Nuestro gigante enterrado
Las violencias vividas y heredadas no acabaron en 1939 ni en 1975 ni en 1978 ni en 2018
Kazuo Ishiguro en El gigante enterrado traslada a sus lectores al mundo de las novelas artúricas con sus ingredientes imprescindibles: ogros, dragones, caballeros, seres mágicos, lagunas estigias. Un Sir Gawain casi senil es el encargado de mantener el legado del desaparecido rey Arturo. No es un legado heroico ni del que sean conscientes los habitantes de la Inglaterra unificada a través de la guerra de bretones contra sajones. El legado es un olvido general, que se impone y mantiene a través de un hechizo ideado por el gran Merlín. El aliento de un dragón genera una ligera neblina que cubre todas las tierras y que hace que sus habitantes hayan olvidado el pasado.
Pero el tiempo pasa, el hechizo se debilita, el dragón se hace viejo. Y los recuerdos reprimidos —el gigante enterrado— comienzan a emerger: los abusos de los bretones contra los sajones, violaciones masivas, masacres de niños, guerra de pueblos arrasados, represión sistemática, humillación. La imposición del olvido por parte del rey Arturo es la manera de asegurar la convivencia, la concordia, la paz. Los pocos bretones que han sido inmunes al hechizo como el viejo Sir Gawain, la valoran y la defienden hasta el último aliento.
Aquellos que comienzan a salir del desconocimiento forzado no pueden evitar enfrentarse al horror y bien reconocen su participación en él y asumen su responsabilidad, bien justifican la violencia, el olvido y la impunidad. En los sajones, perdedores de la guerra, el despertar a la memoria y la verdad les lleva al dolor de revivir el trauma de la violencia, reconocer la injusticia del olvido, tener conciencia de la impunidad con la que han vivido sus opresores. Algunos prefieren no recordar, seguir viviendo en la paz artificial de la ignorancia; otros, lo necesitan para entenderse, reconocerse, vivir una vida consciente. El gigante enterrado es una metáfora de cualquier sociedad en la que ha habido una violencia brutal y una imposición artificial del olvido por mandato superior, ya sea por parte del responsable de la violencia o de aquellos que la continúan de otra manera.
Toda sociedad posconflicto que no ha vivido un proceso de verdad, justicia y reparación tiene en su seno un gigante enterrado. Nosotros también lo tenemos. Y no me refiero al cuerpo del dictador, de ese ya sabemos sus verdaderas dimensiones. Me refiero a las violencias vividas y heredadas que no acabaron en 1939 ni en 1975 ni en 1978 ni en 2018. Tal vez sea demasiado tarde para una comisión de la verdad que centre su investigación en la recopilación de testimonios, pero no lo es para apagar el aliento de los defensores de la impunidad y el olvido. Podemos empezar por sufragar y completar la exhumación de los cuerpos de los más de cien mil desaparecidos y entregarlos a sus seres queridos; rastrear los bienes expoliados a las víctimas del franquismo y devolverlos a sus dueños legítimos; hacer accesibles los archivos militares del franquismo; crear un registro completo y exhaustivo de la represión franquista y de la continuación de muchas de sus prácticas durante la Transición; juzgar y condenar a los torturadores vivos, como Billy el Niño. A ver si así matamos al dragón de una puñetera vez.
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