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Tribuna
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Víctimas y censura

Aproximarse desde el arte al fenómeno terrorista no es empatizar ni justificar su acción

Edurne Portela
Manifestación a favor de los presos de ETA en San Sebastián.
Manifestación a favor de los presos de ETA en San Sebastián.JAVIER ETXEZARRETA (EFE)

Jean Améry, sobreviviente de varios campos de concentración nazis, escribió en Más allá de la culpa y la expiación que debido a su condición de víctima se sentía “legitimado para juzgar, no solo a los ejecutores, sino también a la sociedad que solo piensa en su supervivencia” y que sus “resentimientos existen con el objeto de que el delito adquiera realidad moral para el criminal”. El filósofo Slavojiek en Sobre la violencia habla de la necesidad de algunas víctimas de mantenerse en el rencor y de la negativa a perdonar, porque hacerlo sería normalizar el crimen, aceptarlo como un hecho pasado que hay que superar. Es duro decirlo y admitirlo, pero la víctima tiene derecho al resentimiento. Así como esta postura es comprensible, también debe serlo que la víctima quiera establecer una relación reparativa con el verdugo (que no siempre significa perdonar), como han demostrado las víctimas que han participado en los “encuentros restaurativos” con exetarras de la vía Nanclares.

La víctima merece el más absoluto respeto, tanto si perdona como si odia. También debe tener la posibilidad de expresar públicamente sus condenas y acusaciones. Una cosa es la naturaleza del dolor y los derechos de las víctimas y otra el control que han ejercido algunas asociaciones de víctimas del terrorismo sobre lo que se puede decir en la vida pública y representar en la cultura y el arte.

 Muchos artistas que han abordado el tema de ETA, incluyendo la representación de sus víctimas, han tenido que afrontar graves consecuencias. Un ejemplo es Clemente Bernad, quien en su serie Basque Chronicles intentó desvelar aquellos aspectos de la violencia en torno a ETA que normalmente no vemos en los medios. Para ello, Bernad fotografió las consecuencias de la violencia terrorista (atentados, funerales), así como el entorno abertzale violento (kale borroka, funerales de etarras, manifestaciones). Como consecuencia, se le tildó de “equidistante” en el mejor de los casos, proetarra en el peor. Acostumbrados a ver al etarra en dos dimensiones (carteles policiales, fotografías en las noticias) y pensar en él como la encarnación del Mal, para algunos fue inadmisible ver, por ejemplo, una fotografía de un entierro en el que una mujer llora sobre el ataúd del terrorista, haciendo evidente su dimensión humana. Esa realidad estaba ahí cuando Bernad la fotografió. No se la inventó para insultar a las víctimas de ETA. La plasmó para desvelar algo que nadie hasta entonces había querido reflejar, ni siquiera la izquierda abertzale, porque hacerlo hubiera significado airear su vulnerabilidad.

A Bernad se le pueden sumar numerosos artistas que, por querer mostrar la complejidad del mal llamado “conflicto”, han sufrido ataques (me vienen inmediatamente a la cabeza los cineastas Julio Medem, Gorka Merchán, Jaime Rosales y Pablo Malo). Parece que la única representación aceptable es aquella que se asienta en un planteamiento maniqueo de la realidad. Cualquier matización, cualquier exploración seria del terrorista y su entorno más allá de su plasmación como monstruos asesinos, es condenada moralmente, linchada colectivamente en los medios de comunicación, e incluso puede llevar al creador a los tribunales si cae en desgracia con una de esas asociaciones de víctimas. Pero recordemos: los hechos existen antes que su representación. La función del arte, de la cultura, es precisamente ahondar en esos hechos y desvelar, a través de una interpretación imaginativa, aquello que más nos cuesta entender. No para justificar o crear empatías con los que ejercen la violencia, sino para ampliar nuestro conocimiento.

Estos días se vuelve a repetir el mantra de que no ha habido literatura ni cine sobre ETA. No ha sido una producción masiva, pero sí la ha habido. El problema es que a muchos creadores o se les ha ninguneado o se les ha cortado la cabeza nada más asomarla por salirse del maniqueísmo consensuado. En la representación artística tanto de víctimas y victimarios como del problema social que ha generado la violencia en Euskadi tenemos que permitir la libertad que dé paso a exploraciones profundas del problema que quizá no confirmen nuestros prejuicios, que nos planteen preguntas en vez de darnos todas las respuestas. Nuestro papel como lectores, espectadores y críticos es tratar esas representaciones con responsabilidad, valorar aquellas que nos ayudan a comprender mejor nuestra historia aunque duela, aquellas que, como decía Milan Kundera en El arte de la novela, muestran la complejidad de la realidad.

Edurne Portela es autora de El eco de los disparos: cultura y memoria de la violencia. Galaxia Gutenberg, 2016.

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