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Maneras de vivir
Columna
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Una heroína llamada ‘Koko’

Rosa Montero

Hace unas semanas, cuando falleció la famosa gorila, yo sentí que había perdido a un ser al que respetaba y quería. Tenía una inteligencia humana.

EN EL año 2000, el periódico El Mundo sacó una nota necrológica bastante larga y con foto en la sección de obituarios. Hasta aquí, todo normal; lo inu­sitado es que se trataba de un gorila. Era Michael, el primer compañero de la famosa Koko. Él también aprendió la lengua de signos, aunque estaba mucho menos capacitado. Estuvieron juntos 24 años, si bien no fueron pareja, sólo amigos. A mí me conmovió la naturalidad con la que incluyeron a Michael entre las otras necrologías, esto es, entre nuestros muertos. Hace tres semanas, cuando la gran Koko falleció a la edad de 46 años mientras dormía, yo sentí que había perdido a alguien cercano, a un ser al que quería, al que respetaba y admiraba. Exactamente lo mismo que cuando han desaparecido otros personajes públicos que yo amaba. Sí, los grandes simios forman parte de nuestros muertos.

Y en vida, de nuestros primos. Estamos tan próximos a los grandes primates que compartimos casi todo el código genético, en especial con los chimpancés y los bonobos, de quienes apenas nos separa un 1% del genoma: incluso podemos intercambiar transfusiones con ellos. Koko nació en un zoológico estadounidense y cuando cumplió un año empezó a ser educada por la doctora Francine Patterson en la lengua de signos. Al morir utilizaba mil signos y podía entender varios miles de palabras en inglés. Le hicieron los habituales test de inteligencia y, como contó el sociólogo Jeremy Rifkin, sacó entre 70 y 95 puntos: si hubiera sido una persona, se la habría considerado de aprendizaje lento, pero no retrasada. Quiero decir que Koko tenía una inteligencia humana.

Uno de los fundadores de la bioética, Joseph Fletcher (1905-1991), elaboró una famosa lista de 15 atributos para definir lo que es un ser humano: inteligencia mínima, autoconciencia, autocontrol, sentido del tiempo, sentido del futuro, sentido del pasado, capacidad para relacionarse con otros, preocupación y cuidado por los otros, comunicación, control de la existencia, curiosidad, cambio y capacidad para el cambio, equilibrio de razón y sentimientos, idiosincrasia y actividad del neocórtex. Los grandes simios cumplen todos estos atributos, como han demostrado numerosas investigaciones científicas. Por supuesto que lo hacen en diferente grado al ser humano: ningún chimpancé es capaz de idear la lista de atributos de Fletcher. Pero también conozco a unos cuantos tipos a los que nuestra Koko hubiera podido dar lecciones de humanidad. Los grandes simios, en fin, son seres afines a nosotros y con ellos hacemos atrocidades: en circos, en zoos, en laboratorios. Además, estamos acabando con su hábitat. Se están extinguiendo. Es un genocidio.

Koko nunca se emparejó ni tuvo hijos, por más que lo intentaron los científicos (no ligó con Michael, y tampoco con Ndume, otro gorila que le buscaron). Siendo muy joven, pidió que le regalaran un gatito. Con algún miedo por la seguridad de los mininos, le trajeron una camada. Koko escogió al único que no tenía rabo (o sea, era como ella) y le bautizó con dos palabras de la lengua de signos: All Ball, Todo Pelota. Pese a sus enormes manazas, le cuidó con un amor y una delicadeza formidables. Como una madre. Cuando el gatito arañaba, lo colocaba en el suelo frente a ella y con toda paciencia le repetía con signos: “Esto está muy mal, esto no se hace”. Fue el primero de muchos otros gatos.

Me apena pensar que Koko vivió siempre encerrada. E intuyo que también muy sola. ¿Por qué no se emparejó con los gorilas? Su inteligencia había sido desarrollada de tal modo que quizá no los sintiera a su altura. Eso sí, era capaz de amar, y de qué modo. En las redes hay un vídeo conmovedor de cuando le comunican que All Ball ha muerto atropellado por un coche; se queda anonadada, y luego, por la noche, se la escucha aullar de dolor. Un gemido de pena escalofriante. Al parecer también aulló durante meses tras la muerte de Michael. Me gusta imaginar que algún día, cuando los grandes primates hayan sido incluidos en el género Homo (como ya reclaman hoy numerosos científicos) y los humanos hayamos aprendido a respetar a los animales, en el mundo habrá estatuas de Koko, como una de las heroínas de su especie. 

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