El tiempo congelado
Las pinturas rupestres representaban el momento de temor del hombre ante su futuro más cercano, ante la incertidumbre de su próxima cita con la bestia
Si nos trasladamos hasta las cuevas del Paleolítico, donde la cultura humana quedó expresada en sus pinturas rupestres, podemos decir que la inteligencia era una habilidad mágica para nuestros antepasados; una capacidad para anticipar incertidumbres.
Hablamos de tiempos remotos en los que el racionalismo no había hecho aparición y los pensamientos no estaban clasificados como tal, sino como espíritus que habitaban en el ser humano. Los usos mentales de entonces eran tan confusos como esotéricos, dando lugar a un mundo interior poderoso que hoy en día subyace en nuestro inconsciente. Sin ir más lejos, en el documental de Werner Herzog que lleva por título La cueva de los sueños olvidados, rodado en la cueva francesa de Chauvet, uno de los científicos que formaban parte del equipo de rodaje, nos cuenta que la primera vez que visitó la cueva, tuvo un impacto emocional tan fuerte que decidió no volver a penetrar más en ella.
Las pinturas de la cueva de Chauvet son tan impresionantes que los sueños del citado científico se convirtieron en pesadillas. Le mostraban una manera de entender el mundo hasta entonces desconocida para él. El hilo de su memoria había llegado a un lugar recóndito, el sitio donde se aloja el principio de la madeja que habita en nuestro inconsciente desde tiempos remotos; una metáfora tan antigua como el mundo.
Hasta que fue descubierta en 1994, la cueva de Chauvet había estado cerrada por un desprendimiento de rocas producido hace aproximadamente 20.000 años. Por ello, la de Chauvet es de las pocas cuevas prehistóricas cuyas pinturas se encontraron en buen estado de conservación. Tal es así que su descubridor, el espeleólogo Jean-Marie Chauvet, se sorprendió ante su propio hallazgo, no creyéndose que se trataba de las huellas emocionales de una época ancestral. Jean-Marie Chauvet había encontrado una riqueza asombrosa de pinturas paleolíticas que representan animales como osos, renos, caballos o bisontes pintados con ocho patas para que, de esta forma, se consiguiese la ilusión de movimiento.
A la hora de mirar el arte rupestre desde nuestros días, vemos el pasado y lo interpretamos como ahora mismo lo estamos haciendo, imaginándonos a un cazador de entonces, armado con una antorcha que envuelve su figura en un inmenso contraste de luces y sombras, mientras invoca a los espíritus frente a la pintura de la bestia a cazar
Por lo pronto, las pinturas rupestres no tenían una intención decorativa ni significado alguno de orden estético ya que se realizaron en sitios ocultos, en el mundo atávico e inaccesible donde se busca el efecto mágico de la anticipación. Estas creaciones pictóricas representaban el momento de temor del hombre ante su futuro más cercano, ante la incertidumbre de su próxima cita con la bestia.
De esta manera, el hombre de entonces se encontraba a solas frente a una obra pictórica que no era más que una imagen estática pero que, gracias a su imaginación, cobraba movimiento. Cuando el cazador entraba en la oscuridad de la cueva donde habitan los espíritus, trataba de ser poseído por ellos a la luz de la antorcha que iluminaba la representación de la bestia, familiarizándose así con los peligros que tenía que afrontar en un futuro cercano. Era como si los tuviera delante.
Desde su presente, nuestros antepasados anticipaban el futuro con ayuda de los espíritus que animaban su, hasta entonces, desconocida inteligencia. Porque al invocar a los espíritus, lo que estaban haciendo nuestros antepasados no era otra cosa que condicionar su futuro. Por ejemplo, en la cueva de Los Caballos, ubicada en el Barranco de la Valltorta, en Castellón, podemos observar una escena de caza donde las bestias son atacadas con flechas, incluso en alguna figura las flechas aparecen clavadas. Seguramente, nuestros antepasados mataban su incertidumbre en el momento de matar la imagen del animal, anulando así toda angustia anticipatoria.
Llegados aquí, podemos afirmar que la pintura rupestre conectaba dos tiempos en el pasado ya que, desde su presente, el cazador buscaba anticiparse al éxito futuro. Resulta curioso comprobar cómo la citada dimensión temporal nos propone un juego de espejos. Porque a la hora de mirar el arte rupestre desde nuestros días, vemos el pasado y lo interpretamos como ahora mismo lo estamos haciendo, imaginándonos a un cazador de entonces, armado con una antorcha que envuelve su figura en un inmenso contraste de luces y sombras, mientras invoca a los espíritus frente a la pintura de la bestia a cazar.
De esta manera, anticipándose a su propio futuro, el hombre prehistórico nos propone un viaje a través de las dimensiones temporales que habitan el arte de las cuevas.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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