El sónar que no te contaron
El ‘afterparty’ en la ‘suite’ de Grace Jones en 2009; los escaqueos de Maradona en un ‘spa’ de México cuando tenía que posar para ser imagen de la edición de 2002; la peripecia de un niño barcelonés bautizado con el nombre del festival… Los 25 años de la gran cita internacional de la música electrónica, que se celebra cada mes de junio en Barcelona, conforman un anecdotario monumental y a menudo desconocido. Bienvenidos a la trastienda del gran fiestón
Aquella noche, Enric Palau sintió pánico. Año 1998, jueves 18 de junio, pabellón de la Mar Bella, sede de las primeras ediciones del Sónar. Kraftwerk, los legendarios pioneros de la música electrónica, a punto de salir al escenario. Tan alemanes, tan perfeccionistas, tan minuciosos, tan exigentes. Tanto que unas horas antes, durante la prueba de sonido, su mánager ya ha dejado claro que deben suspenderse las actuaciones programadas en los escenarios colindantes para no interferir en el sonido del grupo. Es la primera vez (y una de las pocas en los 25 años del festival) que Palau acepta semejante capricho. Pero, claro, son Kraftwerk.
La actuación está a punto de comenzar. Palau, uno de los tres fundadores del festival, el responsable de la programación, tiene entonces 34 años y solo cuatro festivales a sus espaldas. Nervios.
De pronto, suena una música muy rara. Eso no es Kraftwerk. Alguien se ha debido de saltar la orden. Palau está pálido. Mira con cara de terror al mánager. Este sonríe. “Tranquilo, es la música de introducción a nuestro show”. Uf.
De pronto, suena una música muy rara. Eso no es Kraftwerk. Alguien se ha saltado la orden de no tocar. Enric Palau está pálido. Mira con terror al mánager de los alemanes
Aquel fue un concierto mítico. El grupo alemán llevaba sin editar un disco 12 años. El festival saldaba así su deuda con esos tipos que ya en los setenta comprendieron que se podía hacer música emocionante con máquinas. Palau también recuerda los nervios de los discípulos Richie Hawtin y Jeff Mills, sentados a la mesa frente a sus padres espirituales, en aquella cena que organizó en Els Pescadors, restaurante de Poblenou.
Alrededor de aquella mesa se dieron cita el pasado (que, stricto sensu, sigue presente, Kraftwerk se mantienen en activo) y el presente (en aquel momento, casi el futuro) de la música electrónica, que allá por finales de los noventa no era un fenómeno de masas. Aquellos jóvenes comensales son hoy los clásicos de un festival que celebrará los próximos 14, 15 y 16 de junio su 25º aniversario.
El Sónar es un festival de referencia, una auténtica meca para las vanguardias musicales, un evento prescriptor. El año pasado recibió 123.000 visitas, 2.000 más que en 2013, una de sus más luminosas ediciones. Con un presupuesto de nueve millones de euros, presenta este año un cartel en el que mandan Thom Yorke, cantante de Radiohead; Gorillaz, la banda paralela del cantante de Blur, Damon Albarn; LCD Soundsystem, combo neoyorquino de tecno con vocación orgánica; Bonobo; Modeselektor; Richie Hawtin… Un total de 150 actuaciones durante tres días con sus tres noches.
“Es un evento que no tiene parangón en ningún otro país. Está más valorado fuera de España que dentro”, afirma sin ambages Javier Blánquez, periodista que acaba de publicar Loops 2, repaso de la evolución de la música electrónica desde 2002 hasta hoy. “No tiene rival en tamaño, escala y calidad, ha inspirado a muchos otros festivales”, sostiene en conversación telefónica desde Reino Unido Kate Hutchinson, periodista especializada que publica en The Guardian.
La idea del Sónar nació en la casa de uno de los personajes más controvertidos de la música en España: Teddy Bautista, actualmente encausado por presunto desvío masivo de fondos de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE). Fue en una tarde de esas en que los músicos se reúnen para compartir y hablar de cacharritos, de moogs y minimoogs, sintetizadores.
Bautista era entonces otro Bautista, su pasado de cantante de Los Canarios quedaba más cerca. Con él estaban dos músicos que pertenecían a un grupo de electrónica, Jumo, y que ya habían trabajado para él en la Expo 92 de Sevilla: Enric Palau y Sergio Caballero.
Poco después, tras una fiesta en el Faro de Barcelona, se unió al proyecto Ricard Robles, por entonces periodista en Ajoblanco. Y el 2 de junio de 1994, Sónar echaba a caminar frente a 6.000 personas en la sala Apolo de Barcelona. “No pensé que fuera a durar”, confiesa el DJ español Ángel Molina, un asiduo, que ha participado en unas 18 ediciones. “Hace 25 años lanzarse a un festival así era pura ciencia-ficción”.
Enric Palau recuerda uno de sus mayores cabreos en estos 25 años. Fue en 2009. Se lo provocó la indolente e indomable Grace Jones, artista total, de culto, que protagonizó el mayor retraso que se recuerda en un festival con fama de reloj suizo. Salió al escenario con 45 minutos de demora. Encerrada en el camerino, con sus bandejas de ostras y su champán, no quería salir.
El show, eso sí, fue de maravilla.
Acabado el concierto, se fue de fiesta al Club Catwalk y acabó con una troupe de 20 personas en su suite del hotel Arts. “Fue el mejor after de mi vida”, recuerda Gerardo Cartón, por aquel entonces director general del sello PIAS en España, autor del Manual del perfecto festivalero. “La gente estaba borracha, tirada por los suelos, mientras yo mantenía una conversación mística con ella”.
“La gente estaba tirada por el suelo, borracha”, en la ‘suite’ de Grace Jones, cuenta el exdirectivo discográfico Gerardo Cartón. “Fue el mejor ‘after’ de mi vida”
En la efusividad de la noche (o más bien del amanecer), Jones le contó historias de Elton John, de Abel Ferrara, de Andy Warhol. Relató, siempre según Cartón, el desfase de aquel rodaje en Almería con Joe Strummer, mítico líder de The Clash, y Courtney Love. Con todos bajo los efectos de los tripis (LSD) y liándose los unos con los otros. Sexo, drogas y rock and roll. Straight to Hell (1987) se llamaba la película, dirigida por Alex Cox. “Fue una noche antológica”, recuerda Dani Poveda, actual director del Vida Festival, que en aquel año acudía a su primer Sónar y que también acabó en la suite de Grace Jones. Dormido. Con la cabeza apoyada en las piernas de la diva, mientras esta charlaba de lo divino y lo humano con Cartón.
Estos 25 años del Sónar están plagados de momentos históricos. La actuación a cara descubierta (sin sus clásicos cascos de robot) de unos jóvenes Daft Punk, en su primera sesión en España, en 1997; la entrada del finlandés Jimi Tenor, en 1998, a lomos de un caballo blanco, emulando el episodio setentero de Bianca Jagger en el club Studio 54; la mágica actuación de Björk, con su antifaz y su tutú negros, en 2003; el salto, por sorpresa, de Kanye West —cuando aún no era el marido de la Kardashian, ni una estrella internacional— al escenario de De La Soul (2005); el regreso de Kraftwerk en 2013, con su show en 3D; el de Jean-Michel Jarre, en 2016.
Una de las señas de identidad del festival es que cada año Sergio Caballero se inventa una marcianada, alejada de la iconografía musical, que se convierte en símbolo del festival. Una familia convencional, posando, sonrientes todos, con sus respectivas faldas y pantalones orinados, en 2001; las desconcertantes representaciones de animales con cabeza humana —campaña de imagen cuyo desarrollo incluyó el intento del Sónar de participar en el festival de Eurovisión (año del Chikilicuatre) con un tema, La Pajarraca, compuesto en cuatro días por Caballero junto a (no se sabía hasta ahora) Griffi, miembro del grupo de Solo los Solo—; una foto de los padres de los fundadores del festival en la playa, en 1997. En 2002, año del Mundial de Fútbol, apostaron por Maradona.
Y para un spa de México se fue Sergio Caballero, el artista que se encarga de estas locuras/genialidades, para encontrarse con el astro argentino. Nada más llegar al hotel Rancho San Diego —sí, así se llamaba el establecimiento—, ubicado en Ixtapan de la Sal, a dos horas de la capital, se encontró con el mánager de Diego Armando, Guillermo Coppola, toalla atada a la cintura: “¿Qué pasa, catalán? Bueno, qué, ¿trajiste la plata?”. Así fue el recibimiento.
Lo que siguió fue una semana persiguiendo al futbolista argentino para que se hiciera una foto y un vídeo. “No, esta tarde está cansado”. “No, se fue a jugar al golf”. “Está en su habitación viendo un partido”.
Caballero deambulaba por el hotel a ver si le veía por algún lado.
—Diego, ¿te puedo hacer una foto?
—Dale, catalán.
Al fin, aceptó posar en el spa. Al ver el catálogo con la imagen del año anterior, la de la familia con incontinencia, se rio. “¡Eh, catalán, estás loco!”.
Maradona desplegó toda su panoplia de recursos en el noble arte del escaqueo. “¡Eh, catalán, estás loco!”, le decía al fundador del Sónar Sergio Caballero
Quedaba el vídeo. Tras una semana en que Maradona y su mánager desplegaron toda su panoplia de recursos en el noble arte del escaqueo, Caballero lo consiguió grabar. Fue aprovechando un momento en que el astro argentino huía de una filmación surrealista con un equipo de televisión mexicano que se había desplazado con dos tráileres para grabarle jugando un partido contra un equipo de mises.
Caballero andaba rodando los exteriores del spa cuando vio a Maradona asomado a una ventana. El futbolista le explicó que no quería rodar lo de las mises.
—¿Y qué hay de lo mío?
—Va, hagámoslo ahora, va.
Maradona saltó por la ventana, se puso la camiseta del Sónar, y Caballero le dio al rec. “Tardamos una semana en conseguir algo que costaba una mañana”, recuerda el artista catalán. “Fue genial. Me gustan los pillos”.
Hay grandes pequeñas historias en estos 25 años del Sónar que no se han aireado en los medios. Alison, cantante de Goldfrapp, encerrada en el baño justo antes de la rueda de prensa del primer concierto de su carrera, negándose a salir, en 2000, según cuentan fuentes cercanas al festival; el artista alemán Thomas Brinkmann, renunciando al hotel para dormir los tres días en su furgoneta Volkswagen, estacionada en el parking del Sónar Noche (vía correo electrónico, recuerda cómo condujo de Grecia a Barcelona —“vivía en la furgoneta en los países mediterráneos”—, y cómo vestía —“de manera provocativa, botas militares y pantalones muy cortos, todo de negro. Todo el mundo me preguntaba por ello y [el artista] Russell Haswell me quería matar por eso y por el LSD que tomó”]— en 2002); o el atolondramiento de ASAP Rocky, que quedó con el DJ Skrillex en subir a rapear un tema con él y, al acabar su actuación, se olvidó y se fue de fiesta por Barcelona; tuvieron que enviar una furgoneta para traérselo de vuelta y llegó a tiempo; eso sí, se subió al escenario, sin el menor de los reparos, con todos sus compañeros de farra.
No se ha contado tampoco que hay un niño en Barcelona que se llama Sónar. Estudia 4º de la ESO en el colegio Sagrat Cor, tiene 16 años. Relatan sus padres en su casa, con escaleras jalonadas por cajas y cajas de vinilos, cerca de la Fira de Barcelona, que el chico se tiró ocho días sin nombre cuando nació, el 21 de mayo de 2002. Un cartelito en la cuna de la clínica del Pilar de la calle de Balmes rezaba que ahí se encontraba “No se sabe Torras Rodero”.
A sus progenitores, dos grandes aficionados del festival (sobre todo Salvador, su padre), les costó decidirse. Las familias se oponían en rotundo a semejante bautizo. De hecho, tardaron un tiempo en aceptar el nombre. “Nos gustaba la sonoridad”, defiende Salvador, que entre 2003 y 2016 organizó el festival de hip-hop Hipnotik.
En casa del herrero, cuchillo de palo. A Sónar no le gusta mucho la música. Le interesan los videojuegos y el baloncesto. En el colegio le conocen por el nombre y por su pelo, rizado, inflado, casi afro. Dice que en su colegio sus compañeros no saben nada del festival. Él fue varios años al Sónar Kids, tramo diurno que acoge a niños. Lo llevaban sus padres. Hasta que un día, a los seis años, el pequeño Sónar agarró una botella de agua del suelo y bebió de ella. Era la época, recuerda su madre, Carolina, en que la gente a veces echaba MDMA (éxtasis) en el agua. “Pensé que no era lugar para llevar al niño”.
El recorrido ha tenido sus baches. Hubo alguna avalancha en los tiempos en que se celebraba en la playa de la Mar Bella. En 2000 se cayó el sistema informático en un aeropuerto de Londres y la mitad de los artistas programados para el sábado no llegaron a tiempo.
Las críticas tampoco han faltado. Por el ruido cuando el Sónar de Día se celebraba en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). Por el encarecimiento de los abonos, que ya cuestan 195 euros. Por haber mutado en su versión diurna en un evento con mucho peso de las empresas: el llamado Sónar + D acoge a start-ups, aceleradoras y fondos de inversión ligados a industrias culturales que han desplazado, dicen los críticos, a proyectos más estrictamente artísticos.
Hay usuarios que se quejan del calor. De las colas en las barras. Pero lo cierto es que el Sónar es un fiestón. Distintos actores de la industria festivalera destacan la organización, que funciona gracias a un equipo muy engrasado, perfeccionista, de 21 personas, de las que 12 están ahí desde el principio. De hecho, es un evento que ha conseguido que sus participantes le hagan la ola, cada día, a las siete de la mañana, cuando las sesiones han terminado; es tradición.
La marcianada de este año, nunca mejor dicho, es el envío al espacio exterior de 38 piezas musicales de 10 segundos de duración compuestas por artistas como Jean-Michel Jarre o el Niño de Elche. Desde una antena ubicada en Tromso, Noruega. Con la colaboración del Instituto de Estudios Espaciales de Cataluña. Destino: la estrella de Luyten. El Sónar siempre va un paso más allá.
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