La bolsa de los deseos
Cifuentes era una mujer de derechas guay porque llevaba un tatuaje cuando los tatuajes, por un malentendido inexplicable, se consideraban de izquierdas. Se puede vivir de eso mucho tiempo, pero tiene sus peligros. A Clinton, cuando estaba a punto de llegar a la Casa Blanca, le preguntaron si se había fumado un porro alguna vez y dijo que sí porque quería ser guay, pero añadió que no se había tragado el humo. Cifuentes, lejos de atenuar su imagen transgresora, trató de potenciarla y expuso teorías sobre la ventaja de ser rubia y de hacerse la tonta. Y así, haciéndose la tonta, fue trepando y trepando con una facilidad que la condujo a creer que el mundo era un supermercado de cuyos estantes podía tomar lo que quisiese sin pasar por caja. ¿Un máster? Pues un máster. ¿Un par de tarros de crema regeneradora? Pues un par de tarros de crema regeneradora. Después de todo ella había llegado a la política para regenerarla. Su carrito de la compra se convirtió en la bolsa de los deseos, pues de su fondo brotaba mágicamente todo aquello que podía soñar. Cuando alguien trataba de pararle los pies, argumentaba que tenía un tatuaje. Seguramente es lo que le dijo al vigilante de seguridad de Eroski al ser conducida a la trastienda:
—Oiga, que yo tengo un tatuaje.
—No me sirve.
—¿Y un máster? ¿Le serviría un máster?
Insistimos, la gente guay del PP es muy peligrosa, sobre todo para sí misma. Fíjense en el estado de confusión mental en el que ha acabado Celia Villalobos, que no es capaz de discernir quién ha linchado a quién: si Cifuentes a la ciudadanía o viceversa.
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