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AHORA QUE LO PIENSO
Columna
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Quién disparó, quién ayudó

Algunos de los crímenes de ETA y otros terrorismos han prescrito o están a punto de hacerlo. Aunque la ley nos obligue a renunciar a la justicia, ¿debemos renunciar a la verdad?

Edurne Portela
Cádaver de Juan Manuel García Cordero, asesinado por ETA en 1980.
Cádaver de Juan Manuel García Cordero, asesinado por ETA en 1980.EFE

Cuando conozco personalmente a una víctima del terrorismo se me ocurren mil preguntas que nunca llego a formular por respeto a su intimidad, por miedo a causar daño con una consulta inapropiada, por no escarbar en heridas mal curadas. Les preguntaría sobre sus vidas después de la pérdida del ser querido o la supervivencia después de un atentado, sobre la perseverancia del dolor y las estrategias para superarlo, sobre la solidaridad recibida o la ausencia de ella. A una hija le preguntaría si le gustaría saber quién era la persona que vigilaba a su padre y dio el chivatazo sobre sus horarios; al político que sobrevivió un coche bomba si quisiera averiguar quién fue el que decidió que él era el miembro de las Juventudes Socialistas más vulnerable porque no llevaba escolta o quién colocó con cuidado la bomba lapa; a una viuda si desearía saber quién concluyó que su marido pertenecía a ETA y por tanto había que asesinarlo, quien mandó y pagó a unos sicarios para que le asaltaran en una emboscada y le acribillaran a tiros. Me cuestiono si las víctimas de toda esta violencia quieren saber o, más concretamente, cuántas de ellas quisieran ejercer su derecho a la verdad, hasta dónde estarían dispuestas a llegar.

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Esta reflexión surge a raíz de un comentario que Iñaki García Arrizabalaga dejó flotando en el aire de Twitter hace unas semanas: “¿Puede el derecho a la justicia entorpecer el derecho a la verdad? Lo digo porque si muchos exetarras no van a contarnos lo que realmente pasó (quién disparó, quién ayudó, quién dio cobijo, quién vigiló y chivó...) por temor a ser juzgados…”. García Arrizabalaga, cuyo padre fue asesinado por los Comandos Autónomos en 1980, lleva años involucrado en iniciativas de víctimas de varias violencias en Euskadi, la más visible Eraikiz. En su manifiesto señalan: “Creemos que es necesario conocer todo lo que ha sucedido, contarlo de una manera fiel y completa, para aprender de ello y garantizar que no se repita jamás. Todas las víctimas, del signo que seamos, tenemos el mismo derecho a que se haga justicia, a la verdad, la memoria, el reconocimiento y la reparación”.

Estos son los principios de la justicia transicional, según la cual, después de una época de violencia política se debe otorgar a las víctimas el derecho a la verdad mediante comisiones de investigación, a la justicia sancionando a todos los que cometieron violaciones de derechos humanos, y a la reparación a través de medidas individuales y colectivas. El tiempo pasa y algunos de los crímenes de ETA y otros terrorismos han prescrito o están a punto de hacerlo, pero, aunque la ley nos obligue a renunciar a la justicia, ¿debemos renunciar a la verdad? ¿Sería una opción para Euskadi y un avance para las víctimas de diferente signo una Comisión de la Verdad que establezca públicamente el reconocimiento de crímenes y la admisión de responsabilidades?

Hay dos formas de afrontar esta historia: desde el convencimiento de que la verdadera paz no se consigue sin verdad, memoria, justicia y reparación, frente a los que defienden que lo importante es acabar con el conflicto aunque ello suponga renunciar a todo lo demás. Ya sabemos cuál de las dos fórmulas no funcionó en España. Me pregunto con cuál nos quedaremos en Euskadi. 

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