Como el caudillo de nuestra Rioja, aunque Videla haya multiplicado cualquier maldad atribuible a aquel hombre valeroso de las guerras civiles en el siglo XIX, quien acaba de morir fue un hombre profundamente argentino. No sólo una hipérbole del autoritarismo que serpentea en toda nuestra vida política, una manifestación a cielo abierto de la violencia y de la intolerancia para con el adversario que nos caracterizan.
Él nació de las entrañas de un sistema rancio de educación militar y representó las taras, convertidas en crueldades inéditas, de una antigua clase social que, desde los años de 1920, tras haber creado en medio del desierto una república moderna, perdió el coraje de confrontar sus ideas y de arriesgar sus riquezas frente a las demandas de las mayorías populares en busca de reconocimiento social y dignidad política. Tanto fue el poder de la ideología reaccionaria sobre su espíritu que, cuando desencadenó, junto a sus compañeros de armas, la única catástrofe de la República Argentina comparable a los conflictos más sangrientos del siglo XX, no tuvo conciencia precisa de los crímenes que perpetraba. Más aún, debió creer que, como un verdugo del Antiguo Régimen, cumplía el deber sagrado de castigar la lesa majestad y merecía el óbolo de los condenados por ello. Tal inconciencia moral no lo justifica y menos aún lo exculpa. Y en esas opacidades éticas, él también resultó ser la expresión de algo muy escondido en los repliegues de nuestra alma colectiva.
Videla tuvo muchas veces, durante los juicios a los que fue sometido, la ocasión de admitir su responsabilidad y declararse públicamente el pecador que era, en los términos de la fe cristiana a la cual aseguraba pertenecer y defender. Ha muerto ahora. Nunca podrá recibir de quienes padecimos su vesania un solo gesto de perdón. Es probable que la mayoría de sus víctimas no hayan creído ni crean en la inmortalidad, pero tendrían el derecho de imaginar entonces que, en los últimos instantes de su trágica y mediocre existencia, en esos momentos en que lo eterno se condensa en el fondo insondable de la experiencia humana, él sólo haya oído gritos e imprecaciones, más fuertes, más humillantes y devastadoras que las recibidas por quienes padecieron, en el final inmerecido de sus vidas, tortura y muerte durante la tiranía.
Quizás los argentinos debamos agradecer a su figura una sola cosa. El descubrimiento de algo luminoso que, en los antípodas de las miserias de nuestra idiosincrasia, también nos pertenece, pero para enaltecernos. En 1984, tras la disolución del régimen militar que él instauró, los argentinos nos reencontramos con el coraje y el compromiso libertario que impregnaron las luchas por nuestra independencia, por nuestra constitución de altos propósitos, por la conquista de un saber racional y un bienestar alcanzable para todos los habitantes de nuestro suelo. El presidente Alfonsín, el anti-Videla en muchos aspectos de su vida, elegido por una mayoría aplastante del pueblo argentino, lo llevó a juicio junto a los más grandes de sus cómplices. El proceso fue impecable en cuanto a los derechos de los acusados y a las garantías que ellos habían pisoteado. A fines de 1985, la Corte Suprema de Justicia convalidó la sentencia a reclusión perpetua de Jorge Rafael Videla. Tal vez ahora lo aguarden otras sentencias. Nunca podremos saberlo.
José Emilio Burucúa es historiador y escritor argentino, autor de Enciclopedia B-S (Periférica).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.