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Sónar, el origen de la modernidad barcelonesa

Nació tras la resaca de los Juegos Olímpicos del 92 con aspiraciones internacionales. El 13 de junio de 1994, 6.000 personas asistieron al nuevo festival de ‘música avanzada’ Veinte años más tarde, el Sónar celebra su cumpleaños

Daniel Verdú
Miles de extranjeros viajan a Barcelona para disfrutar de las sesiones de día y de noche del festival. Representan el 55% de los asistentes. En la imagen, el público baila durante el Sónar en 1999.
Miles de extranjeros viajan a Barcelona para disfrutar de las sesiones de día y de noche del festival. Representan el 55% de los asistentes. En la imagen, el público baila durante el Sónar en 1999.

Siempre supimos que la resaca es proporcional al tamaño de la fiesta. Y Barcelona 92 había sido la celebración institucional y ciudadana más salvaje de la democracia española. Administrativamente, alguien creyó a pies juntillas en aquello de vivir como si no hubiera mañana. Un año antes, como siempre que dobla una década, la mú­­sica alumbró una pequeña revolución. Nirvana redefinió el rock con Nevermind; Primal Screem lo acercó a las raves con su lisérgico Screamadelica, y Massive Attack inventó un género llamado trip-hop con Blue Lines. Mientras que Estados Unidos invadía Irak, la calle en España bailaba todavía al son de aquel engendro tan ibérico que alguien dio en llamar música máquina. Y lo más parecido a una cultura de club que teníamos era el oscuro trayecto que unía Madrid con la carretera de El Saler en Valencia. Por esas fechas, una carambola reunió a tres veinteañeros de Barcelona que se interrogarían acerca de todos esos cambios. En 1994 verbalizaron su respuesta en la Sala Apolo de Barcelona con la primera edición del festival de música electrónica Sónar, congregando a unas 6.000 personas. El próximo 13 de junio se cumplen 20 años de aquello y esperan a unas 100.000 personas para celebrarlo.

Los creadores del festival: Enric Palau, Ricard Robles y Sergi Caballero.
Los creadores del festival: Enric Palau, Ricard Robles y Sergi Caballero.CATERINA BARJAU

Ricard Robles, un periodista con una sensibilidad desbordante para percibir el signo de los tiempos desde revistas como Ajoblanco o Rock de Lux, se cruzó a principios de los noventa en el camino de Jumo, un grupo compuesto por Enric Palau y Sergi Caballero, inquilinos de la escena artística-electrónica del momento. Si es que existía tal cosa en España. Los tres se embarcaron en una suerte de estudio para la SGAE –que, lo crean o no, financiaría parte de la primera edición del Sónar con 17 millones de pesetas de los poco más de 216.000 euros (casi 36 millones de pesetas) que costó– sobre cómo encauzar toda aquella efervescencia cultural. “No había ningún elemento aglutinador, ni una industria musical alrededor de la electrónica. La conclusión fue hacer un festival con una ambición de posicionamiento internacional. Con un entorno urbano para la actividad diurna, enfocada a la divulgación y la experimentación. Y un lado hedonista para la noche. Al mismo tiempo, la industria debía estar cómoda para reunirse esos días en Barcelona”, explica Robles, en referencia a la vertiente profesional del festival.

La idea se gestó de 1992 a 1994, cuando toda la electrónica oscilaba sin término medio entre el ámbito académico y la furia hormonal de las raves. España no era todavía la actual meca de los festivales, y uno pensaba en lugares como Glastonbury para imaginar un evento así. El proyecto contó con la ayuda de Ferran Mascarell, entonces delegado de la SGAE en Cataluña, luego concejal de Cultura en el Ayuntamiento de Barcelona, y hoy conseje­­ro de Cultura de la Generalitat. El abuelo del Sónar, dice que le llaman. “Tenían una idea muy intuitiva. El mérito del Sónar fue adelantar la conexión entre la música y la mutación digital que se estaba produciendo. Entendieron antes que nadie que música y revolución digital estaban relacionadas. Una nueva cultura rompía las reglas establecidas y hacía de la música una experiencia casi total. Fueron la configuración de la nueva modernidad urbana, la modernidad posolímpica”, recuerda Mascarell.

El mérito del Sónar fue adelantar la conexión entre la música y la mutación digital que se estaba produciendo”

La orgía administrativa de 1992 dejó una flamante capital mediterránea llena de nuevas infraestructuras. Y cuando la ciudad despertó del sueño olímpico, como en el cuento de Monterroso, esos dinosaurios de cemento seguían ahí. Sin contenido y con una crisis galopante. A golpe de talonario, Richard Meier había levantado en el corazón del Raval un museo de arte contemporáneo junto a un centro de cultura anexo (CCCB) con un etéreo propósito de uso –¿qué demonios podía aportar un centro de cultura contemporánea junto al Macba?–. Pero su director, Josep Ramoneda, aceptó el reto del Sónar y quedó fijada la localización del apartado diurno del festival, la vertiente más experimental y de reunión de la incipiente industria. El aura cultural, en suma, que adornaría el evento y que también alimentaría la queja de los sufridos vecinos, expertos a la fuerza esos días en vanguardia electrónica.

“Logramos que la ciudad tuviera ese espíritu de romper las reglas del juego, de relacionar la música con el entorno”, señala Mascarell. Un barrio en pleno proceso de mutación social, convertido en símbolo de un urbanismo basado en la mezcla, que no tardó en llenarse de pequeñas tiendas de discos y toda suerte de complementos para el perfecto moderno que estaba naciendo. Un modelo urbano en las antípodas de posteriores ocurrencias como el Fòrum (donde se celebra el otro gran festival de la ciudad, el Primavera Sound), un desesperado y artificial intento por recuperar la pujanza perdida del esplendor olímpico.

Un momento de la ‘performance’ de Edwin van der Heide en la edición de día en 2008.
Un momento de la ‘performance’ de Edwin van der Heide en la edición de día en 2008.

En la terna de directores, Enric Palau se encargaría de diseñar la línea artística del proyecto, bajo el epígrafe de música avanzada. “Son artistas que hacen avanzar la historia de la música a través de su creatividad y de los adelantos tecnológicos. La idea de vincular los contenidos con la creación tecnológica, no estrictamente sonora, fue clave. En la actuación de Orbit, en 1996, el aspecto visual era tan importante como la música. Queríamos romper las bases del concierto tradicional. Había una electrónica de baile, pero también otra más purista, más ruidista y cercana a la experimentación”. El entorno del CCCB era perfecto para dotarlo de la seriedad necesaria y atraer a un público internacional (hoy, el 55% del festival).

La noche, primero en la reconvertida sala del teatro Apolo, luego en el pabellón de la Mar Bella, y finalmente en la Fira de L’Hospitalet, iba a ser la celebración hedonista de aquella afortunada comunión entre la revolución tecnológica y una juventud desencantada con el escaso poder contestatario del rock. El evento nocturno consagraba la figura del disc jockey y su relato sonoro, tan contemporáneo, basado en la hiperfragmentación. Antes de transformarse en superestrellas, los disc jockeys representaron la democratización radical de la música en el cruce de caminos sonoro que se gestaba desde el dormitorio de miles de productores anónimos. El francés Laurent Garnier (Boulogne Sur Seine, 1966), curtido en la legendaria Haçienda de Manchester, fue uno de los padrinos de la primera edición. “España era un mercado muy cerrado hasta entonces. Y Sónar fue una de las primeras empresas que empezaron a traer disc jockeys de otros países. Enseguida nos pareció que luchábamos por lo mismo. Ahora son nuestra familia española”, señala.

España era un mercado muy cerrado hasta entonces. Y Sónar empezó a traer ‘disc jockeys’ de otros países”

Barcelona Sónar se convirtió enseguida en una marca internacional. El propio Garnier volvió hasta 12 veces más. Y la imagen del festival, reinventada provocativamente cada año por Sergi Caballero, se erigió también en el reflejo de aquella nueva Barcelona del “¿diseñas o trabajas?”. El Dioni, Maradona, dos fantasmas, un tal Señor Samaniego vendiendo el festival o dos enanos en Chechenia fueron sus inquietantes reclamos. Eso, y el esplendor de una ciudad diseñada para atraer a turistas con el anuncio de una experiencia mediterránea. “Por supuesto. Barcelona ayudó mucho. Es una gran ciudad con un clima fantástico”, reconoce Garnier. Entre tanta novedad, alguien pensó también en invocar a los padres. Y el festival honró cada año, con una cierta cuota vintage, a las bandas que habían contribuido a la evolución del pop. Pet Shop Boys, The Human League, Kraft­­werk (los fundadores de todo el invento, que vuelven este año con un show en 3D), Devo, Roxy Music o New Order confirieron al evento la autoridad moral y biográfica de una música que empezaba a escribir su tradición. Figuras como Richie Hawtin, Jeff Mills o Carl Craig, vinculadas a la fábrica sonora de Detroit, quedaron constituidas en referentes de aquella nueva cultura de club.

Al calor de aquello, Barcelona y las incon­­ta­­bles salas que vieron el filón durante el resto del año se convirtieron en parada obligatoria de un pujante starsystem que terminó degenerando en una escalofriante burbuja de precios con la irrupción del minimal techno (la vertiente más monótona del género). Muchos no sobrevivieron. Otros se reinventaron, como David Guetta, y crearon un monstruo de dos cabezas todavía menos interesante llamado EDM (electronic dance music). El único fenómeno de la última década capaz de amenazar al reinado del R n’B en Estados Unidos. Pese a su componente vanguardista (lo de “música avanzada” a veces pasa factura), Sónar nunca se ha cerrado a estos fenómenos. Y Skrillex, uno de los nuevos príncipes de este refrito sonoro, dará cuenta del asunto este año. Podría decirse que Kraftwerk y él son el alfa y la omega de esta historia.

Una de las señas de identidad del festival Sónar son sus carteles publicitarios, que siempre firma Sergi Caballero. En la imagen, el primer cartel, de 1994.
Una de las señas de identidad del festival Sónar son sus carteles publicitarios, que siempre firma Sergi Caballero. En la imagen, el primer cartel, de 1994.

Ayuntamiento y Generalitat (a Jordi Pujol es fácil verle cada año paseando por el backstage) han participado siempre con una aportación económica que no llega al 10% de los 4,7 millones que cuesta hoy el festival. Según un estudio de Deloitte, el impacto económico del Sónar supone alrededor de 60 millones de euros para la ciudad, y el público extranjero decanta ya la balanza de la estadística de asistencia. Así que un día, antes de que el Gobierno subiera el IVA hasta el 21% –con lo que significa para un sector que debe contratar en el mercado internacional–, pensaron en devolver la visita a sus invitados. Tokio, Chicago, Londres, São Paulo, Reikiavik o Ciudad del Cabo han acogido el festival en los últimos años.

En junio, la ciudad se convierte en una convención de música electrónica. Todas las discográficas del mundillo desembarcan en Barcelona, aunque no tengan un solo artista pinchando. Organizan fiestas, fletan barcos (verbenas flotantes) o se reúnen alrededor de la escena que circunda al festival (el Off Sónar). Un proyecto que definió su personalidad a través de la nueva revolución tecnológica y que, paradójicamente, es hoy ya el más antiguo del gremio (el del pop y sus aledaños) en España.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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