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¿Me dejas tu tractor?

Un grupo de agricultores de Noida, en India, trabajando con tractor durante las labores de la cosecha en 2015.
Un grupo de agricultores de Noida, en India, trabajando con tractor durante las labores de la cosecha en 2015.Fotografía de Burhaan Kinu / Hindustan Times (Getty Images)
Martín Caparrós

No sólo de compartir vehículos y casas vive la economía colaborativa. En India, una aplicación impulsa la pequeña agricultura.

Dicen que así va a ser casi todo en unas décadas y lo llaman, a falta de mejor nombre, economía colaborativa. Pero no siempre supone colaboración sino, más bien, un cambio radical en la relación de las personas con las cosas: que no necesiten poseerlas para usarlas.

Cualquier origen es un cuento de colores, pero parece que esto empezó con aquellas canciones y películas: de pronto, para que otro tuviera las que yo tenía yo no tenía que dejar de tenerlas. Después del trabalenguas, la cuestión era clara: si presto un libro ya no tendré libro, si comparto mi plato de lentejas comeré medio plato de lentejas; si quiero repartir mi mp3 lo seguiré teniendo entero. De allí salió un modelo que desafiaba los principios de nuestra sociedad: dar no es entregar, compartir no es perder. La generosidad dejó de ser un sacrificio.

Y el modelo se extendió a cosas menos repartibles, bajo forma de tiempo. No puedo dar la mitad de mi casa o mi coche, pero si no los uso tres días o tres horas puedo entregar esas horas o días. Así aparecieron los airbnb y über y demás formas novedosas –que rápidamente se arruinaron bajo el acoso de los capitalistas habituales.

Pero el modelo resiste y busca sus maneras. Uno de sus argumentos es que es la mejor forma de reducir el despilfarro: que alguien precise desplazar 1000 kilos de metales y plásticos para ir al mercado es un fracaso de la civilización; si, además, los tiene guardados el 90 por ciento del tiempo el fracaso se ahonda. Si los coches se compartieran, dice un estudio reciente, en lugar de las 1.000 millones de máquinas que hay en el mundo alcanzaría con que hubiera 50 –y la Tierra agradecida, y los terrenos más.

Aunque sigue habiendo un orden: los más ricos podremos compartir lo –relativamente– superfluo; los más pobres compartirían lo –absolutamente– indispensable. El modelo, que para nosotros es casi una coquetería o una apuesta a largo plazo, para otros puede ser cuestión de vida o muerte ya. Sobre todo cuando falta la comida. La India es un desmentido brutal a ese lugar común de la lucha contra el hambre que pretende que, para combatirlo, nada mejor que la democracia y el desarrollo. La mayor democracia del mundo, una economía que se ha desarrollado como pocas en las últimas décadas, sigue teniendo más hambrientos que todos los demás: unos 250 millones de personas.

La causa más visible de la pobreza es la pobreza: en la India sólo un tercio de la explotación agrícola está mecanizada –porque los campesinos pobres no tienen dinero para comprar tractores. En Estados Unidos una hectárea mejorada e irrigada rinde 10 toneladas de grano y cada campesino motorizado puede trabajar en promedio unas 200: produce unas 2.000 toneladas. En la India una hectárea rinde unos tres toneladas de grano y el campesino promedio posee y trabaja menos de una hectárea: con suerte produce dos toneladas. Por eso, por supuesto, nunca llega a la máquina que cambiaría su vida y sigue arando con su búfalo o buey: un tractor labra una hectárea de arroz en cinco o seis horas, un arado animal en 120.

Puede haber soluciones. En la India, el invento más reciente se llama Trringo y es una aplicación para teléfono inteligente que permite compartir tractores: cuando un campesino rico no usa el suyo se lo deja a un vecino más pobre por unos 5 euros la hora. Lo lanzó en 2016 un fabricante de tractores, Mahindra & Mahindra, que espera que este año lo usen un millón de agricultores.

Si funcionara, cambiaría muchas vidas. Aunque todavía hay clases –y castas– en la India: sólo un 9 por ciento de los campesinos tiene un teléfono inteligente. El círculo sigue siendo tan vicioso.

 

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