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Kraftwerk certifica su profecía

El grupo alemán engrandece la celebración del 20 aniversario de Sónar con un concierto en 3D El festival se entrega a la cuota comercial estadounidense con Skrillex y Baauer"

Daniel Verdú

Las luces se apagan y miles de personas con esas ridículas gafas para ver en 3D se quedan boquiabiertos. Sobre el escenario, cuatro hieráticos tipos con trajes reflectantes activan la máquina. Suenan las primeras notas de We are the robots y los humanos se vuelven locos. Los brazos de los androides sobrevuelan el enorme hangar en tres dimensiones y damos por cumplida la profecía. Kraftwerk, el grupo que cambió la historia del pop cuatro décadas atrás introduciendo la música electrónica y aportando una precisa visión del futuro, celebró por todo lo alto el 20 aniversario de Sónar con un espectacular show en 3D que ha arrasado a su paso por la Tate Modern de Londres y el MoMA de Nueva York. Todo un hito en un festival que ha festejado como ninguno la fructífera unión entre música y tecnología.

Ralf Hütter, único superviviente de aquella banda (por llamarlo de alguna manera) que fundó con Florian Schneider en 1970, se coloca a la izquierda. Es el operario –así se hacen llamar- jefe. Manda, controla y canta. Y van sonando uno a uno (hasta 21 durante dos horas) los grandes temas de sus ocho últimos álbumes (desde Autobahn.) Con Numbers, la pantalla escupe un sinfín de cifras que sobrevuelan las cabezas del público. Computer World, un himno al ordenador personal creado cuando nadie sabía qué demonios era un PC, sirve de recordatorio de aquella premonición artística en la que se embarcaron. Todos los temas incluyen variaciones y actualizaciones.

El montaje respira cierta melancolía futurística, pero nada vintage. Los robots no han venido a pasearse. Las proyecciones acompañan. Space Lab, uno de los hitos del show, sube al público en una nave espacial por la estratosfera y termina con un zoom sobre España que arranca el griterío de la descomunal sala, que suena cristalina. Das Model sigue igual de preciosa; Radioactivity tan inquietante (en Japón actualizaron el tema con referencias a Fukushima). Hütter, ciclista empedernido, también repasó algunos temas del álbum Tour de France como Vitamin.

La entrega hasta Music non Stop, que cerró el concierto, con Hütter solo sobre el escenario, fue absoulta. Nunca una actuación a primera hora de la noche había congregado hasta ayer a tantas personas. Ellos son los padres de toda esta revolución musical. La música pertenecerá en esta era a quienes la hacen. No a quienes la venden. Poco antes, quizá sin querer, pero completamente acorde con estos tiempos, a Sónar le salió una sesión diurna muy política. Muy de izquierdas, con perdón. Atom TM, un genio de la electrónica, capaz de desdoblarse en toda suerte de alter egos artísticos como Señor Coconut o Atom Heart, lanzó un manifiesto sonoro que logró arrancar la rabia contenida de un público, hasta el momento desentendido del desastroso contexto que aguarda a diario a la salida del festival: “¡Stop, imperialism pop!”.

Tras la consigna, y con el atronador bombo de fondo, una voz robótica fue enumerando a todos los enemigos. Las discográficas una por una. Nombres y apellidos. Los reyes del pop como Timberlake o Lady Gaga. Enfundado en un traje, elegantísimo, y encaramado a sus dos portátiles, puso a bailar y a gritar al público de la manera menos previsible y comercial. Se trata de un sonido matemático, surgido de las tripas de las máquinas, que diseccionaba visualmente con el dibujo de las ondas sonoras en las pantallas.

De eso iba el cambio que propuso Kraftwerk. Cualquiera –con talento- puede hacer música electrónica desde su dormitorio y llegar al mundo sin intermediarios. La música es nuestra, parecía gritar Atom TM desde su ordenador en una especie de 15-M musical. El sonido y su construcción también son una forma política. Algo que obsesiona al inglés Matthew Herbert, que acaba de sacar un disco compuesto a partir de algunos elementos obtenidos de la guerra de Libia, sintetizados y ordenados musicalmente luego. Ultra político, no acepta sonidos pregrabados. Sería un robo. Ayer se plantó en el escenario central en su faceta de finísimo dj, volviendo a sus orígenes. Desplegando, de nuevo, inteligentísima música de baile. Convirtiendo el error en espectacular sorpresa. Puro ritmo y textura. Demostró que no hacen falta recursos baratos para que la gente disfrute bailando. Pero cuesta más trabajo, claro.

También conocimos a Christeene, un, o una, terrorista musical. Después de Mykki Blanco el jueves, ayer nos topamos con otro travesti subido al escenario –empezamos a entender lo de las cheerleaders barbudas como imagen del festival- con una mala leche y una voz cazayera tremenda. Sobre una base electrónica –casi trance- lanzó sus peroratas políticas contra la religión y la moral americana. Hijo confeso de Bruce Labruce, ha aprendido bien la lección y ayer desplegó un show porno. Pura provocación que dejó a más de uno aterrorizado.

Pero ese discurso antiimperialista tuvo su réplica por la noche con un despliegue en el cartel de algunos de los representantes del EDM, fenómeno musical que ha cambiado después de muchos años la escena de la música comercial en EEUU. Con la elementalidad de sus siglas, Electronic Dance Muscic, queda todo dicho. Ayer Sónar trajo el máximo representante de esta corriente, el califroniano Skrillex. Apareció con la nave espacial que le acompaña por todo el mundo y con un preludio de su actuación con un embarazoso y patoso homenaje a Barcelona. Tipo Vicky, Cristina, Barcelona. Pero pasado de vueltas. La Sagrada Familia, Freddie Mercury, la camiseta del Barça (a los del Espanyol les debió encantar). En fin, una llamada a las emociones musicales de primero de EGB con desde un show que triunfa en Las Vegas. Desde ese punto de vista tiene gracia. Pero parece muy poco para alegrarse.

Quizá sea interesante ver como un grupo de postadolescentes estadounidenses amasan fortunas descubriendo la sopa de ajo (a Derrick May, que pinchaba en la sala de al lado, y a los otros padres del techno de Detroit, les salen sarpullidos cuando se les pregunta al respecto). Claramente era un guiño muy particular tener en el cartel al alfa y ómega de la electrónica: Kraftwerk y Skrillex. El problema es que ayer hubo más propuestas de este tipo (Baauer, Major Lazer…) , con un carácter más de verbena que de una actuación que apele a la inteligencia, a emociones un tanto más complejas, como siempre ha hecho Sónar. Educando al público y forjando a sus propias estrellas, que no jamás vinieron impuestas por el mercado. Cambia el público, la estética, la manera de relacionarse, la conversación… Pero en EE UU el fenómeno es imparable y el que quiera pintar algo ahí tiene que subirse a ese carro. Incluso el nuevo disco de Pet Shop Boys (que actúan esta noche), producido por Stuart Price, tiene un ramalazo a todo este asunto.

Hasta Richie Hawtin, que cerró a las cinco y media el mítico escenario de la terraza (el Sónar Pub), pareció haberse contagiado de esa poca profundidad con una sesión de monótono tech-house con la que presentó Enter, su proyecto de promotor ibicenco. Le acompañaron Maya Jane Coles y el español Paco Osuna. Hasta ese momento, lo mejor de la noche fue el duro y conciso live de Carenn, el dúo formado por los productores ingleses Pariah y Blawan, que reivindicaron las esencias de un género que no tiene nada que ver con las modas.

A la una del mediodía, mucho antes de que aparecieran por ahí el dúo de rap JJ Doom o Jamie Lidell, BeGUn, un productor surgido de la fructífera escena de Barcelona en los últimos tiempos, desplegó una mezcla de sesión de dj con un directo de los temas de San Francisco, su único EP. Ingeniero y violinista, lo suyo es una equilibradísima mezcla de house y chillwave que funcionó perfectamente para meter al público todavía resacoso en lo que vendría luego. BeGun confirma el cambio de tendencia en el que anda sumida la ciudad catalana, hasta ahora meca de productores extranjeros: ahora toca exportar. Como el de bRUNA, que ayer tuvo algunos problemas técnicos con su complicado directo que no empañan su enorme talento. Pese al pequeño desastre, el público, increíblemente comprensivo, le aplaudió a rabiar.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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