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Navegar al desvío
Columna
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La vida de los insultos

Manuel Rivas

Por alguna razón histórica, en España siempre han tenido mejor prensa los gallos que las gallinas y los cabrones que las ovejas

CON EL CONFLICTO catalán, el lenguaje más rastrero de las redes virtuales ha dado el salto, por momentos, a la prensa más seria. Así, he leído a respetables columnistas referirse con mucha soltura a “ratas” o “gallinas”, y no por una sensibilidad animalista, sino para acometer contra quienes defendían posiciones que les resultaban antipáticas. En mi opinión, este problema, como otros muchos, se ha ido agravando por el protagonismo y la altanería de los “­gallos”, pero, por alguna razón histórica, en España siempre han tenido mejor prensa los gallos que las gallinas y los cabrones que las ovejas.

De niño, desde luego, me enfurecía como todos si me llamaban “gallina”, pero lo de “gallo”, e incluso “cabrón”, tenía un cierto prestigio. Había, y sigue habiendo, un reflejo de la desigualdad de géneros en el uso del simbolismo animal. En el fútbol, por ejemplo, se consideraba una distinción que algún adulto entendido condecorase a un chaval al exclamar: “¡Qué bien juega ese cabrón!”. Era una suerte entrar en esa especie de club de los cabrones que jugaban, dispensando, “de puta madre”.

Lo más terrible era lo de “gallina”. Peor que “rata”. Lo de rata podía tener incluso una connotación positiva. En el mundo de las pandillas, había que andarse con cuidado si te cruzabas con alguien apodado El Rata. Pero ¿quién podría sobrevivir, salir a la calle, con el apodo de El Gallina? Antes era preferible apostar la cabeza en la contienda semiótica.

El ser “pagano”, en la escuela y en la iglesia, tenía una connotación muy negativa

En aquella época, en el mundo oficial, en los discursos de los gerifaltes de antaño y en los medios de comunicación, era habitual hablar de la conspiración “judeo-masónica”, versión abreviada del gran espectro satánico “judeo-masónico-liberal-comunista”. En el ambiente en que crecí, nunca oí utilizar esas palabras, ni como insulto ni como nada. En las tabernas de Leonor o del Rito, escenarios dialécticos de dominó y baraja, nunca a nadie le llamaron “judeo-masónico” o “liberal-comunista”. Quien utilizase esa retórica entraría en la categoría de majara o tontolaba. Había un viejo entrañable al que nombraban siempre O Pagano. El ser “pagano”, en la escuela y en la iglesia, tenía una connotación muy negativa. Pero si había una persona bondadosa y tranquila era él. Nunca levantaba la voz contra nadie. Estaba siempre en una esquina, escuchaba. Hablaba con la mirada. Y la mirada del Pagano era de una profundidad sin fondo. Pero un día, molesto, le soltó a un chinche una frase digna de Chéjov: “Por cada verdad que dices te cae un diente y todavía los tienes todos”.

Más tarde supe que vivía solo, porque había perdido un gran amor. De esa naturaleza eran también sus amigos Corazón y Pai-Pai. Obreros de la construcción, al volver del trabajo, paseaban de la mano con sus mujeres hacia ese camino fronterizo del arrabal que es la línea del horizonte. ¿Corazón, dices? ¡Qué apodo, eso suena muy sentimental! Sí, pero para eso había también una respuesta convincente: “¡Es que es portugués!”.

A medida que fui leyendo y escuchaba en la radio la expresión “judeo-masónico” y demás, empecé a inquietarme. Todos aquellos insultos me concernían, sin saber por qué. La matanza del cerdo era una gran fiesta. Abundancia frente al hambre, carnaval frente a cuaresma. Pero había alguien que desaparecía justo ese día. Mi padre. Aquel hombre duro se escondía. Empecé a asociar comportamientos. No pisaba la iglesia. Sobresaltado, pensé: “¿Y si mi padre es judío?”. Y a partir de ahí, sentí que todos aquellos insultos históricos nos involucraban. Eran como flechas que perseguían a aquel hombre que no quería participar en la matanza.

Pasados los años, conocí a otra persona extraordinaria. En circunstancias muy difíciles. En un viaje al infierno. A la fosa de vertidos radiactivos del Atlántico. Él era el patrón de un barco de madera, el Xurelo. Salió de Galicia para denunciar aquel crimen ambiental. Anxel Vila fue el único que se atrevió, se jugó el barco y la cabeza. Sin satélite, con solo su saber, consiguió localizar en el inmenso océano los mercantes y el lugar del crimen. Pero en todo el viaje, días desesperantes, fue el único que no blasfemó. El único que rezaba todas las noches. Y yo le pregunté al grumete: “¿Por qué este hombre no jura, no insulta, no blasfema nunca?”. Y el muchacho respondió, sorprendido de mi ignorancia: “Porque no es católico. ¡Le llaman el Protestante!”. 

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